¿Nostalgia, frustración o percepción?: novelística, poder y revolución, por Gisela Kozak

Con una ironía a prueba de bala, Julio Miranda comentaba en el prólogo de El gesto de narrar (40), refiriéndose a los escritores locales más jóvenes, que la literatura nacional no se había “pacificado” pues continuaba apegada nostálgicamente a las aventuras guerrilleras de la década del  sesenta, hoy sorprendentemente de moda en la Venezuela neosocialista del siglo XXI. Miranda hace de pasada una rápida, clarividente y mordaz observación genealógica: la narrativa de la violencia en Venezuela tiene su fecha formal de nacimiento en la belicosa patria nueva del siglo XIX con Venezuela heroica (1881) y Zárate (1882),  ambas de Eduardo Blanco.   Se nos  ofrece así una clave que contradice el cáustico título del artículo del no menos cáustico crítico Carlos Sandoval. Y es que  “El cadáver insepulto del sesenta” no era cadáver. La década del sesenta sufrió  una suerte de catalepsia, como el personaje de Edgar Allan Poe de “El entierro prematuro”, y despertó olorosa a ataúd pero arrebatadora y con apoyo popular en 1998.

Una vez cerrado el capítulo de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958,  en los propios albores de la democracia,  un grupo de venezolanos inteligentes, arriesgados, bienintencionados sin duda alguna, tomaron una decisión que convertiría a los años sesenta en un momento clave de nuestra modernidad urbana y en un recuerdo persistente transformado en literatura y  hoy en impulso político: lanzarse a la lucha armada sin darle a la democracia venezolana la oportunidad de medirse a sí misma y dejándola en manos de sus factores probablemente más conservadores. Cuando nos referimos a los años sesenta estamos hablando, además,  de un momento estelar de la modernización urbana venezolana del siglo XX: crecimiento económico, oportunidades de ascenso y movilidad social como en pocos países de América Latina, entrada de oleadas de inmigrantes, masificación de la educación, comienzos de la era democrática en un país de tradición dictatorial, auge urbano. Los  cambios internacionales  propios de esta época tienen indudable impacto en el país, desde la Revolución Cubana hasta el feminismo, los movimientos juveniles y la liberación sexual. Desde luego no todo era color de rosa, pero tampoco color de hormiga como se pretende ahora en la dantesca visión de la democracia venezolana que se ha puesto tan de moda en las últimas décadas y, sobre todo, en los últimos años.

Esta cita de Orlando Araujo, perteneciente a Narrativa venezolana contemporánea, sintetiza muy bien la constante histórica de la historia venezolana que animó a los revolucionarios de los sesenta y que, igualmente,  ha alimentado las visiones nostálgicas sobre esta época que tanto cuestiona el antes mencionado Carlos Sandoval en la obra de Israel Centeno, Ricardo Azuaje o Juan Carlos Méndez Guédez:

Dije en un libro ya citado que Venezuela es una historia de revoluciones frustradas en la búsqueda de su liberación verdadera y que, puesta en esa perspectiva histórica, el auge o depresión de la lucha armada es un fenómeno coyuntural dentro de la necesidad estructural de aquella liberación. Sigo sosteniendo esa idea, y la otra fundamental, la de que la violencia es inevitable a la hora de construir un nuevo modelo de sociedad, la sociedad socialista: Chile no será una excepción. (252-253)

Esta visión de Araujo fue compartida por amplios sectores de la intelectualidad local. La desvalorización de la experiencia democrática, esa visión lapidaria que Domingo Miliani (13) adelantó en “Diez años de narrativa venezolana (1960-70)” cuando afirmó que la democracia representativa se había convertido en democracia represiva, fue el pan nuestro de cada día para numerosos escritores y pensadores que engrosarían las nóminas universitarias o se dedicarían con ahínco a la escritura. Esta generación, brillante sin duda, fue la que formó a la mía en las aulas de la Universidad Central de Venezuela en los años ochenta. En cuanto a los escritores,  Adriano González León, Eduardo Liendo, Carlos Noguera, Laura Antillano, Antonieta Madrid y Luis Britto García eran nuestros ejemplos literarios, nuestros narradores tutelares.  Sin duda, sus influjos fueron benéficos pero también traían aparejados otros problemas: ¿Dónde quedaba mi generación, en tanto universitarios, futuros académicos o escritores? ¿Era la simple heredera de una frustración?  ¿Sólo le restaba el limbo del nihilismo y de la “antipolítica”,  como dice Colette Capriles en La Revolución como espectáculo? ¿O la beatitud de la vida privada? ¿O las exigencias de la vida profesional? ¿Teníamos algo nuevo que ofrecer frente a “la década que sacudió al mundo”? Y la democracia, ¿qué era para nosotros? ¿Un cascarón vacío? ¿Una urna electoral cada cinco años? ¿Una oportunidad? ¿Un privilegio?

No es de extrañar entonces la persistencia  de los sesenta en la vida literaria y política venezolana en un país cuyas generaciones más recientes no supimos ofrecer una respuesta alternativa al desgaste institucional, a la orfandad política y a la crisis económica, más allá de aliarse con un grupo de militares golpistas.  No es de extrañar, insisto,  la nostalgia y frustración de Centeno, Azuaje y Méndez Guédez.  Como dice Julio Ortega en El principio radical de lo nuevo… respecto a la experiencia guerrillera venezolana en los sesenta:

(…) en la novela esa experiencia se ha convertido en clave de interpretación de un país cuyo proyecto de modernidad fue disputado con las armas, en una aventura improbable y, quizá, juvenil, que seguramente demuestra el carácter limitado del proyecto modernizador y las contradicciones que generó en las clases medias. Pero, por otra parte, demuestra que la narrativa…es un lenguaje en debate por el sentido nacional de lo moderno. Es también un mapa de las exclusiones y de los márgenes  que genera una modernidad  gestionada desde el sistema estatal. Un sistema, en efecto, orgánico y globalizante pero, por eso mismo, normativo y sancionador, que ocupa el espacio político tanto como lo desocupa, creando por igual expectativas como desigualdades. (214)

Es hora de comenzar a hablar de la tercera palabra del título de esta ponencia: percepción. Aunque coincido con Carlos Sandoval en que la nostalgia por los sesenta es un verdadero lastre en la literatura y, por lo visto, en la vida venezolana, discrepo de su generalización respecto al descuido estético que priva en esta narrativa sobre la violencia guerrillera, y discrepo también de que sólo la nostalgia y la frustración   están detrás de esta obsesión. Sin entrar en detalles respecto a las observaciones sobre los textos de Centeno, Azuaje y Méndez Guédez, analizados por Sandoval en su artículo,  existen otras alternativas novelescas que exhiben un tratamiento narrativo impecable y no se dejan simplemente enlodar por la añoranza. En el caso de estas novelas, ya no se trata solo de nostalgia y frustración sino de una poderosa y colectiva percepción estética de una corriente histórica militarista y revolucionaria -con raíces decimonónicas retomando las ideas de Julio Miranda y Orlando Araujo ya citadas- que se consideraba cancelada pero sólo estaba sumergida, silenciada en medio de la decadencia económica, política e institucional de la democracia venezolana inspirada en la concertación de partidos políticos fuertes (Pacto de Punto Fijo). Me refiero a El round del olvido (2002), de Eduardo Liendo (1942), La flor escrita (2002), de Carlos Noguera (1943), Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin (1998), de Ana Teresa Torres (1945), y El diario íntimo de Francisca Malabar (2002), de Milagros Mata Gil (1951).

Las cuatro novelas coinciden en su visión desencantada de la democracia venezolana,  resaltan el impacto de los movimientos revolucionarios de la década del sesenta y critican de forma  más o menos explícita las contradicciones y desaciertos de esos movimientos. Apelan igualmente a la fragilidad de la memoria como la imprescindible mediación entre el sujeto y el pasado personal y colectivo, entre la “realidad” y la literatura, y este énfasis condiciona una permanente evaluación del género de escritura escogido y una decidida inclinación por acentuar el carácter ficticio y entrañable de sus respectivas visiones sobre nuestra sociedad. Estas visiones  resaltan el hacerse mismo de la subjetividad frente al acontecer colectivo en franca oposición a lo que Ana Teresa Torres en “La memoria móvil: entre el odio y la nostalgia” (15),  ha descrito como el énfasis político, económico  y militar de la historia venezolana en tanto  disciplina. Crónicas, memorias, cartas, diarios, autobiografías, entrevistas, narraciones en tercera persona de un narrador testigo, ficciones intercaladas en las novelas, parodias de géneros de la cultura de masas evidencian una voluntad expresa de indagación metaficcional,  una conciencia estética indudable.  En  personajes como Olivier Alcalá (El round del olvido),  Francisca Malabar (El diario íntimo de Francisca Malabar), el hermano revolucionario (Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin)  y Fernando, Diego, la Flaca y Carmen Luisa  (La flor escrita), militantes y lectores  de poesía y narrativa reconocemos, además,  la estrecha conexión existente hasta los años sesenta o setenta entre revolución y literatura, propia de las utopías letradas de la modernidad. Todos los textos se interrogan acerca del sentido mismo de narrar en una época en que la sensibilidad, la memoria, la experiencia,  han sido cuidadosamente moldeadas por el auge de la industria cultural, los medios de comunicación y la informática. ¿Tiene sentido la literatura sin la revolución y sin el poder de la letra en otros momentos históricos?  Dicho de otro modo, ¿para qué hacer literatura en esta época? Por último, las cuatro novelas dan por canceladas las utopías del siglo XX para abrirse a diversas formas del compromiso personal o del desencanto.

Estas coincidencias tienen un origen si se quiere azaroso en el sentido de que no existe ningún acuerdo previo a la escritura por parte de los cuatro autores estudiados; si acaso podría hablarse de cercanía generacional.  Sus textos obedecen a tendencias de carácter cultural en las que se cifra de modo particular la historia venezolana; se trata en otras palabras, y como ya indiqué en líneas anteriores, de una percepción colectiva de la historia de una sociedad que se niega a abandonar  su pasado en tanto que el presente no satisface las enormes expectativas de la modernización urbana alimentada por la renta petrolera.   Esta insatisfacción es evidente en Olivier Alcalá, protagonista de El round del olvido. Siempre sintió una gran admiración por su tío Gerardo, luchador antipérezjimenista y miembro del legendario Partido Comunista de Venezuela, quien es asesinado por las fuerzas de seguridad de la recién inaugurada democracia. Marcado por esta circunstancia familiar y por sus propias inquietudes, deja los estudios de música, además de  la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, y se incorpora al Partido Comunista y, posteriormente,  a las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. Olivier cumple así un anhelo heroico inspirado tanto en su tío Gerardo como en sus lecturas de infancia. Hace valer su percepción literaria de la vida y se maneja en múltiples roles: durante varios años  cambia de identidad y de país hasta que en plena revolución sandinista  queda ciego en un enfrentamiento y regresa a Venezuela. Aunque  se dedica a la música y es testigo,  antes de morir en un accidente automovilístico, del desplome del mundo socialista, Olivier no modifica sus ideales ni tampoco su visión sobre las carencias de la democracia venezolana. Esta cita de su reacción frente a estos hechos es elocuente:

(…)Aunque ya no era un activista revolucionario, siempre mantuvo la fe de los socialistas de corazón. Tenía la esperanza de una supuesta democratización del socialismo real. Fue muy doloroso para él enterarse de que el  sueño del tío Gerardo hacía aguas (…) Le resultó decepcionante que los cambios de Europa Oriental no condujeran a una sociedad más libre y democrática, sino a un retorno de las estructuras y modos ya trajinados del capitalismo. La posterior disolución de la Unión Soviética le impresionó profundamente, según le escuché decir, en su opinión el hombre había fracasado (no sólo el hombre comunista) en el intento de crear una sociedad superior a su propio egoísmo. Pero la mayor contrariedad la tuvo meses después, cuando la revolución nicaragüense sufrió una derrota política que produjo la pérdida del poder, al someterse a una elección popular. ¿Qué había pasado? ¿De qué había servido el martirio de Dinora y de tantos abnegados combatientes? (…). (Liendo 497)

En La flor escrita, de Carlos Noguera, Fernando, Carmen Luisa, Diego y la Flaca tratan de mantener su compromiso ético y militante en pie por diversas vías: el teatro, el trabajo comunitario, la investigación y el periodismo. Diego, el Cronista, participó en la guerrilla y en la Renovación Universitaria de 1969 como indiscutible líder de la Escuela de Letras y de la Universidad Central. Los ideales de la juventud del  Mayo francés de 1968 tomaron un enorme protagonismo como alternativa libertaria frente a los rigores y dogmatismos de los partidos comunistas, que entraban en  crisis por la invasión a Checoslovaquia en el mismo año y por el fracaso del movimiento guerrillero.  Diego, el Cronista, se dedica posteriormente al periodismo e intenta, en consonancia con su ética juvenil, esclarecer un caso de corrupción política ligada al sector financiero que lo pone en peligro de perder la vida.  Al igual que Olivier Alcalá, en El round del olvido, Diego lleva la revolución como una herencia pues es hijo de un comunista que participó en la guerra civil española y le tocó el exilio como destino.  La visión sobre la democracia en los años ochenta no puede ser más lapidaria:

La caída de los precios del aceite negro, que en la década anterior se había disparado a cifras cósmicas para alimentar los despropósitos de ese gigante fofo que la propaganda oficial rotuló como “La Gran Venezuela”, determinaron  una hinchazón en los números rojos del bolsillo de la república como no se veía desde los tiempos de las vacas flacas. Previendo el derrumbe de la moneda y el correlativo control cambiario, los menos desavisados rasparon las ollas para hacerlas divisas y, espaldas a cubierto, las colocaron a buen seguro en cuentas, como dijo después la noticia, “más allá de las playas”. (…). (Noguera 427)

La militancia y la crítica a la democracia inspiran también a Francisca Malabar, la protagonista de la novela de Milagros Mata Gil, quien se entrega a una vida rigurosamente dedicada a sus ideales, al estudio, a la vida cultural. Sigue así la senda de una infancia en la que ya su individualidad se manifestaba conduciéndola incluso a cierto aislamiento. La música, las lecturas, las figuras de los sesenta como el Che Guevara, centellean por toda la novela, referencias a una edad dorada  sin vuelta añorada por Francisca, quien detesta los tiempos escépticos y frívolos de los años noventa. Francisca desea escribir una novela sobre el heroísmo guerrillero, inspirada en personajes como el Che Guevara y como  Roberto, un idealizado e idealista amor juvenil. Francisca se expresa, además, desde la lucidez cruda de su locura, desde las revelaciones de un ángel profeta que cuando le habla del Che Guevara le indica que:

Todos hablan del fin de las ideologías. Pero los ángeles dicen que Él [el Che] ha regresado. No se pudo quedar quieto, dondequiera que haya estado durante estos años. Hay gente así. Hay mucha gente que no puede y regresa, cargada de buenas intenciones. El asunto es que ya los que fuimos estamos muy viejos y los jóvenes de hoy quizás no lo reconozcan. Tendrá que esperar. A veces, uno ve en un pecho adolescente una franela con el rostro de Lennon o del Che o con los Beatles o con el mismo Cristo y es como si llevaran un letrero en inglés, sin saber con exactitud qué dice lo que llevan. Un letrero a la moda: new fashioned. (Mata Gil 25)

En el extremo opuesto de la actitud comprensiva pero sin nostalgia de Liendo, de la idealización de Mata Gil y del respeto por el pasado revolucionario de Noguera, se encuentra la amarga reflexión  del hombre y la mujer sin nombre y apellido, protagonistas de Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin, de Ana Teresa Torres. Ambos reconstruyen la vida  del hermano revolucionario del hombre a través de  sus memorias, de los recuerdos de éste y de las averiguaciones que realizan él y la mujer, que los llevan incluso a Francia. Descubren que detrás del espíritu revolucionario del hermano del protagonista subyacen sus deseos juveniles e infantiles de heroicidad rural, encarnados en la figura del General Pardo, su supuesto abuelo materno, por el que siente una admiración desmedida que no profesa por su propio padre, un inmigrante exitoso entregado a los negocios y al progreso individual y muy urbano.  Más le interesaba, pues, la vida aventurera, caudillista, de patriarca fértil e indomable del general Pardo: en ocasiones un guerrillero puede parecerse demasiado a un montonero detrás de un caudillo. Esta mezcla de ansias modernas de progreso material- encarnadas en la utopía comunista-  con cierto bucolismo premoderno, fue favorecida en los años sesenta por corrientes internacionales. Veamos esta cita de Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin:

-He visto pasar todo como una niña que se queda en el  andén mientras el tren parte dejándola abandonada. Como alguien que llega tarde a un encuentro fundamental. Así han pasado de largo todas nuestras expectativas, todas las prefiguraciones de un mundo que nunca tuvo lugar sino en nuestra propia imaginación. Mi paisaje es un vendaval de frases, prohibido prohibir, la imaginación al poder, unidos venceremos, patria o muerte, qué se yo.(…) ¿En qué cine veremos La hora de los hornos o Lucía? ¿En cuál Quai paseará  Julio? ¿Dónde encontrará a la Maga? (…)  Pasan frente a mí las imágenes de aquellos días y pienso que valió la pena vivir para ser parte del sueño. DEL SUEÑO, sí. No habrá más sueños, sólo proyectos, planes,  propuestas. Pero en alguna parte debe quedar constancia de que alguna vez la humanidad soñó con un mundo nuevo, distinto, pleno, solidario, universal. El sueño, es verdad, vivió una década, no es mucho pero a la vez  sí lo es, diez años es mucho tiempo para la vida de un sueño.  (Torres Los últimos… 271-272)

¿Y estos sueños dónde quedaron? ¿En las novelas venezolanas  que he mencionado en este trabajo y en tantos otros textos narrativos nacionales  que tratan el tema? ¿Son el cadáver insepulto del sesenta, como diría Carlos Sandoval? ¿O quizás tales sueños se convirtieron en una corriente subterránea que permanecería en hibernación por décadas y los escritores venezolanos no han hecho otra cosa, con mejores o peores resultados, que poner en evidencia esta corriente? El ángel de Francisca Malabar estaba bien informado: El Che volvió a Venezuela. En el caso venezolano la realidad salta a la vista: la revolución bolivariana  neosocialista, comandada por el presidente Hugo Chávez, militar, de origen rural y nieto de Maisanta, uno de los tantos antecedentes reales del imaginario general Pardo de la novela de Torres. Las simpatías  del presidente y sus partidarios por el movimiento guerrillero de los sesenta y por los caudillos decimonónicos rurales al estilo de Ezequiel Zamora y Cipriano Castro no son un secreto para nadie.  No se equivocaba Orlando Araujo al extender un hilo de continuidad entre todas las revoluciones frustradas en Venezuela, como no se equivocó Julio Miranda al relacionar la nada pacífica narrativa reciente con sus antecedentes del siglo XIX. No se ha equivocado tampoco el historiador Manuel Caballero al afirmar en Las crisis de la Venezuela contemporánea (1903-1992) que en Venezuela hay un “fondo de autoritarismo nostálgico” que contagia por cierto a la izquierda nacional y que se traduce en el apoyo a las aventuras golpistas militares (189-192). El espíritu revivido  de los sesenta hoy es, en parte, una herencia histórica que se remonta no solo hasta hace cuarenta años sino hasta el mismísimo  siglo XIX. El caudillismo y el militarismo se han entroncado perfectamente con la sensibilidad de los sesenta respecto a las deudas sociales de una modernidad todavía no saldadas y con la idea de la riqueza petrolera por repartir propia de una sociedad dependiente de un estado rentista. Estas particularidades de la sociedad venezolana explican, quizás, que nosotros a diferencia de Brasil, Argentina, Uruguay y Chile recientemente,  no le dimos la oportunidad de gobernar a un civil curtido de izquierda sino a un militar sin trayectoria política.

Para decirlo literariamente, Andrés Barazarte, protagonista de País Portátil, de Adriano González León, triunfó y está en el gobierno actual –codo a codo con el general Pardo, personaje de la novela de Torres- entre otras cosas para reivindicar a su alzada parentela de liberales decimonónicos y héroes caudillistas rurales. Venezuela, o parte de ella,  sigue siendo militarista, revolucionaria, bolivariana y, desde luego, heroica, seducida todavía, en palabras de Tulio Hernández en “Posesión e instrumentalidad  del héroe criollo”, “(…) por una cultura de la contramodernidad y un sentimiento redentor y jacobino para el cual la institucionalidad democrática es secundaria al lado de la justicia.” (31).  Entre el revolucionario del año 2005, el revolucionario marxista de los sesenta,  el montonero del siglo XIX hay un parentesco que se explicita en la siempre renovada esperanza de que la violencia y la ruptura institucional sean la panacea para nuestros persistentes males nacionales. Olivier Alcalá, Francisca Malabar, Diego Sánchez, el hermano revolucionario, todos personajes de novelas escritas a finales del siglo XX, son encarnaciones de esta voluntad histórica que no murió con los sesenta. No obstante, las novelas analizadas están muy lejos de reducirse a la nostalgia y la frustración o de suscribir una posición política incontrovertible.  En su complejidad narrativa  que se traduce en  puntos de vista contradictorios, en sus historias, en sus otros personajes,  y  en su interés por la memoria y la subjetividad, se evidencia una  perspectiva profundamente crítica,  rebelde a las seguridades de los dogmas de cualquier signo,  y absolutamente atravesada por las experiencias de la segunda mitad del siglo XX, que incluyen por supuesto  la siempre vituperada democracia y sus logros “formales”. Como dice Elías Pino Iturrieta en  “La eterna festividad de San Simón”:

 (…) Pero el desgarramiento que provoca el encumbramiento reciente de un solo personaje poderoso, conspira contra las explicaciones del cesarismo y contra la propaganda abrumadora que data de la Independencia. La idea del hombre que manda y la multitud que obedece, la idea del benefactor prodigando sus bienes desde las alturas para que sobreviva una masa incompetente y parasitaria, no cuenta con la clientela de antes. Tal vez esté todavía de salida, quizás se pueda aferrar aún a su tribuna y a sus tributarios, pero encuentra el valladar de una tradición de republicanismo capaz de susbsistir a través del tiempo, choca con una costumbre de democracia formal aclimatada en el siglo XX. (35)

Esperemos que el republicanismo y la democracia nos acompañen. Por ahora  hay que reconocer que  en esta época, sorprendentemente,   le quedan muchos espectadores a El acorazado Potemkin (1925), la revolucionaria película del ruso Sergei Eisenstein, y en cuanto a la pregunta de Irene Lénirov, en la novela de Torres, respecto al cine que proyectaría a estas alturas La hora de los hornos, del argentino Fernando Solanas, una obra clásica del cine social latinoamericano de los sesenta, la realidad ha dado su respuesta a la ficción. La hora de los hornos  se proyectó en  la Cinemateca Nacional, Caracas, Venezuela, en el marco del Encuentro Mundial de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (diciembre 2004), propiciado por el gobierno nacional. El cadáver de los sesenta, cual Lázaro,  ha resucitado, si es que era cadáver,  por obra y gracia de nuestros  Cristos criollos.

Bibliografía

Araujo, Orlando. Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila Editores, 1988.

Caballero, Manuel. La crisis de la Venezuela contemporánea (1903-1992). Caracas: Alfadil Ediciones, 2003.

Capriles,  Colette. La revolución como espectáculo. Caracas: Debate, 2004.

González León, Adriano. País portátil. Caracas: Monte Ávila, 1976.

Hernández, Tulio. “Posesión e instrumentalizad del héroe criollo”. Veintiuno. Cultura y tendencias. 1.01, (2004): 29-32

Liendo, Eduardo. El round del olvido. Caracas: Monte Ávila Editores, 2002.

Mata Gil, Milagros. El diario íntimo de Francisca Malabar. Caracas: Monte Ávila Editores, 2002.

Miliani, Domingo. “Diez años de narrativa venezolana”. Prueba de fuego. Narrativa venezolana-ensayos. Caracas: Monte Ávila Editores, 1973. pp. 13-37

Miranda, Julio. “Introducción”. El gesto de narrar. Antología del nuevo cuento venezolano. Caracas: Monte Ávila Editores, 1998. pp. 7-44

Noguera, Carlos. La flor escrita. Caracas: Monte Ávila Editores, 2003.

Pino Iturrieta, Elías. “La eterna festividad de San Simón”. Veintiuno. Cultura y tendencias. 1.01, (2004): 33-35.

Ortega, Julio. El principio radical de lo nuevo. Postmodernidad, identidad y novela en América Latina. México: Fondo de Cultura Económica, 1997.

Sandoval, Carlos. “El cadáver insepulto del sesenta”. Memorias. Caracas, del 29 al 31 de octubre de 2003.  XXIX Simposio de docentes e investigadores de la literatura venezolana. Proyecciones en el siglo XXI (tomo II) Caracas: UCV, UCAB, 2003. pp. 652-658.

Torres, Ana Teresa. Los últimos espectadores del acorazado Potemkin.  Caracas: Monte Ávila Editores, 1999.

————————-. “La memoria móvil: entre el odio y la nostalgia.” Estudios 18, (2001): 13-20.