El país como herida

“Es como si el país se hubiera redimensionado desde las proporciones gigantes de la imaginación a la miseria mínima del hambre (…) nosotros, los que hemos sido testigos, actores y víctimas de esta tragedia, tampoco somos los mismos”, palabras que forman parte de los fragmentos de su último libro “La utopía destartalada” que gracias a la gentileza de su autora, Ana Teresa Torres, que también forma parte de las firmas de La Gran Aldea, nos cedió para compartirlo con nuestros lectores.

¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Virgilio Piñera, La isla en peso.

«En estos dieciocho años un gobierno elegido por el voto en elecciones democráticas se fue paulatinamente transformando en un régimen hegemónico, hasta llegar a lo que es hoy, una dictadura sostenida fundamentalmente por la nomenclatura civil y militar que defiende, además del dominio absoluto del país, la buena marcha de sus ilícitos negocios. Dinero y poder, nada nuevo. Pero sí, muchas cosas han cambiado en este tiempo, sobre todo la gente, las necesidades, los miedos, las heridas. Quizás también las ideas. Y los liderazgos, los objetivos políticos, la visión de Venezuela. En la ya casi remota era Chávez nos inundaba un imaginario utópico en el que, desde el gasoducto del Sur hasta el satélite chino, la revolución nos llevaría más allá del porvenir. En la era Maduro las metas se han minimizado y pareciera que el logro más rotundo sería entregar un Clap semanal a cada familia revolucionaria, es decir, provista de su carnet de la patria. Es como si el país se hubiera redimensionado desde las proporciones gigantes de la imaginación a la miseria mínima del hambre y la escasez. Así que nosotros, los que hemos sido testigos, actores y víctimas de esta tragedia, tampoco somos los mismos. Además, el tiempo ha hecho su trabajo y muchos de los que empezaron esta lucha ya no están, o tuvieron que irse lejos, o simplemente fueron relevados por otros, y una, o quizás dos, generaciones de venezolanos nacieron y crecieron en este trance. Vemos un nuevo paisaje.

Estamos en una dictadura que ha perdido el soporte ideológico, si es que alguna vez lo tuvo. Inicialmente los opositores nos dedicábamos a combatir la ideología del régimen, ahora es perder el tiempo. Ahora el problema no es ideológico, no es totalitarismo versus democracia. Es decir, lo es, pero en una medida insignificante, o si se quiere un problema situado en un nivel por encima de las circunstancias. El problema, aquí y ahora, es la supervivencia de la nación, de su población, de su Estado. Ya sé que eso pasa por la democracia, pero eso queda más allá, me parece. De momento estamos en la maldita circunstancia que decía Virgilio Piñera, “un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios… sintiendo como el agua lo rodea por todas partes”.

Y, no sé cómo llamarlo, la gente, el pueblo, las personas, aunque no estamos rodeados de agua como en la isla de Piñera, sino que más bien el peso de la isla ha caído sobre nosotros, y aunque él escribiera ese poema tantísimos años antes de la maldita circunstancia, ahora no geográfica sino humana, estamos también rodeados de agua por todas partes, es decir, sintiendo (¿presintiendo?) el naufragio. Y, por favor, no es que yo no pueda medir y celebrar el triunfo ciudadano del 16J, sino que, en ese mismo triunfo, y por esas mismas razones siento el peso en la mano del jugador que tira su última carta. Ah, que en la historia no hay últimas cartas. Aquí vuelve la maldita circunstancia, y es que en la vida sí hay últimas cartas. Estoy pensando en los testimonios del pueblo que se hace y se deshace; en los jóvenes, escuderos o no, que miran su futuro y solo ven agua por todas partes; en los niños a los que les tocó la maldita circunstancia de que no hubiera comida para ellos; en los enfermos que, maldita circunstancia, no tendrán salvación; en tantas familias que creyeron en una revolución traidora y ahora vivirán la circunstancia maldita de tener que separarse, cerrar sus negocios, y hasta abandonar sus perros. Mientras tanto ya sé que es necesaria la devolución de la democracia (por favor, no es preciso que me lo recuerden), pero mientras tanto, insisto, la vida sigue corriendo, y me quiero detener un instante en su velocidad.

En el paisaje que yo veo, escucho, leo, el signo común es la herida. El grito de los heridos, de los hirientes. Un signo doliente de muchas caras, de distintos ángulos. El grito ahogado del miedo. Creía solo haber vivido guerras de cine y libros, pero esto que veo ahora me hace pensar que quizás las guerras no son todas iguales y que esta, la que ocurre hoy en Venezuela, es una de ellas con sus propias modalidades y matices. Que la clase media se vea acosada por asaltantes que incendian, saquean y disparan contra los edificios residenciales, es como en las guerras ¿no? Que en los barrios populares falte la más elemental alimentación, además del acoso armado, también se parece ¿no? Que en el Hospital Vargas de Caracas se acabe el oxígeno, que en el Hospital de Niños J.M. de los Ríos, los niños se mueran por infección hospitalaria, que las cifras de mortalidad neonatal y materna sean impublicables, que en algunos centros de salud hayan sido lanzadas bombas toxicas, que el hospital de la Cruz Roja de Caracas se viera en la necesidad de desplegar su bandera cuando las fuerzas represoras asolaban la parroquia de La Candelaria; que todos los días alguien va preso por traición a la patria y es sometido a tribunales militares sin derecho a defensa; en fin, estos ejemplos, y todos los que el lector quiera añadir, son como para preguntarse ¿en qué guerra estamos? Para abreviar diría que en una en la que en 90 días la represión armada de militares y paramilitares, ha ocasionado 92 muertes, de las cuales 67 fueron asesinatos directos. Bajas por desnutrición e inasistencia médica son por ahora incuantificables.

Así que a la pregunta de dónde estamos, la respuesta es que estamos en el ojo de mira de una banda cívico-militar dispuesta a dejar tierra arrasada con tal de quedarse en el poder; por cierto, este no es un rasgo común a todas las dictaduras, es así en algunas, como en esta que vivimos. Esta es una guerra en la que un bando minoritario, convertido en banda, mantiene el poder de las armas y la renta petrolera, así sea menguada, y perdido todo soporte ideológico y moral, despliega su lucha a muerte contra el bando mayoritario, que es toda la población y que tiene prácticamente nada. Y como ocurre en las guerras, se abre el fantasma de la negociación. Hay opiniones para todos los gustos; desde los pro negociación hasta los que prefieren morir de pie. En este tema, que además me parece propio de expertos porque negociar este tipo de conflicto no es para opinadores, me siento perdida. Hay días en que me digo, al enemigo ni agua; y días en que tengo ganas de sacar una bandera blanca con las manos en alto. Pero estoy segura, quiero asegurarme, de que contamos con personas capaces de presentar alternativas de negociación que sobrepasen la reunidera de viejos zorros, y piensen en el país que vive esta maldita circunstancia».