Tradiciones e inauguraciones en la escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular

Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. Centro de Estudios de la Mujer. Caracas: UCV, enero-junio 2003, Vol. 8. No. 20: 57-85.

Para acompañar el desarrollo de la narrativa contemporánea de las escritoras venezolanas es indispensable no perder de vista las transformaciones sociales y políticas que se produjeron en Venezuela a partir de la instalación del sistema democrático en 1958. En cierta forma, lo que se debatía en el período anterior era la legitimidad de la mujer como escritora, tema probablemente más vacilante en el terreno de la novela que en el de la poesía. Cuando Teresa de la Parra titula paródicamente el primer capítulo de su primera novela como “Una carta muy larga donde las cosas se cuentan como en las novelas”, está implicando esta vacilación al afirmar y negar la condición del texto, que finalmente define como “diario”, es decir, papel privado al igual que la “carta”. Trina Larralde le hace decir a su protagonista de Guataro (1938) que “se declara incompetente” para escribir una novela. En lo sucesivo la presentación de la voz narradora o de la protagonista como escritora –o mujer que quiere serlo- es asombrosamente recurrente, por lo menos hasta principios de la década de los noventa, en lo que podríamos ver una necesidad de afirmar su autorepresentación. Esta narrativa muy centrada en la exposición de las vidas femeninas, que igualmente sigue hasta el fin de siglo aunque desde distintas perspectivas, trata en el fondo de apresar el tema de la identidad, de comprender cuál es la posición del sujeto femenino dentro de un orden que le ha atribuido una sola: la de organizar y cuidar el hogar. Al respecto de Tierra talada (1937) de Ada Pérez Guevara (1905-1998), afirma Márgara Russotto (1998):

El tema de la identidad femenina en construcción coloca la novela vacilando sobre el puente histórico de la transición: entre lo perdido y lo que falta por conquistar, es decir, en un período de cambios de la sociedad venezolana hacia una modernidad indefinida, utópica de posibilidades, y desde el punto de vista de una subjetividad femenina igualmente indefinida, en transición e insegura de sus legitimidades.

Estas vacilaciones son elementos muy visibles dentro de la novelística y cuentística de esta generación que, en su conjunto, representa la transición de la mujer ancestral a la mujer moderna. Pero en la década de los años sesenta la escena cambia radicalmente.

Si miramos hacia atrás, el diálogo con las generaciones de escritoras que aparecieron entre los años treinta y cincuenta, pareciera haberse trasladado hasta hacerse irreconocible. Una suerte de hiato separa las voces. Las mujeres han saltado de los dilemas de la conyugalidad y la sumisión; ahora están en la calle, en los bares, libres en su sexualidad, pero también experimentando una nueva forma de violencia. Viviendo, escribiendo, como diría Miyo Vestrini, “al filo de la medianoche”. Hay una voz trágica, un tanto patética, en estas primeras mujeres de la democracia. ¿Contra qué luchan? ¿De quién se quejan? ¿Qué afirman? Pareciera una guerra contra sí mismas en ciertos textos de autocompasión y autodenigración; contra la literatura, como si la misma escritura se maltratara, al intentar arrasar contra los signos del falso y lenguaje convencional; contra la historia, en una suerte de crónica del diario fracaso; contra la familia en la desmitificación de la casa y su protección. Los signos del sufrimiento femenino inundan los textos: el aborto, la anorexia, la bulimia, el suicidio, la violación. “Continuarás padeciendo tu libre albedrío”, dirá Irma Acosta (194?-199?). Una suerte de castigo por haber buscado la vida fuera de los límites ancestrales. A diferencia de las escritoras del período anterior, cuya relación literaria con los colegas varones quedaba resguardada en el espacio de ciertas convenciones, estas jóvenes sesentistas comparten los extremos de la bohemia, en el espíritu de los poetas franceses “malditos”, que después inspiró a un grupo denominado “La pandilla de Lautreamont”.

Pudiera hablarse de una generación perdida, o al menos de una generación que sufrió perdidas literarias. Mary Guerrero (1942- 198?) y Yolanda Capriles (1930-1972) mueren tempranamente; la última por su voluntad. Otras como

Mariela Arvelo (1946-), Mariela Alvarez (1948-), Marina Castro (1939-) y la citada Irma Acosta, abandonan la escritura, o al menos, las publicaciones que también se harán escasas en Matilde Daviú (1942-). Sin embargo, en sus breves obras, encontramos textos muy significativos, y a la vez subregistrados en los anales literarios. Como parte de ese subregistro, nos parece obvio lo escaso de los datos biográficos documentales acerca de la mayoría de ellas, de las cuales sus contemporáneos  parecen recordar apenas los nombres. De aquellos años, probablemente sea el ensayo “Rasgos (1960-1975) de la escritura femenina venezolana” de Lovera De Sola (1992: 229-264) el más completo intento de comprender y recoger esta escritura, en la cual incluye no sólo a narradoras y poetas sino también obras de testimonio, crítica literaria, ensayo, teatro, autobiografías y producción académica.

En el caso de Miyo Vestrini, poeta emblemática de esta generación, conocemos abundantes datos biográficos a través de su libro  Salvador Garmendia pasillo por medio (1994). Curiosamente se trata de una entrevista al escritor e íntimo amigo, pero, en espejo, es también un relato autobiográfico. Probablemente el primer texto manifiestamente autobiográfico de una escritora venezolana que rompe con los relatos idealizados de infancia que podemos encontrar, por ejemplo, en La casa del viento (1965) de Gloria Stolk. Aquí la escritora desnuda su infancia y adolescencia, dentro del espíritu irreverente que marca su obra. El género autobiográfico en Venezuela ha sido poco frecuentado, y menos como exposición de lo íntimo, por ello, este texto de Vestrini adquiere un carácter inaugural, aun cuando no logra evadir la estrategia de camuflaje de escribirse a sí misma detrás de una tan importante figura literaria.

Irma Acosta pertenece a lo que ella misma llama el “ciclo de dolor”. Sus dos libros de relatos, ya en los títulos – ¿Qué carajo hago yo aquí? (1974) y Mientras hago el amor (1977)- indican una propuesta antiliteraria. Se trata, sobre todo el primero, de un libro escrito en un discurso salvaje, con absoluto desprecio formal, cuyo propósito pareciera ser el trazado de una suerte de autobiografía, o al menos, explícitamente la autora declara que escribirá “en primera persona”, asumiendo que tal acto sea criticado. Claramente intenta transgredir la literatura formal, rebajar la dignidad del lenguaje, que, en ocasiones se hace escatológico, introduciendo temas sin duda poco transitados hasta el momento, como son los encuentros sexuales anónimos, la furia contra el acto sexual al servicio del hombre, el aborto, la bulimia, el suicidio, la locura, y el tratamiento psiquiátrico. Acosta introdujo esta temática del diálogo de la  mujer y su psiquiatra,  que con diferentes matices ha sido recurrentemente abordado tanto por narradoras como poetas. Podemos recordar aquí el cuento “Don Carlos tiene una querida” (1943) de Dinorah Ramos (1920-¿), cuya protagonista lleva el mismo nombre que el seudónimo de la autora (Elba Arráiz), subrayando así el espejo identitario con el doble cuya libertad existencial era tildada de “locura”. Acosta, al conferir esta identidad de enferma a la narradora, entra directamente en uno de los tópicos de la escritura de mujeres, cual es la locura y enfermedad como salida del imposible conflicto (Gilbert y Gubar, 1984).

El orden familiar, fuertemente conmovido en la mentalidad de la década, se introduce en los textos de Acosta como otro elemento de violencia, a la que responde un odio homicida contra el padre. En la imposibilidad de la relación amorosa, el hombre deviene, en su segundo libro, en un objeto sexual para el placer de la mujer que, de ese modo, se libera de la violencia de la que se sentía víctima. Dentro de la escasa recepción bibliográfica de Acosta, merece la pena citar un articulo de prensa en el que Tecla Tofano (1927-1995) relaciona ¿Qué carajo hago yo aquí? con el suyo, Yo misma me presento (1974).  Tofano considera este libro de Acosta como  “la abertura de un  camino hacia una nueva literatura”, en tanto, “el interés del libro es que Irma Acosta busca situarse desde ella misma y por sí”. La necesidad de justificar el libro, anteponiendo que se trata de un texto “personal, subjetivo, y por tanto, parcializado”, permite suponer que tales rasgos podían ser considerados “antiliterarios” por la critica del momento.

Mary Guerrero y Yolanda Capriles prefiguran nuevas sensibilidades. Ambas autoras, en tanto se distancian de la narrativa político-social que configuraba en ese momento casi una corriente “oficial”, son las que vemos más vinculadas al contexto contemporáneo. Guerrero, en El espejo negro (1969), dentro de una temática marcusiana de la critica del mundo inhumano, la opresión de los objetos, la mecanización tecnológica, hace resistencia ante la cosificación y alienación surgidas en el poderío creciente de los medios de comunicación de masas en la era postindustrial. Crea una suerte de literatura fantástica de resonancias cortazianas, que se adentra en la búsqueda de espacios insospechados de la realidad. Un lenguaje poético que apunta al mundo interior, la precariedad, tristeza y soledad en la des-humanidad de los vínculos urbanos y la aparición de la violencia en el ciudadano aparentemente racional. Un Yo solo y solitario que radicalmente escribe su destrucción dentro del orden familiar; recordándonos los textos de Acosta, pero, sin duda, con un oficio de escritura mas logrado, abre excavaciones del Yo a través de la incomunicación de unos personajes irremisibles. Yolanda Capriles en El arquero dormido (1972) se adelanta a tópicos que veremos aparecer hacia fines de los años noventa: los desplazamientos, las disolvencias de la identidad, el extrañamiento de lo nacional. El efecto de sus largas estadías fuera del país sitúa su escritura en un cierto espacio de exilio y cosmopolitismo que la alejan de los registros locales de sus contemporáneas, y a la luz del tiempo, la asimilan mas bien a la estética de fin de siglo. Personajes perdidos, sin rasgos demasiado conformados, que viven en ambientes europeos y en su ajenidad (“Esta no es su ciudad, estas no son sus calles”) reproducen atmósferas de resonancia onírica,  aspirando a encuentros y a la exposición de una intimidad que, sin embargo, queda preservada del lector. La pequeña muestra que nos queda de Capriles habla de una escritura inquietante que se entremete en los pliegues de lo psicológico y lo fantástico.

Así como en las narradoras de las generaciones anteriores observábamos una escritura encerrada en la cual el diálogo exterior era muy precario, y se veía impactada por la claustrofobia de atmósferas domésticas, encontramos ahora un cierto extravío de subjetividades que han roto cauces convenidos sin hallar otras vías. Su  expresión intenta abrirse paso dentro de la violencia que no es tanto política como producto del choque con una vertiginosa realidad urbana y una indefinición en cuanto a su relación con el otro masculino que, como padre o como objeto sexual, se presenta también descubierto de las convenciones dejadas atrás.

Cerca de estos personajes incomunicados, representados por una protagonista que pareciera no encontrar un centro discursivo ni existencial, vemos la primera novela de Ana Rosa Angarita (1936-) Hormigón de concreto, ganadora en 1982 del I Premio de novela Gloria Stolk; concurso que, por cierto, no tuvo sino esta primera convocatoria. Lovera De Sola, en su momento, describió a la protagonista como “acorralada, desconcertada, en medio de una crisis […] atrapada, no encuentra un sendero propio a través del cual vislumbre una vía para su realización”. Esta problemática fue muy propia de una generación de mujeres que se vio autorizada a nuevas autonomías sin otras referencias que los libros, la música y los ecos del Mayo francés; sin embargo, la publicación de la novela de Angarita en 1983, la descontextualizaba del momento literario que ya había encontrado otros rumbos. Su siguiente producción El llanto americano o crónica de Los Nosotros (1988) fue calificada por el crítico Lubio Cardozo como “un extraordinario poema narrativo sobre esa melancolía llamada (o mal llamada) América” [1].

A partir de Victoria de Stefano (1940-) y Antonieta Madrid (1939-) se inaugura una visión en la cual la mujer, como escritora y personaje de novelas, es protagonista de un mundo abierto que no se limita al espacio de la intimidad o al culto de la historia naciona. Ambas publican sus primeros libros al inicio de la década de los años setenta y reinsertan la novela con una sensibilidad contemporánea, marcando una distancia definida con las autoras de la generación anterior (Juana de Avila, Narcisa Bruzual, entre otras), que, aun cuando tienen novelas cronológicamente simultáneas, muestran, al decir de Miguel Gomes (2000) una estética arcaizante.

Los primeros libros de Madrid están marcados tanto por los acontecimientos políticos como por la contracultura sesentista.  Reliquias de trapo (1972)  y No hay tiempo para rosas rojas (1983) han sido libros clasificados en el ciclo de la narrativa de la violencia, pero introducen una variante significativa en tanto atienden a los aspectos “menores”; es decir, a las modalidades y nuevos códigos que se instauraron en las relaciones afectivas y sexuales entre hombres y mujeres. Antonieta Madrid es, probablemente, la mejor exponente de estas transformaciones en la medida en que las vincula al aparato contracultural,  y de ese modo, articula el espacio y tiempo local con el espíritu de la época en un sentido más amplio. Su narrativa viene a dar consistencia a esa nueva representación del Yo femenino al inscribir a sus personajes dentro de nuevas coordenadas y problemáticas, irresueltas pero al menos con la proyección de otras identidades y relaciones.

Desde sus primeros libros se observa la conciencia de la fragmentación del individuo y una aproximación a la vida urbana en Caracas o en otras ciudades. Una comprensión de la fragilidad de las identidades y de lo efímero de los vínculos. Su propuesta formal ha sido, sostenidamente, una búsqueda. Lo que en Reliquias de trapo se inicia como escritura desencadenada, atenta más al texto que a la anécdota, ha formalizado un estilo muy propio, cuya máxima expresión es Ojo de pez (1990). En esta novela, se rompe la historia, presentándose desarticulada en un rompecabezas que contiene, a la vez, una teoría de la novela, y una serie de pequeñas historias que pueden ser leídas desde distintos puntos de vista, ya que la hegemonía narrativa queda totalmente anulada. Esta experimentación en el texto que Madrid inició con un cierto eco del fluir de la conciencia y la intertextualizacion, evoluciona en su escritura a una franca ruptura con la narrativa consecuente, y la expone como una voz muy propia dentro de las tendencias de la escritura posmodernista.

En Ojo de pez, la historia de la protagonista y su genealogía femenina,  puede leerse como una propuesta feminista muy particular. Lejos de cualquier denuncia explícita, el estallido de las formas y de la sintaxis, introduce la proposición de una recreación de la mujer que no se expresa tanto en el contenido como en la ruptura formal. Es una escritura que “se revierte, se invierte, se trastoca”, y en esos movimientos se produce también una liberación de la identidad prefijada del sujeto que la produce.

Victoria de Stefano publica en 1974 su primera novela -firmada Victoria Duno- El desolvido. En ella se recogen críticamente las recientes circunstancias políticas signadas por la actuación de las guerrillas de orientación marxista, dentro del estilo de las frecuentes crónicas y testimonios que estos hechos suscitaron, pero, sin duda, sus libros sucesivos demuestran que no era ése el género en el cual de Stefano quería transitar y fueron revelando y asentando a una novelista en busca de otros espacios literarios más cercanos a la reflexión filosófica, a la indagación de la biografía intelectual, al texto de múltiples referencias de lecturas que tamizan las vivencias y la memoria.

En El lugar del escritor (1992) propone el relato de cuarenta y ocho horas en la vida de una escritora. Compuesto en forma de monólogo, la narración sigue el flujo de la conciencia, atenta al inmediato presente, con saltos ocasionales al pasado, evocado en imágenes que para nada producen una continuidad del personaje-narrador. Es una suerte de diario de escritor, un testimonio acerca de la ética de la escritura, una crónica de la lucha permanente por resguardar el espacio y el tiempo necesarios para el oficio. El texto puede leerse como el intento de llevar la consigna de Virginia Woolf a su más extrema expresión. No es solamente tener “un cuarto propio” sino ser ese cuarto, evitar todo lo que no sea ese cuarto, confinarse a ese espacio como reducto en donde la escritura no sea molestada ni interrumpida por ninguna otra circunstancia o persona. “Mi cuarto es la proyección de todo mi ser y mis seres múltiples…Mi cuarto y mi ser son la misma cosa […] Una vida mía, muy mía, un lugar, una ventana”.

La lucha por llegar a obtener esta vida propia es el tema central del monólogo, y aunque transcurran en él algunas pequeñas anécdotas pasadas o presentes, toda la existencia pareciera ser un paréntesis, una detención impuesta para lo que resulta esencial: escribir. Todo vínculo es amenazante para la tarea del escritor, en la medida en que le roba tiempo para consagrarse a su trabajo: “Los escritores no deberían casarse, ni tener hijos, ni hacer amigos: nada que llevar a cuestas”. Es ella, la mujer escritora, quien ha dilapidado sus oportunidades al entregarse a otras tentaciones de la vida, y esa adjudicación de responsabilidad constituye un manifiesto radical acerca de las relaciones entre la mujer y la escritura. Hay en Victoria de Stefano un cierto espíritu woolfiano no sólo por las alusiones al cuarto propio sino en la elusión de cualquier caracterización de la feminidad escritural; sus novelas transcurren en la androginia literaria que preconizaba Virginia Woolf para universalizar la escritura de las mujeres, lo que las hace muy distintas a las que veremos en otras narradoras.

Historias de la marcha a pie (1997) es una novela-memoir-ensayo-relatoejercicio de prosa. Victoria de Stefano une en este libro la experiencia de vida, el conocimiento  literario, la erudición, la reflexión filosófica. La autora escoge a sus personajes, atraídos por algún recuerdo banal, excéntricos, estrafalarios, perdidos en sus borrosas identidades, y al interlocutor fundamental, un hombre en el umbral de su muerte, con quien establece una suerte de diálogo que sirve de pretexto a la narración. Pero el tema fundamental es el propio lenguaje, la misma aventura de la frase, la impecabilidad de un tratamiento formal que encuentra un sentido rítmico de la lírica clásica, la concisión de la palabra certera que queda reverberando, la iluminación de una vivencia.

Curiosamente de Stefano, a lo largo de su escritura, cierra un ciclo de lo que podríamos llamar el perfil de la mujer sesentista. Se inicia relatando la participación en la lucha guerrillera –como manifestación de la acción política de la mujer en su opción más radical- y progresivamente se dirige al interior, retornando al “cuarto propio”, a la recuperación de la memoria intelectual para obtener así la libertad del deseo, en este caso, el deseo de escribir.

Los años setenta fueron calificados en lo literario como la “década miserable” (Santaella, 1991), del “relato imposible” (Jaffé, 1991) o de “un país que se negaba a sí mismo” (Barrera Linares, 1991). No parecieran, sin embargo, ninguna de estas categorizaciones dar cuenta de las autoras que hemos comentado, pero ciertamente se impuso en aquel momento una corriente literaria, especialmente en la narrativa, más centrada en el lenguaje que en el relato, más por “el placer del texto” que para el placer del lector. El cuento “Evictos, invictos, convictos” (1992) con el que Lourdes Sifontes (1961-) ganó a los 20 años el Concurso de Cuentos del diario El Nacional de 1982, suscitó una polémica en torno al veredicto, precisamente por su naturaleza hermética. Si bien Sifontes, en su posterior novela Los nuevos exilios (1991) retorna a recursos formales más narrativos y anecdóticos, esta su primera aparición fue, sin duda, una proposición literaria que seguía los riesgos de Oswaldo Trejo, su máximo exponente y mentor de muchos jóvenes escritores.

En El trueno fue una de mis tumbas (1979), Mariela Arvelo persigue la búsqueda de ese “país del olvido” que caracterizó la obra de Alfredo Armas Alfonzo; el intento de traer a la carne los fantasmas que habitan la memoria de los pueblos venezolanos, las historias familiares, la recreación de la metafísica rural, vinculada al desplazamiento violento de la provincia a la capital que vivió el país durante los años cuarenta y cincuenta, y que tuvo su expresión literaria en una suerte de “nostalgia del terruño” presente en muchos textos poéticos y narrativos. Con cierto apego a las formas del experimentalismo y eludiendo la narración objetiva, Arvelo, en un claro intento de relatar el mundo rural separada de la tradición galleguiana, aspira a una prosa poética que se desprende de la anécdota y del pintoresquismo, pero que, al mismo tiempo, proyecta una mirada de recuperación que veremos asentarse desde otras claves en la novelística de los años ochenta y noventa, en la que destaca Laura Antillano (1950-).

Antillano fue una autora precoz que publicó su primer libro a los 18 años.  También muy joven, en 1977, fue la primera mujer en ganar el premio de cuentos del diario El Nacional con “La luna no es pan de horno” (1992). La bella época (1968), su primera publicación, es un texto juvenil inserto en un contexto literario que no estaba acostumbrado a proposiciones narrativas extrañas a lo político y social. Retrospectivamente podríamos decir que la recepción de Antillano fue ambigua. Por un lado, se celebraba la aparición de una nueva autora, se la incluyó en antologías y referencias, pero, por otro, los calificativos de “anecdótica e íntima” deslizaban una sutil crítica a lo que se consideraba fuera de la literatura “mayor”.

“La luna no es pan de horno” es un relato inaugural en la narrativa venezolana. Se trata de un monólogo construido como una larga carta dirigida a una interlocutora ausente: la madre recién fallecida. En estos términos, el gesto de Antillano contrariaba la temática y estilo de la cuentística del momento, una literatura entre lo imaginativo, lo fantástico o lo decididamente experimental. Pero, más allá de esto, la autora daba el paso de extraer de una dolorosa vivencia personal materia de escritura, lo que también desafiaba un cierto pudor de la narrativa venezolana. Esto pudo quizá condicionar una cierta lectura inclinada a ver el texto como un ejercicio catártico sin atender a la original propuesta que era la localización de la sentimentalidad como tema literario, asunto que coincidirá, años más tarde, con los presupuestos del grupo poético Tráfico. El diálogo con la madre muerta, por otra parte, se distancia rotundamente de uno de los mitos familiares más sustentados. Se trata aquí de encarar la ambivalencia de la relación madre-hija, lugar sacrosanto que no había sido hollado. La relación con el cadáver materno, es, como dirá Kristeva (1987), sustantivo a la construcción de la identidad femenina.

Desde el punto de vista de lo que será el proyecto novelístico de Antillano, este cuento primordial contiene las claves esenciales: la dialéctica de las generaciones femeninas, la construcción del sujeto femenino a la luz de una historia contextualizada en el país, la recuperación –o mejor dicho- la imaginarización de una cierta historia de la mujer venezolana que encuentra su ampliación en las novelas Perfume de Gardenia (1982) y Solitaria solidaria (1990). Con respecto a la primera de ellas, es necesario subrayar que Antillano inauguró en nuestra narrativa recursos formales considerados como propios de la escritura de mujeres y extendidos en la novelística del subcontinente: la utilización de los géneros subalternos, tales como las canciones, las películas, los diarios, los recortes de prensa; los motivos de una cierta “cultura femenina popular” que, hasta ese momento, no habían sido representados literariamente, y que abundarán en los textos de las escritoras de los años ochenta y noventa. Los recursos de la imagen, que ya habían sido utilizados en Perfume de Gardenia, como las fotografías o fotogramas, encuentran también su expresión en uno de sus libros de ficción breve, Cuentos de película (1985). En esta colección se producen desplazamientos de lo literario a lo cinematográfico y viceversa, que representan un aporte fundamental de esta autora.

Dentro de su cuentística posterior, muy característico de Antillano es la escritura abierta en la que cruza con frecuencia el erotismo. Una nueva forma de erotismo en tanto el sujeto femenino se desprende del “ciclo de dolor” sesentista, para situarse como protagonista de historias en las que el hombre es apropiado como objeto erótico. Esta apropiación, a veces gozosa, otras nostálgica, resulta también lejana de las exposiciones desnudas que veremos posteriormente. Se trata de una escritura más sugerente que expositiva, retomada por Silda Cordoliani (1953-) y Lidia Rebrij (1948-)  en algunos de sus relatos. La obra de Laura Antillano supone un nuevo conjunto articulado de proposiciones del que serán tributarias las narradoras posteriores.

En la década de los años ochenta, por el lado de la novela se produce una recuperación del tema histórico que había sido tratado en las mencionadas novelistas de los años cincuenta pero ahora desde una perspectiva muy diferente: es la historia vista desde la perspectiva de la desacralización de los héroes, un retorno a la narración de la vida con el sentimiento de quien parte de un lugar escamoteado, de quien quiere hacer valer el lugar de la carencia para desde allí reescribir lo pretendidamente ya sabido. Un desmontaje de la historia que se ha vaciado por los costados, para parodizarla, pero, también, para releerla desde otros paradigmas y recuperarla desde otras claves. Como señala Beatriz González Stephan (1999: 116) en relación a Laura Antillano, Milagros Mata Gil (1951-) y Ana Teresa Torres (1945-):

Voces de resistencia sobrevivientes en las fisuras de una historia oficial tan invalidada como el poder institucional que la sostiene. Son las voces que, desde posiciones subalternas, erigen con su trabajo una posibilidad vertebradora de los fragmentos residuales de una cultura atomizada (…) corpus narrativo, que, independientemente de las diversas estrategias usadas para representar a la mujer como los nudos de tradiciones personales y colectivas, encara, de manera casi orquestada una re-escritura de la historia, pero desde ángulos que comprometen la recuperación no sólo de las tradiciones desdeñadas, de sujetos silenciados (femeninos sobre todo), sino también de las texturas culturales que yacen por debajo de las historias oficiales.

Conocida por sus columnas de prensa, Alicia Freilich (1939-) publica su primera novela, Clapper, en 1987. Centrada en la temática de la emigración judía de posguerra, la novela de Freilich es probablemente la primera en este terreno, por lo demás escasamente transitado entre nosotros, de la emigración. La narración alterna la biografía del padre, y su periplo hasta llegar al país, con la autobiografía de la hija que narra la inmersión de la segunda generación en un lugar propio pero ajeno. Freilich no se adentra en el tema desde una perspectiva paródica o nostálgica. Se propone más bien recuperar una historia y relatarla concienzudamente reivindicando que “su” historia aunque no sea igual a la de la mayoría, es, sin embargo, parte del país. Una cierta afirmación al derecho a la extranjeridad, a hablar desde una voz que reconoce referencias culturales alternas. Esta novela abrió una puerta para salir de un discurso identitario nacionalista, e incluso regionalista, que pareciera haber teñido gran parte de la novelística venezolana.

En esta década, paralelamente a la cuentística que ya describimos, la tendencia que marca la novela de Freilich, y la de Antillano, en términos de recuperación del pasado, se hará más visible. Pudiéramos pensar que se trata de una mirada inevitable, en sincronía con el país que ve amenazado su futuro, y a la vez, es también un género que ha sido reapropiado por las escritoras latinoamericanas con bastante intensidad. Luz Marina Rivas  ha estudiado ampliamente a una tríada de novelistas –Antillano, Mata Gil y Torres- algunas de cuyas obras califica de intra-históricas por “el privilegio de las subalternidades y de la historia cotidiana, por la utilización de estructuras fragmentarias, frecuentemente polifónicas, por la apropiación de discursos íntimos y de formas narrativas populares, alternos al discurso historiográfico y por la reflexión metahistórica” (2000: 264).

Milagros Mata Gil publicó su primer libro de cuentos, Estación y otros relatos en 1986, seguidos de las novelas, La casa en llamas (1987), Memorias de una antigua  primavera (1989), y mata el caracol (1992), ganando en 1995 el premio de novela de la III Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (Mérida) con El diario íntimo de Francisca Malabar. Su obra es muy extensa y abarca también el ensayo literario, la investigación, el periodismo cultural y la crítica, pero lo que interesa destacar aquí es que su novelística se ha apoyado en un proyecto sostenido en la recuperación literaria de la región de los Llanos orientales y Guayana, siendo una de los pocos novelistas que ha abordado un tema tan cercano, y a la vez, lejano, como es el país petrolero. Mata Gil escribe desde un discurso radical, tanto cuando aborda los temas sociales, las instituciones culturales, el abandono del ciudadano en la democracia, y muy particularmente, un tema paradójicamente poco tratado por las escritoras venezolanas: las dificultades para dedicarse a su obra. Es, probablemente, la voz que con mayor conciencia insiste en las luchas contra el entorno doméstico y las dificultades económicas para desprenderse de las lealtades debidas.

Memorias de una antigua primavera es una novela emblemática de la década ochentista pero también del país. Su argumento relata el auge y decadencia de un pueblo petrolero. La narración, de estructura polifónica, en la que, literalmente, “la gente” habla, utiliza múltiples recursos formales: cartas, fotografías, coros, discursos públicos, monólogos. Por medio de constantes intertextos y rupturas de las narraciones discursivas, Mata Gil convoca a “un pueblo” a decir lo que ha sido su esperanza y su fracaso, de todo lo cual la metáfora petrolera no puede ser más significativa. La acción transcurre desde 1933 –año de la hipotética fundación de Santa María del Mar- hasta 1983 en que se celebra la gran fiesta en conmemoración de su cincuentenario. Esta celebración que es una representación burlesca porque precisamente está conmemorando la fecha emblemática en que se produjo la primera devaluación de la moneda que termina el sueño de la “Gran Venezuela”, permite una retrospectiva en la cual los personajes establecen su fracaso y su decepción. A partir de allí desfilan carnavalescamente los representantes del poder político, intelectual, económico y sindical, mientras las voces populares reclaman la desatención de sus derechos y necesidades. Si bien la denuncia del cinismo del poder sería la temática más visible, una segunda voz  intenta salvar lo perdido a través del lenguaje. “Quieres construir una ciudad sobre las ruinas y te das cuenta que sólo tienes palabras y recuerdos”. Esta insistencia en la capacidad restaurativa de la palabra, es una firme característica de Mata Gil.

En mata el caracol el centro del relato es la historia familiar. La figura de la madre es sumamente borrosa, casi inexistente, y todos los afectos y luchas están centrados en torno al padre, que en el tiempo presente es un anciano demente que finalmente muere. Aun en su condición de anciano enfermo continúa dominando a Betty, sobrina que lo cuida pues todos los demás miembros de la familia se han dispersado. A diferencia de Solitaria solidaria de Laura Antillano en la que el padre se constituye en un elemento que otorga libertad a la hija, en la novela de Mata Gil es el amo, el dueño, el que somete a la mujer y a los hijos a sus deseos. Es necesario leer en esta construcción de la figura paterna -que, por cierto, es generalmente nombrada por el apellido o por el calificativo más impersonal aún de “don” – un análisis de la patriarcalidad a partir de las implicaciones psicológicas que genera en las mujeres de la familia.  El padre como poseedor y dador de la identidad, al desaparecer, produce en su ausencia un acto fundante en la narradora. “Causar su propia estirpe y alejarse de la decadencia”. Su muerte le permite nacer a ella misma, como si, para la mujer, la autoapropiación requiriese de un acto de violencia. En un examen reivindicativo del pasado, la protagonista se produce a sí misma en su reinterpretación y autoapropiación, y abandona las raíces familiares en busca de un final eufórico, como es ser escritora de guiones en Los Angeles.

El recurso de la máscara es muy significativo en Mata Gil; en mata el caracol, varios capítulos son titulados como “El Arte de Enmascararse”, y en El diario íntimo de Francisca Malabar adquiere un lugar fundamental. Dice la narradora:

Es lo de siempre: la incerteza del Yo, la búsqueda del Otro. El enmascaramiento para acercarse a la hoguera sin ver develadas las identidades secretas. Debajo de la máscara, ¿hay otra máscara?

Un ángel es aparentemente quien dicta este relato y obliga a la escritora a escribir, pero es obviamente una de las máscaras asumidas por el Yo autobiográfico, un elemento otro que permite organizar el relato, y en cierta forma, justificarlo. Las máscaras son desarrolladas en la narración a partir de imágenes identificatorias que se suceden y se generan unas a otras, alternando los géneros. En el ángulo femenino se suscitan imágenes entrevistas a través de sueños o recuerdos o simples visiones, como son las de una periodista, una guerrillera centroamericana, una escritora errante, una dama sospechada en una librería por unos instantes, o unas mendigas que encuentra ocasionalmente en la calle. Los acontecimientos ocurren también en Santa María, nombre ficticio del pueblo petrolero de Memorias de una antigua primavera, pero más relevante aún es la continuidad de los personajes. Así como en la novela anterior asistimos a la degradación y destrucción psíquica del anciano Mata, aquí es Francisca la que desarrolla un delirio paranoide. En la anterior, la vida del personaje masculino es recogida por una mujer que se lamenta de su destino. En ésta, es un periodista quien quiere recuperar la vida de la mujer protagonista del relato.

Sin embargo, este Yo autobiográfico tiene género, es un sujeto femenino el que habla,  y ésta es una condición fundamental del relato, pues esa autorepresentación recoge los sufrimientos colectivos y recorre una cierta autobiografía de la mujer escritora. No  hay destino de éxito, sino la lucha por llegar a ser una escritora; más aún, un sujeto independiente, autónomo, auto definido. Es, quizá, el castigo a su exilio, a su desterritorialización, a su deseo de ser ella sola, por sí sola, como subversión del destino femenino, la que es castigada con la muerte.

Frívolas y banales, las máscaras femeninas surgen también en los primeros libros de las narradoras que inician sus publicaciones en este período. Vivian Gornick (1997:153-165) al referirse a la desaparición de la “novela de amor” comenta que toda la narrativa amorosa que ocupó ciento cincuenta años de literatura occidental, con sus tormentosas y apasionantes leyendas, toda la educación sentimental de la mujer hacia el encuentro del amor eterno, del sufrimiento y goce en la heroicidad erótica, ha llegado a su fin.  “Hoy el amor como metáfora es una acto de nostalgia, no de descubrimiento”. La ironía reflexiva, heredera de la lírica intelectual de los setenta, la parodia, incluso el sarcasmo, comienzan a inundar los textos que continúan, inevitablemente, escribiendo acerca de las relaciones  de la mujer con el otro masculino.

Iliana Gómez Berbesí (1951-) marca la transición entre el grito herido de la narrativa setentista hacia esta presentación del tema desde el escepticismo y la decepción. En sus primeros relatos, Confidencias del cartabón (1981) y Secuencias de un hilo perdido (1982)  introduce el espacio íntimo de la mujer dentro de la recuperación autobiográfica menor pero para ridiculizarlo, banalizarlo, mostrar la inutilidad de todo gesto en la soledad de quien no tiene escucha. Introduce también la vinculación alienada entre la mujer y los productos de consumo masivo como los cosméticos y electrodomésticos. Más allá del pesimismo, de un cierto resentimiento que la emparenta con la década anterior, se abre aquí un nuevo tono y una mirada diferente. Una distante ironía protectiva contra todo asomo de sentimentalidad. Un recurso muy propio de Gómez Berbesí es lo que Reisz (1996: 82) califica de “modestia femenina”. Fácilmente lo vemos ya desde los títulos contenidos en Extraños viandantes (1990), como serían “Si hubiera tenido un Moulinex, Madame Bovary se habría salvado”, “La vida de Fulanita en diez minutos” o “El periódico no trae nada, apenas un suicidio”, que subrayan esta caracterización de la feminidad a través de la banalización de su sufrimiento, utilizada como recurso de subversión. Comenta Reisz:

La sutil maniobra subversiva consiste en aceptar el ámbito de lo caserosin-importancia como el medio “natural” y “adecuado” para el desenvolvimiento de la mujer y, al mismo tiempo, remodelar y ensanchar ese espacio hasta el límite de lo reconocible o desfamiliarizarlo hasta volverlo inquietante.

Es Stefania Mosca (1957-) quien representa la radicalización de los signos ochentistas tanto en sus colecciones de relatos como en sus novelas y ensayos. Su escritura podría caracterizarse por la construcción de máscaras y desplazamientos de contextos referenciales que permean sus ficciones y otros textos. Inicia la narrativa de ficción con  Seres cotidianos (1990), y Banales (1993), compuestos por narraciones breves, a veces brevísimas, en las cuales el impulso desmitificador del que hablaba Reisz se extrema. Con frecuencia la deconstrucción del imaginario masculino termina por convertirse en sátira misógina, como serían los relatos “La mujer perversa” o “Club Mediterranée” de Banales. También las obsesiones por la belleza física son burladas, y castigadas, en “La chica cosmo”, parodia de los consejos femeninos de la revista Cosmopolitan (“La chica cosmo sabe exactamente lo que quiere su hombre”) o en la burla final del relato “Gimnasio” en Seres cotidianos, en el cual la identidad de género de la protagonista queda en juego, al descubrirle al lector que se trata de un trasvesti.

Tanto en estos dos conjuntos, como en su primera novela La última cena (1991), los personajes responden a figuras humanizadas; incluso en la novela podrían verse atisbos de una recuperación nostálgica de la infancia, y de los avatares de la emigración que trajo a sus padres de Italia. Sin embargo, su mirada está siempre atenta a trazar la historia familiar desde la mordacidad, para expresar el desencanto y el fracaso. Es, en cierto modo, el anti relato de la emigración. Seres que vinieron en busca del bienestar, durante la época de la dictadura perezjimenista, cuyas promesas de progreso, desarrollo y modernidad tuvieron su expresión más directa en los cambios urbanísticos, pero cuyos destinos permanecen inconclusos. Las constantes mudanzas de la familia emigrante parecieran representar esta movilidad que finalmente se estanca y  metaforiza su derrumbe en el terremoto de Caracas en 1967, día en que sucede el relato.

En su ultima novela, Mi pequeño mundo (1996)- que forma parte de una trilogía para el momento inédita-  lleva al extremo la deshumanización y podría calificarse, como sugiere Reisz, de “parodia violenta”. A lo largo de un relato pseudo fantástico, los personajes viven en un inmediato presente, sin que las anécdotas o circunstancias que los encadenan, tengan alguna coherencia o verosimilitud. Podemos, sin embargo, reconocer los signos del país al que pertenecen a través del tono de mordaz crítica contra aquellos que simbolizan el poder económico y político. En general, todos los personajes recuerdan a los comics, e incluso algunos llevan sus nombres, como Lotario. En los iniciales trabajos de Mosca veíamos un Yo femenino en busca de una explicación a su identidad, o que intentaba autorepresentarse desde un discurso propio. Pero progresivamente, la mujer -, y en esta novela con mayor claridad-, aparece representada grotescamente por los estereotipos del imaginario masculino. Sheila es un objeto voyerístico en función de los deseos del gangster, tal como la hemos visto en los films de género. Margarita es la caricatura de la mujer cuyo objetivo es hacer negocios o perseguir fines políticos inconfesables, tal como aparece en las telenovelas venezolanas.

Esta utilización carnavelesca de subgéneros cinematográficos, así como la temática de la marginalidad urbana, comienzan a introducir un tema muy propio de los años noventa como es la literatura del deterioro, ya anunciada en los relatos de Banales, en los que la ciudad oliendo a basura, y el mal trato de cualquier ilusión, se hacen dolorosamente evidentes.

La reapropiación irónica de los géneros menores es otro de los rasgos caracterizados por Reisz como típico de la década, y es también utilizado por Bárbara Piano (1954-), quien publicó en 1987 su primer libro de relatos, El país de la primera vez. En su novela El gusto del olvido (1994), bajo la representación poco convincente de una joven escritora que produce relatos de amores pasionales y tramas policiales en ambientes exóticos (“Vaivenes de la noche tropical”, “Romance en Marruecos”), se desarrolla la existencia cotidiana de una mujer que recorre la ciudad, hasta ser interceptada por un encuentro sexual que deliberadamente se presenta como un affaire poco interesante, sin ninguna pasión, y cuyos protagonistas parecen saber desde el principio que nada los une ni los unirá. Paralelamente, la escritora asume el relato de la emigración familiar a través de falsas cartas que algún día un abuelo pudo o no haber escrito, de modo que el recuento forma parte de una narración también paródica de lo que sería la “peculiar clase media de los emigrantes italianos”.

Los cuentos de Lidia Rebrij (1948-) se enmarcan en variados registros que contrastan con las atmósferas generalmente urbanas, o relatos estructurados como monólogos, de la mayoría de las cuentistas citadas. A veces también Rebrij escribe en lo urbano localizado y acerca de anécdotas minimalistas, pero, sin duda, destaca su gusto por ambientes decorados, lejanos y lujosos, históricos o exóticos, con cierta estética kitsch. Este registro introduce una variabilidad y riqueza en los textos, dentro de los cuales circulan personajes vistos en su dimensión psicológica. Hay en su escritura una interesante mezcla de apego a formas tradicionales de narración, con gran aprecio por la formalidad del lenguaje. Diríamos que es una autora que rinde tributo al erotismo en sus distintos registros y consecuencias, y así aparecen temas relacionados con el aborto, la homosexualidad masculina y femenina, el incesto, el deseo de la mujer madura por el joven, pero también la violencia y maltrato en las relaciones conyugales, hasta el homicidio, el cinismo, el desapego en el amor, la venganza. Es también una cuentística de claroscuro, un cierto barroquismo del contraste y de las luces que la lleva a imaginar escenas de gran belleza y suntuosidad para relatar amores pasionales  o la anormalidad de los seres, como la “Romanza de la ilusión aventurera”, situada en un circo del siglo XVII, y cuya protagonista es una mujer barbuda (1993). Rebrij muestra una voz muy propia, que si bien recibe los ecos del contexto, defiende su propio universo narrativo, cercano a la música, la historia, el arte.

Cuando hemos venido señalando los rasgos ochentistas,  nos hemos querido referir a una cierta estética, o propuesta de escritura que no necesariamente se limita a la década. Primero, porque no se produce una diferencia tan tajante en un período tan corto de tiempo, pero, las más de las veces porque el ritmo de las publicaciones no es en Venezuela demasiado confiable en cuanto al momento en que la obra fue escrita, y también porque, en la mayoría de los casos, las autoras prolongan en sus textos publicados durante los años noventa, los signos de sus propuestas iniciales.  

Al inicio de la década de los años noventa conocemos nuevos nombres, entre los que se encuentran Nuni Sarmiento (1956-) y Dina Piera di Donato (1957-); dos autoras que hasta el momento han publicado cada una solamente dos cortos libros de narrativa breve, pero llaman la atención por la originalidad de sus voces y temáticas.

En el caso de Sarmiento podríamos hablar de una literatura altamente intelectualizada, en tanto se apropia paródicamente, y con notable humor, de un discurso psicológico-filosófico a través de una narrativa, que, a su vez, parodiza el cuento. Sarmiento está más encaminada a la deconstrucción de los códigos familiares. Sus interpretaciones de la infancia en Señoras (1991) recuerdan, aunque en un registro en el que lo siniestro es rebajado por el humor, a ciertos textos de Clarice Lispector. Muy interesante es que esta narradora recoge la mencionada temática de la díada terapéutica entre la mujer y su psiquiatra, para retomarla desde la subversión de la relación, de modo que aquí es el analista quien queda dominado por la analizada. Por otro lado, es la primera escritora que aborda la reconstrucción del género desde la abolición de características masculinas y femeninas de la voz narradora, recurso que también puede entreverse en Gisela Kozak (1963-). En La maldad del azar (1991) las categorías esencialistas de la sexualidad binaria se ven borradas por un discurso genéricamente ambiguo que escapa a cualquier identificación compulsiva del sujeto sexual; incluso, aun cuando en algún momento reconozcamos el género empírico de la voz narrativa, la ambigüedad opera para desconcertar el reconocimiento. Esta proposición, así como los juegos de analogías, y la reducción al extremo de una premisa que roza el absurdo, traen ecos de Cristina Peri Rossi y Julio Cortazar.

La escritura de di Donato, también poeta, resulta una exploración de la sentimentalidad desechada por las autoras de su generación. Como si huyera del cansancio de la ironía, de la mordacidad, e incluso del sarcasmo, elementos con los que hemos venido leyendo la reescritura de los códigos sexuales, reconstruye vínculos de ternura y rehumanización. Sus escenarios de gusto neogótico, con personajes de consistencia teatral, en ocasiones emparentan con algunos textos poéticos de los años ochenta;  mas tanto los coloquialismos como las claves que sitúan los textos en la Venezuela contemporánea, traen de vuelta ciertas reconstrucciones familiares en las que asoman otras identidades –lo italiano, lo árabe- y las atmósferas rurales. Dina Piera di Donato, en algunos de sus cuentos de Noche con nieve y amantes (1991), narra historias de amor protagonizadas por mujeres que se aman y se olvidan unas a otras; introduce así la primera representación de la lesbiana en los textos narrativos. Si bien el erotismo homosexual pudiera aparecer en otras autoras, en di Donato no es utilizado como recurso literario o erotización del texto, sino francamente naturalizado en desafío a la heteronormatividad. En este sentido, varios de sus relatos representan una reversión del tema que algunos autores habían tratado desde la patologización.

En Silda Cordoliani  se produce una confluencia de discursos que hacen de sus cuentos un tejido en el que se enlazan las varias proposiciones que venimos siguiendo. Cordoliani es, sin duda, una escritora que escribe desde su género, sin ningún intento de subterfugio o pretensión de “imparcialidad”. Escribe como mujer, acerca de mujeres, y, en algunos momentos, para mujeres. Su discurso de género es el más articulado de su generación. En sus textos reaparecen las búsquedas de Mariela Álvarez en la exploración del cuerpo como espacio íntimo e irreductible, o el sufrimiento irónico de Gómez Berbesí; resuena el eco lejano de las mujeres de los sesenta, y las protestas conyugales de las narradoras de los cuarenta, así como paraleliza en algunos de sus relatos a María Luisa Bombal. Podríamos, pues, establecer en su narrativa una relectura de la tradición feminista y una recuperación de la genealogía literaria. Parte de una comprensión histórica y se encamina hacia la subversión que significa la libertad de la mujer, la individuación de su deseo, más allá de la rabia, el desprecio o el ensimismamiento. Su voz da a la mujer el derecho “a ser cuerpo y a ser libre”, en una suerte de “tómenlo o déjenlo”. Hay todavía en los primeros cuentos reunidos en Babilonia (1993) la burla ante la impostación de los rituales convencionales, y el uso de máscaras que, en ocasiones, sitúan a las protagonistas como falsas protagonistas cinematográficas de amores “especiales”, tema que le es muy afín ya que ha escrito también crítica de cine. Sin embargo, en su ultima colección La mujer y la ventana (1999) leemos una representación del sujeto femenino que rechaza la parodia o la máscara, e incluso la burla frente a los estereotipos, para comenzar un discurso propio. Un tono de mayor dolor y gravedad parece anunciar nuevas vías encaminadas hacia la  escritura más propia de la vuelta finisecular.

Las protagonistas de Cristina Policastro (1956-), particularmente en su ultima novela, Mujeres de un solo zarcillo (1998) dibujan nuevas identidades. Son eróticas, sensuales, arrogantes, retadoras. Quieren sexo, dinero, transgredir la ley, casarse o divorciarse, ser fieles o no serlo. Actúan desde una libertad que no las hace felices pero tampoco infelices. Intentan, en todo caso, ser amazonas dispuestas a cabalgar el mundo, y se asumen como iconos del deseo. No encontramos otras autoras que sigan este tipo de propuesta postfeminista.

Hacia mediados de los años noventa comienzan a visibilizarse signos de una nueva estética. No sólo en cuanto a los recursos formales, en un lenguaje que inicia un proceso de simplificación y desnudamiento que deja los escenarios abigarrados y cierta artificiosidad del texto. Pareciera imponerse un detallado registro de la cotidianidad, en una valoración de pequeñas claves, que afirman, por un lado, la marginalidad de la mirada contemporánea en tanto sólo puede mirarse desde el propio lugar; por otro, responden también a la necesidad de marcar algunos mínimos señalamientos, aun cuando en apariencia insignificantes, para establecer cierta consistencia en un mundo de simulacros. En ocasiones, los textos rozan el hiperrealismo, como si fuera la única defensa frente a un mundo inabarcable, saturado de información, traspuesto en imágenes de imágenes, y expuesto a la disolvencia. Esta nueva sensibilidad que encontramos en los discursos contemporáneos, coincide en Venezuela con una década marcada no sólo por la crisis económica, sino por un cierto estado de confusión en que se sumerge el país en tanto el proyecto democrático sostenido a lo largo de varias décadas, revela un vaciamiento de referencias que se transforma en amenaza de disolución social.

Progresivamente se va observando en la escritura la desaparición de las máscaras y ritualizaciones del cuerpo, dando lugar a un Yo desnudo que intenta hablar desde sí, indagar en una identidad propia, y a la vez, común. Reivindicar, explorar, penetrar en las “raíces”, ya no entendidas como esenciales, y menos como nacionales, sino en la pertenencia muy propia a identidades fragmentarias que buscan sus propios discursos. Paralelamente, cae también el recurso paródico y carnavalesco en busca de un terreno también desnudo, compartido o diferente. Así leemos a Blanca Strepponi, más conocida por su producción poética, quien publica al fin del siglo su primer libro de relatos, El medico chino (1999) y a Stefania Mosca en sus últimos “Residencias Pascal” e “Inútil apología del aeropuerto” (2000). Es tal la simplicidad narrativa conseguida en el arduo esfuerzo de limpiar el texto de recursos que los cuentos pueden ser tanto ficciones como crónicas, fragmentos autobiográficos o ensayos mínimos. Reconocemos en ellos a la ciudad y sus costumbres, y sin embargo, los desplazamientos geográficos sugieren, no ya un cosmopolitismo artificioso sino una suerte de espacios e identidades elegidas que nos hablan de un nuevo paisaje literario.

Milagros Socorro (1960-), apareció como narradora con un primer libro de relatos, Atmósfera de viaje (1991) y posteriormente con Actos de salvajismo (1999). Sus textos penetran los estereotipos, los emblemas, en un juego de recreación, y al mismo tiempo, de desmontaje. Estableciendo las narraciones como crónicas de lo cotidiano, su mirada acuciosa  desentraña lo que podríamos llamar las máscaras de las identidades sociales. Dentro de ese propósito, la misma autora se propone como terreno, y en su último libro, Criaturas verbales (2000), colección de sus crónicas periodísticas,  traza lo que podría considerarse una mínima autobiografía a partir de las claves de su infancia y formación, que ya había anticipado en Actos de salvajismo. Su mirada absorbe y devuelve a los personajes en pedazos de ficción. No sabremos si los vio o los supuso, si transitan por un cuento o por la calle. Se limita a demostrar que a partir de un encuentro circunstancial, cualquier vida es un relato. En cierta forma, Socorro recoge la tradición de notables periodistas venezolanas como Ida Gramcko, Elisa Lerner, Miyó Vestrini, en la búsqueda de un género en el cual los personajes de la crónica reciben el tratamiento literario de seres ficcionales. Su escritura, sin embargo, encuentra una voz propia dentro de lo que hemos considerado característico de la década finisecular: el borramiento de los límites de la ficción y la autorepresentación, ya no en los “derramamientos confesionales” sesentistas sino en la imaginarización de un Yo como personaje, como producto de una genealogía también figurada.

Gisela Kozak es autora de la novela Rapsodia (2000) y de un conjunto de relatos inédito, Pecados de la capital en los cuales introduce una temática que, como apuntamos anteriormente, no había sido demasiado tratada con la excepción de Stefania Mosca, cual es el cuerpo desde su perspectiva de objeto y preocupación estética. Sin embargo Kozak no se detiene en los estereotipos de las máscaras de la feminidad sino en la exploración de la imagen corporal producida por los medios de comunicación, la filosofía ecológica y naturalista, que implantan una nueva moral: la belleza y la juventud de las formas que exila a quien no la posea. El culto de esos ideales, así como el de la asepsia, instauran nuevos “pecados” que comete la mujer gorda, fea, o sin pareja. A través del recurso humorístico, se plantea en ellos una defensa de la libertad de vivir fuera de la imagen de salud y bienestar que se erige como una nueva forma de opresión. Kozak atenta también en clave de humor una exploración de la identidad como simulacro, como imposibilidad de responder a una definición de lo genuino; de lo inserto en códigos nacionales o sociales de ninguna naturaleza.

Concluimos con Judit Gerendas (1940-), dedicada a la docencia universitaria, gana en 1996 el premio de cuentos de El Nacional con el cuento “La escritura femenina”, y permanece inédita hasta el 2000 cuando publica el conjunto de relatos Volando libremente. Gerendas se inserta en la tradición de la literatura intelectual. Con una hiper conciencia de la literatura como artificio, escribe acerca del propio proceso del acto de escribir; así en el relato titulado “De cómo yo no lograba encontrar un argumento” o el que da título al libro.  Propone una escritura cultivada y literariamente referenciada, una actitud de distancia reflexiva, y a la vez una mirada compasiva sobre la vida que observa: la violencia, la soledad, la miseria. En algunos de los relatos, particularmente “Siempre habrá un tiempo para la nostalgia” reconocemos la tendencia ya mencionada en Strepponi, Mosca y Socorro, de ficcionalizar detalles autobiográficos. Hay, sin embargo, una propuesta muy particular en Judit Gerendas a propósito de la mujer escritora, que leemos en su cuento “La escritura femenina”. Una reivindicación del derecho de la mujer a hacer de la maternidad ya no una esclavitud o un destino sino una forma de goce libremente asumido que, de alguna manera, cierra un ciclo que habían abierto las narradoras de los años cuarenta. Un camino transitado que culmina la apropiación de un ámbito más que discutido y que representa una posición completamente diferente a la de sus compañeras de generación. Gerendas, en un texto escrito en los años noventa, no se incluye entre “las que transitan por la calle principal de la irreverencia sienten un especial placer en demoler a martillazos las esculturas de La Pietá”. Sin ingenuidad, muestra más bien los caminos placenteros y secretos de la maternidad, y de la feminidad, como opuestos a los valores militaristas y del poder.

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Notas:

[1] Las citas de Lovera y Cardozo han sido extraídas de www.codice.arts.ve. 25/01/01