El imaginario democrático venezolano entre la política y la religión.

“La sacralización de la política. Religiones políticas de ayer y hoy”. VI Coloquio “Totalitarismo, ideología y cultura”. Observatorio Hannah Arendt. Caracas: Universidad Metropolitana, 3 de mayo 2013.

Para que los idearios políticos estén vivos necesitan encarnar en la sociedad, y lo hacen a través del imaginario, de los mitos políticos puestos en acto, y en última instancia de la experiencia histórica y personal. Para que un ideario político esté colectivamente vivo es necesaria no sólo su descripción en algún libro de politología, sino en el acontecer cotidiano de la gente. Será la llamada “Revolución de Octubre” de 1945 la que, citando a Graciela Soriano (2011), se reconoce como un “hito importante en la búsqueda del retardado logro democrático liberal y social en que se traduciría la serie de reivindicaciones políticas, sociales, económicas y culturales, para las cuales esa sociedad que parecía haber salido de la huella del gomecismo, ya estaba preparada[1]. Y es, efectivamente, a partir de esa fecha cuando se pone en acto en Venezuela el mito democrático, es decir la democracia como narrativa explicatoria de la nacionalidad, que tuvo su auge el 23 de enero de 1958[2], y su caída en las últimas décadas del siglo XX.

El derrumbe del mito democrático probablemente se inicia en los años ochenta, con dos fechas emblemáticas: el “viernes negro” de 1983 y el “Caracazo” de 1989; seguidas por los golpes de Estado de 1992[3]. En el lapso comprendido entre esos diez años se consolidó una matriz de opinión (que persiste hoy) según la cual Venezuela quedó literalmente destruida durante el período de la democracia representativa; opinión, creencia o sentimiento que se transformará en idea fuerza en el discurso de la Revolución Bolivariana. La negación de todo lo construido a partir de 1958 se insertó en el pensamiento de los venezolanos como una convicción irrefutable; en mi opinión no suficientemente contestada por los factores opositores, que por temor al rechazo de los electores, han mostrado una conducta tímida, y hasta cierto punto avergonzada, en la defensa de los innegables logros del período democrático. Pero vayamos al día de hoy.

Una cierta lectura de los resultados de las pasadas elecciones del 14 de abril pudiera tomar la interpretación de que siete millones y pico de venezolanos votaron a favor de la opción democrática, mientras que otros tantos lo hicieron a favor de una opción contraria o al margen de la democracia. Se trataría de una lectura con fines políticos, pero lo que nos reúne en este recinto es trascender de algún modo la vicisitud del momento y pensar en un más allá de la coyuntura. Los venezolanos, en mi opinión, expresaron su preferencia de acuerdo a un complejo conjunto de consideraciones, no necesariamente homogéneas, de modo que los resultados no nos permiten determinar que esa expresión es en sí misma un aval de la democracia o de la antidemocracia. La votación en términos generales –y de nuevo insisto en que es una opinión personal de quien no es politólogo–, fue la expresión a favor de mantener un estado de cosas o de cambiarlo. En fin, lo que quiero decir es que la orientación del voto por sí sola no determina la convicción democrática o no democrática del votante.

Aun cuando no puede afirmarse rotundamente que el imaginario democrático ha desaparecido por completo ya se perciben señales inquietantes de que viene experimentando un severo deterioro en los últimos años, que si quisiéramos ser estrictos nos remontaría al fervor que despertó en muchos venezolanos el golpe de Estado de 1992. Entiendo por imaginario democrático no solamente el cumplimiento de algunos ritos y formas democráticas, como el ejercicio del voto, sino el reconocimiento de los valores esenciales del sistema, tales como la separación de poderes, el respeto por las leyes y la Constitución, los derechos de las minorías políticas, el sometimiento del poder militar al civil, la credibilidad en los organismos del Estado como representantes y custodios de los derechos y deberes de todos los ciudadanos, y en general la aceptación de una cultura ciudadana. Esos valores esenciales han sido sistemáticamente irrespetados por los actores de la llamada Revolución Bolivariana y ese irrespeto no es solamente una conducta de quienes detentan el poder sino un estilo de vida y de nación que ha ido permeando a toda la sociedad.

Entre estos signos inquietantes encontramos una profunda erosión ética que no solamente incluye los modos arbitrarios y totalitarios de los gobernantes sino que perfila el comportamiento de las mismas bases sociales. Una sociedad del “todo vale” y al mismo tiempo, del “nada vale”. Una sociedad en la que la vida humana ha perdido significación y nos hace a todos potenciales enemigos de los otros; en la que la palabra, hablada, escrita o sancionada por las leyes no tiene mayor capacidad para orientar ni a los gobernantes ni a los gobernados, de modo que nos convierte a todos en sospechosos sin credibilidad alguna; un poder político que se administra de acuerdo a las necesidades de seguir manteniéndose en acto, con absoluto desprecio por sus limitaciones constitucionales; una división social que se ejerce para condenar y expatriar a los que entran bajo la consigna de “enemigos de la patria y de la revolución”, a los que por consiguiente se les niega existencia política legítima, de lo que se deriva una noción de pueblo confinada a los seguidores del gobierno; pero también un desprecio y desconocimiento hacia quienes lo apoyan por parte de quienes lo adversan; una organización económica  progresivamente inclinada a fortalecer la creencia de que el Estado es el mantenedor de los desfavorecidos, al mismo tiempo que la visión de la productividad privada no como el ejercicio de un derecho sino una práctica moralmente indigna y explotativa; unos modos de administrar el poder que se sustentan en el eje directo gobierno-pueblo sin que las mediaciones institucionales tengan alguna relevancia; a lo que pudiéramos añadir no solamente una violencia ingobernable sino la ocurrencia de acontecimientos extravagantes que hablan de dislocaciones de la cordura: desde la instalación de discotecas en las cárceles hasta la tortura de animales en los zoológicos. Todo, en fin, parece decir que algo huele mal en Venezuela y no es solamente el despropósito de sus gobernantes, algo también se ha ido descomponiendo en la sociedad, algo que no se subsana con un simple cambio de gobierno, aunque, por supuesto esa sería la petición de principio para intentar poner orden. Y es que de orden se trata. O mejor dicho, de desorden.

La Revolución Bolivariana se propuso desde 1998 utilizar el orden democrático para operar desde adentro su destrucción con la finalidad de instaurar un nuevo orden político de aproximación comunista, bautizado como “socialismo del siglo XXI” para diferenciarlo del “socialismo real” que tuvo lugar durante el siglo XX. Este propósito a la fecha no se ha logrado pero sin duda se han producido importantes erosiones de la democracia. En primer lugar el énfasis personalista que ha transformado la ideología en un asunto nominal, el chavismo, y a sus seguidores en una nueva identidad política, también nominal: el “pueblo chavista”. Esta ideología contiene una yuxtaposición de elementos diversos desde el nacionalismo étnico, el neo marxismo, el culto a Bolívar, el odio al imperialismo, hasta el rescate ecológico del planeta, por nombrar algunos; todos ellos componen un imaginario político en el que conviven la historia de las traiciones sufridas por el pueblo a manos de las elites locales y foráneas, con las consiguientes actitudes de retaliación y resentimiento, junto a la instalación de un empoderamiento popular que, si bien pudiera ser el germen de una mayor participación y conciencia democrática, contrasta con las carencias y limitaciones de una administración desastrosa e irresponsable que obliga, particularmente a los mas desfavorecidos, a mostrarse sumisos ante un poder de quien todo depende, y que por lo tanto los sometía, en vida de Chávez, a seguir el culto del “líder máximo de la revolución”, y después de su muerte a perpetuar el legado del “comandante eterno”.

El conjunto es abigarrado y espectacular, y por si fuera poco en los últimos años esta confusa ideología ha venido a solaparse con el orden religioso, o al menos con signos de la religiosidad que se han hecho constantes en todo discurso político, sea cual sea su signo. Me pregunto cuánto hay en ello de genuino y cuánto de mercadeo político. Preferiría pensar en la segunda hipótesis, es decir, que en la medida en que Chávez fue plagando su discurso de temas sagrados (probablemente por su comprensión de que los venezolanos son mucho más religiosos de lo que ha sido la opinión común), y que esto se hizo más palpable a raíz de su enfermedad, los actores políticos entendieron que salpicar de religión el discurso suma votos. También habría que considerar que cuando las situaciones son apremiantes y catastróficas, como lo son hoy en la vida de demasiadas personas, la mirada implorante hacia los poderes sobrenaturales es una consecuencia común en los seres humanos. Y que un espíritu posmoderno facilita estas operaciones discursivas en las que la prioridad o la prevalencia de los conceptos ceden territorio a la mezcla de referencias dispersas e incluso contradictorias. Lo cierto es que el discurso pseudo religioso está de moda. Frases como “los tiempos de Dios son perfectos” son frecuentes en las declaraciones de los políticos y opinadores, y se han hecho parte del habla cotidiana. Otros ejemplos: el uso visible de objetos religiosos, como los rosarios enroscados en el cuello de Henrique Capriles Radonski en sus acciones de campaña electoral; sus alusiones a Dios y al diablo; la profusión de bendiciones al pueblo; la presencia del cantautor Ricardo Montaner (en una concentración en Maracaibo el 10 de abril de 2013) pidiendo por la sanación de todos los corazones de Venezuela, y la presencia del candidato en la basílica de la Virgen del Valle el día antes de las elecciones del 14 de abril de 2013. Y, por el otro lado, las imágenes místicas de Chávez recibiendo la lluvia con la leyenda “de tus manos brota lluvia de vida”, así como imágenes de Cristo; la instalación de una capilla denominada “Santo Hugo Chávez del 23” (situada en la parroquia 23 de Enero); o las maldiciones, como la proferida por Nicolás Maduro a quienes votaran a favor de Capriles (“la maldición de Maracapana”, que cayó, según él, sobre los indígenas que se alinearon con los españoles, y fueron luego destruidos por ellos), además de la ocurrencia de algunas manifestaciones sobrenaturales[4]; y su presentación ante la milicia bolivariana, el día anterior a las elecciones del 14 de abril, como “candidato del Cristo redentor”; la sustitución de contenidos políticos por otros de naturaleza sentimental: “Esta es la revolución del amor, de los que aman a Chávez, a Bolívar, a la patria”, e incluso los exhortos a los opositores: “acepten con resignación cristiana que la revolución durará años” en el discurso del 15 de abril en el que repetidas veces mostró una imagen que contiene el rostro de Chávez y un crucifijo.

Después de que una vida termina es cuando podemos asir su significado, en ese punto final que le da sentido a todo el resto. En ese orden de ideas el “Credo de Chávez” es un documento interesante para comprender el estatuto que ha adquirido su figura (hay distintas versiones, tomamos una de ellas, que es por cierto la utilizada en los micros de propaganda de Venezolana de Televisión[5]). El texto remeda el credo católico en tanto Chávez representa a las tres divinas personas del dogma: es padre (creador de futuro); hijo (del pueblo de Bolívar); y espíritu santo (justiciero y libertario). Se iguala a la divinidad porque es “como el Cristo de los pobres”, y “ángel que bajó al mundo”. Es ecuménico porque esta “en comunión con todas las religiones”. Es taumatúrgico porque su mano y su palabra “cura los males de los más pobres”. Es Cristo porque se sacrificó y “somos con él”.

La revolución bolivariana comenzó por trastocar el orden de la democracia liberal de un Estado laico en busca de la democracia participativa y protagónica, y el resultado fue una alta concentración de poder en un partido, y finalmente en una persona. Del proyecto del socialismo del siglo XXI aterrizamos en un estado social confuso que diluye las ideas políticas y las aspiraciones sociales en un “sálvese quien pueda”, un “agarrando aunque sea fallo” y un “peor es nada”. Un espacio político que se ha vaciado de contenidos y que resuelve ese vacío con referencias de la más variada naturaleza. Un abandono de la política como el espacio de negociación de las necesidades humanas en busca de lo sobrenatural como el espacio de la salvación. Una sociedad que pareciera invadida por una desesperación colectiva en la que lo mismo se pide una vivienda, una sanación, un lugar en alguna de las misiones que una televisión digital. Y se le pide a Cristo, a María Lionza, al alcalde, al espíritu de Chávez, al cuñado que milita en el PSUV o a la amiga que es vocera de una comuna. Una democracia que ha dejado de ser un cuerpo de ideas políticas para convertirse en un sistema de demandas naturales y sobrenaturales.

Así como los militares deberían volver a los cuarteles, los dioses deben volver a los templos, al ejercicio privado de las creencias. De lo contrario terminaremos pensando que el gobernante es un enviado de Dios, y que los gobernados recibiremos bendiciones o maldiciones por nuestra conducta política. Al final, ¿a quien pedirán cuentas los ciudadanos?, ¿a Dios o al diablo? Vivimos en una mezcla de milenarismo con socialismo, militarismo, bolivarianismo y cristianismo que hace cuando menos escarpado el camino a la restitución del imaginario democrático. Por esta vía vamos hacia una confusión mística que nos llevará a ver la intervención divina o satánica en los más irrelevantes acontecimientos de la vida cotidiana (muy bien la aparición de una paloma que posó su vuelo en la plataforma donde Henrique Capriles cerraba su campaña en Caracas pudiera leerse como la presencia del espíritu santo). Pareciera que nos dibujamos como un país cuya mejor lectura sea quizás volver a Antonio Conselheiro, el iluminado de Canudos que tan brillantemente escribió Vargas Llosa tiempo atrás.

[1] Soriano, Graciela (2011). ¿”Liberación, revolución o emancipación”? En Una mirada al proceso de independencia de Venezuela. VV.AA. Compilador José María Cadenas. Caracas: Universidad Central de Venezuela y bid &co. editor: 17-44.

[2] Y aun antes de ello, como supone Manuel Caballero en Historia de los venezolanos en el siglo XX (Alfa, 2010), cuando afirma que la primera manifestación democrática ocurrió en el desfile del 14 de febrero de 1936.

[3] El 18 de febrero de 1983 el Gobierno decretó la devaluación de la moneda, que se había sostenido estable desde varias décadas, para atajar la crisis fiscal en que se encontraba el país. Los días 27 y 28 de febrero de 1989 tuvieron lugar graves disturbios y saqueos principalmente en la ciudad de Caracas, seguidos de una fuerte represión por parte de las Fuerzas Armadas, con un alto número de víctimas. Se atribuye el origen del hecho al alza del precio de la gasolina.

[4] Nicolás Maduro explicó que el revoloteo de un ave sobre su cabeza era el espíritu de Chávez comunicándose con el; y el embajador de Venezuela en Italia, Isaías Rodríguez, interpretó como un mensaje del más allá enviado por Chávez el súbito parpadeo de un bombillo.

[5] http://www.noticias24.com/venezuela/noticia/160502/hablan-las-encargadas-de-la-capilla-santo-hugochavez-del-23-no-pretendemos-que-lo-beatifiquen/