Tal Cual, 12 de mayo 2012
En su reciente libro De que vuelan, vuelan. Imaginarios religiosos venezolanos (Caracas: Alfa, 2012) Michaelle Ascencio nos entrega una pieza invalorable para aproximarnos a la comprensión de la sociedad venezolana mediante un estudio de antropología cultural que continúa sus trabajos anteriores acerca de la religiosidad –Entre Santa Bárbara y Shangó, (Tropykos, 2001) y Las diosas del Caribe (Alfa, 2007)–, pero en este caso dedicado especialmente a las religiones que actualmente se practican en Venezuela; con el valor agregado de que dice tanto de ellas como del imaginario social, y de ese modo abre una nueva puerta de acceso hacia ese tema que viene siendo crucial en las reflexiones de muchos investigadores y estudiosos: ¿cómo somos, por fin, los venezolanos?
En primer lugar, la investigación rompe definitivamente con la noción o prejuicio de que los venezolanos son descreídos o indiferentes en materia religiosa. Los resultados del trabajo de campo y las encuestas en diferentes estratos sociales de Caracas fácilmente convencen al lector de que no es cierto ese supuesto laicismo venezolano. Por el contrario, la necesidad de creencias espirituales es muy intensa, y las prácticas religiosas muy variadas. De ellas Ascencio estudia las cuatro más significativas en términos de su influencia y extensión: el catolicismo popular, las iglesias evangélicas, el culto de María Lionza y la santería. A través de una detallada descripción de cada una de ellas podemos introducirnos en el estado actual de las mismas y conocerlas guiados por quien ha recorrido las calles de la ciudad en busca de los lugares de culto y (no menos importante) de los comercios que expenden los objetos necesarios para ejercerlo. Se despliega así un mapa distinto de Caracas: el mundo de lo sagrado que cruza las mismas rutas que los autobuses, los peatones y las motos, solamente que con esta guía podemos detenernos en esos centros religiosos por los que quizás hemos pasado apuradamente sin comprender que en ellos bulle la necesidad de ayuda espiritual y la fe de quienes no tienen otro poder al que recurrir. Allí, muy cerca nuestro, están las tiendas, las botánicas y las perfumerías que exhiben los objetos de culto en las vitrinas y los estantes; se escuchan los consejos para curar, y cuando el tráfago del día haya cesado, las puertas se abren a los altares y los rezos. Nada de esto es oculto ni prohibido, todo está a la vista del transeúnte, pero hacía falta que alguien nos detuviera y nos enseñara a mirar.
En segundo lugar, el estudio nos revela una característica fundamental de la religiosidad venezolana: su sincretismo sin dogmas confesionales. Difícilmente en las encuestas realizadas por la investigadora encontraremos una fe pura en los creyentes. La modalidad venezolana de acercarse a lo sagrado y extranatural se rige por una suerte de “todo vale”. Una forma religiosa que incorpora, yuxtapone, alterna, de acuerdo a los momentos vitales y a las necesidades del devoto. Si un santo no sirve, otro habrá que solucione el problema. Si una modalidad religiosa no alcanza para las circunstancias, a la mano queda la posibilidad de buscar un camino paralelo, que también, cuando se trate de enfermedades y dolencias físicas, incluye la medicina científica. Una religiosidad si se quiere pragmática, regida por la necesidad del demandante y no por la preceptiva confesional. La fe en los dogmas de las religiones tradicionales y sus premisas y cultos inmodificables son en Venezuela una excepción.
Pero, además del disfrute de entrar en un mundo que solamente conocemos muy parcialmente, llevados por un recuento de sabrosa lectura, no debemos detenernos en la curiosidad que despierta la descripción del fenómeno religioso sino intentar adentrarnos en lo que dice de nosotros. Encuentro, al menos, cuatro derivaciones importantes.
- La distinción entre las sociedades de la culpa y las sociedades de la persecución.
Las religiones monoteístas occidentales (cristianismo y judaísmo) organizan la fe y la acción del creyente bajo el paradigma de la culpa. Así precisamente comienza el Génesis, con el pecado y castigo de Adán y Eva por haber desobedecido al Señor. El sujeto creyente se relaciona con Dios mediante un conjunto de creencias y prácticas que debe asumir y cumplir para lograr su perfección espiritual; de no hacerlo es culpable ante la ley divina, y probablemente también ante la humana. Pudiéramos aquí establecer una diferencia entre el catolicismo, por un lado, y el protestantismo y el judaísmo, por otro. En el primer caso, el vínculo del creyente con Dios implica ciertas mediaciones institucionales: el sacerdote es quien perdona los pecados. En los otros dos casos, si bien la institucionalidad religiosa tiene sus representantes (el pastor, el reverendo, el rabino) el creyente se relaciona directamente con Dios, e incluso puede interpretar con su criterio la palabra divina contenida en las escrituras, lo que en el protestantismo da origen a la multiplicidad de iglesias de acuerdo a cuantas lecturas de la Biblia puedan hacerse. Lo fundamental en estas religiones monoteístas es que el individuo actúa según su conciencia: lo malo y lo bueno de lo que hace obedece a su libre albedrío, y por ello debe rendir cuentas y también pedir perdón a quien haya ofendido, sea el propio Dios o sea el prójimo. La conciencia individual queda moralmente vinculada a la culpa y a la necesidad de perdón y reparación. Esta manera de relacionarse con la moral es lo que los psicólogos denominan “locus interno de control”, que no es otra cosa que asumir que lo que hago depende de mí, y de mi cumplimiento o transgresión de la ley. En la infancia nos conducimos mediante un “locus externo de control” –es decir, el temor a ser castigado por los adultos– y lo esperable es que adquiramos progresivamente una conducción interna, es decir, que introyectemos la ley. La ley debe actuar en nosotros, haya o no quien nos obligue a respetarla, y el mal es que nosotros no respetemos la ley. O también efecto de que Dios nos lo envía como prueba de la resistencia de nuestra fe.
Por el contrario, las religiones que se agrupan en el paganismo se articulan bajo el paradigma de la persecución. El mal viene a nosotros porque otro lo ha causado, porque otro nos lo ha deseado, e incluso ha actuado con la brujería y la hechicería para ejecutarlo. El enemigo no es único, como en el cristianismo (el diablo que nos tienta a desobedecer) sino cualquiera, hasta nuestro vecino. Esto, dice Ascencio, produce una sociedad de la desconfianza. Todos pueden ser nuestros enemigos. Pero hay algo más, y es que el “locus de control” es externo; es alguien, fuera de mí, quien puede hacerme daño, y de ese exterior debo cuidarme. Ya no es la conciencia de la ley la que me persigue sino alguien allá en el mundo: mi enemigo.
Esta digresión nos permite comprender que en la sociedad venezolana, en la medida en que sus creencias son mixtas (a pesar de que tradicionalmente la gente se dice católica, y es demográficamente la religión mas extendida), las creencias pueden agruparse como paganas, y en ese sentido encontramos que lo más frecuente es que los individuos no se rigen por una ley moral interna, que les obligue a asumir las consecuencias de sus actos sino que las achaquen a los otros. Por ello, tendemos a evadir la responsabilidad de nuestra conducta, y además, el “locus externo de control” nos lleva a intentar escapar del castigo. Esto es, por supuesto, una conclusión en términos generales que no invalida las excepciones.
- La variabilidad y mezcla de creencias y prácticas religiosas.
La híbrida naturaleza de la religiosidad de la sociedad venezolana pareciera indicar una flexibilidad, tanto en el mismo individuo en relación con sus propias creencias religiosas, como con respecto a los otros. Habla a favor de una tendencia tolerante y respetuosa de la diferencia en esta materia y una cierta inmunidad a los fanatismos religiosos. En los últimos tiempos se han producido hechos muy raros en nuestra historia, como fueron, por ejemplo, la profanación de la sinagoga de Maripérez, y las violaciones y mutilaciones de vírgenes tradicionalmente veneradas, como la Divina Pastora o la Coromoto. Sin pretender una explicación de las causas, que desde luego no conocemos, lo cierto es que los venezolanos no se sumaron a este vandalismo que, por el contrario, concitó el rechazo social.
- La evolución de la noción de suerte.
Un punto del mayor interés en este estudio es que la investigadora observa un cambio en la noción de “suerte”. Pareciera, de acuerdo con sus hallazgos, que el venezolano comienza a pensar en la suerte no como una condición externa y extranatural sino como un modo personal de aprovechar las oportunidades y de posicionarse en la vida. No como algo que cae del cielo sino como una posibilidad de éxito que requiere esfuerzo. Esta tendencia favorece el desarrollo personal y la búsqueda de logros, y es muy significativo que se fortalezca en un momento en que precisamente el discurso político se inclina a favor de colectivizar la sociedad y anular aquello que es emprendimiento personal.
- La necesidad de creer en el poder de otro.
Una conclusión que no puede dejarse fuera, aunque no sea un tema especialmente desarrollado por la autora, es que, al señalar ésta las condiciones de precariedad en las que vive una gran mayoría de los ciudadanos, la presencia de cientos de miles de personas que no reciben el adecuado acceso a los beneficios sociales, ni cuentan con empleos estables, ni con seguridad personal, se está subrayando la extrema demanda de buscar alguna ayuda para vivir (y sobrevivir); y si la ayuda no proviene suficientemente de los poderes naturales, la conclusión es obvia: es necesario recurrir a los poderes extranaturales. En mi opinión es en esta demanda persistente que la sociedad venezolana viene desde hace décadas manifestando, a veces explícitamente y otras en silencio, donde hay que situar la proliferación de formas religiosas, y la utilización del “todo vale” a la hora de recurrir a quien se le atribuyan poderes sobrenaturales. Pero hay algo más, y es que esa demanda insatisfecha conduce a una confusión en la naturaleza del poder. ¿Quién tiene poder? Lo puede tener Shangó, o la reina María Lionza, o José Gregorio Hernández, o la Virgen del Valle, pero también quien detenta el poder aquí en la tierra. Se marca así una tendencia a que los líderes políticos revistan cualidades de líderes religiosos. A que el poder que se les atribuye también sea híbrido; a que quien quiera que ofrezca ayuda sea igualmente venerado.