El viaje de Los últimos espectadores del acorazado Potemkin, por Florence Montero Nouel

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Azar, pesquisas, indagaciones, reconstrucciones sucesivas, conciencia de la invención de historias que se recomponen, de hipótesis que se revocan en la búsqueda permanente de sentidos, ejercicio de la memoria que intenta modelar la huella de un itinerario vital, esta novela nos sugiere la imagen de la navegación exploratoria del mundo íntimo del sujeto y el complejo tránsito de la creación literaria.

La idea del viaje (movimiento, dinamismo, transformación) se abre desde el título como posibilidad de lectura, si recordamos que la película aludida (representación cinematográfica de un hecho histórico) tiene como centro a la embarcación en la que se genera un levantamiento ocurrido en la Rusia de 1905. Travesía accidentada, zozobra, expectativas que promueven el suspenso, El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), referencia especialmente importante en determinados pasajes de La noche sin estrellas y en algunas conversaciones de los protagonistas, puede conectarse, entre otras posibilidades, con la vida del hermano, imagen del revolucionario venezolano de los sesenta.

La historia se inicia con un encuentro casual en un bar significativamente llamado La Fragata -en el que encontramos, por cierto, objetos pertenecientes al universo simbólico del mar- que se muestra como escenario del periplo recorrido por el interlocutor, al hurgar en el laberinto de su memoria. Viajar no se reduce a los distintos desplazamientos que realizan los personajes detrás del dato esclarecedor -recordemos que llegan hasta París para llevar a cabo su pesquisa-, al contrario, la narración nos permite leer el viaje en su sentido de búsqueda, de conocimiento, de proceso evolutivo en el cual se intenta descubrir lo desconocido y elaborar una conciencia del sujeto que se somete a la exploración de su pasado. El acceso a parcelas inexploradas, a los más íntimos recuerdos (la infancia, las relaciones familiares, la imagen de sí mismo, etc.) que permanecían como sustrato de la vida emocional del interlocutor, se realiza a partir de la palabra, dispositivo que desencadena el desmontaje, la revisión y la reconstrucción del personaje masculino, si tomamos en cuenta que la historia surge de la conversación, del contacto entre los interlocutores. Armar y desarmar, mantener diálogos que no siempre se apoyan en elementos lógicos, narrarse para reconocerse, estructurar un rompecabezas con fragmentos dispersos de la memoria, recrear un acontecer sobre imágenes desvaídas por el paso del tiempo, son posibilidades que abre la escritura. La novela se separa de la visión monolítica de la realidad y se proyecta como dispersión de discursos múltiples que se activan y buscan un ordenamiento para construir el texto. La historia del hermano, la desaparición de Eurídice, la vida de Irène Lenirov y la figura del general Pardo, por citar algunos ejemplos, se crean a partir de elaboraciones discursivas (La noche sin estrellas, supuesto relato del hermano; registros historiográficos; relatos orales; informaciones periodísticas, etc.) utilizadas y resemantizadas por los interlocutores. Acciones y personajes rescatan su estructura en la palabra que los narra y traza su cartografía. Apelar a la veracidad de los datos encontrados no es un pacto de lectura que busque proponer la novela, porque el texto proyecta la intención de responder a su naturaleza ficticia, de asumir su carácter de elaboración ficcional. De allí las hipótesis, los ensayos sucesivos en la creación de personajes, la apertura hacia diversas posibilidades de desarrollar acciones y desenlaces.

La travesía existencial queda registrada, entonces, en la palabra que la recupera y le otorga sentido. Por eso la interlocutora señala: “No somos más que una narración. La narración llena el espacio abierto de nuestras existencias, gracias a ella podemos dar cuenta de nosotros, hacernos presentes, existir” [1]. En la novela, la imagen de Eurídice también nos permite establecer articulaciones con el viaje como símbolo del dinamismo vital. Aunque para el interlocutor la pérdida de su esposa no parece tener demasiada importancia, la sombra de ella lo acompaña como enigma de su propia vida y permanentemente activa en él la tensión de búsqueda, el anhelo de revisar el pasado, de transitar desde el recuerdo las huellas de su peregrinaje.

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En el mito griego, el acto de mirar hacia atrás constituye para Orfeo la pérdida de Eurídice, pero ese gesto es, al mismo tiempo, su posibilidad de recuperarla brevemente, ante el temor de enfrentar su ausencia definitiva. La memoria y la escritura, como el gesto de Orfeo, constituyen también ejercicios que intentan la recuperación de lo perdido. Se trata de imágenes elusivas, escurridizas, que buscan concretarse en la reconstrucción verbal. Las distintas versiones que en torno al mito organiza la interlocutora a partir de las charlas con su acompañante, la supuesta traducción, la inquietud por hallar un desenlace apropiado para su personaje (Eurídice), sus frecuentes señalamientos en torno al carácter ambiguo de la historia narrativa, proyectan la imagen de un discurso que es objeto de su propia mirada. El movimiento, la transformación, la incertidumbre, la continua posibilidad de cambio, caracterizan la elaboración de una escritura que se rehace a manera de palimpsesto y conscientemente revoca significados al revelarse y asumirse como artificio. El proceso de creación de los personajes, por ejemplo, siempre oscilantes entre la fragilidad del recuerdo y los datos escasos de la pesquisa, acentúan los actos revocatorios, la borradura del mismo texto que se nos ofrece, su permanente enmienda:

-Le confieso que me irrita este juego de las comparaciones. C. versus Irène Lenirov. El banquero versus Miret. Mi hermano y yo. Tengo la impresión de que usted nos va dividiendo en héroes y antihéroes, y no sé en qué funda su derecho a formar esos dudosos bandos.
-Estoy tratando de construir unos personajes. No es nada personal, y por favor, no lo tome a mal. Esta noche nos hemos divertido bastante. (152)

Encontrar un desarrollo verosímil de las historias que forman el escenario ficcional de Los últimos espectadores del acorazado Potemkin, se plantea como una de las más complicadas operaciones que deben realizar los interlocutores/narradores, a fin de cuenta constructores ficticios de la novela.
Por otra parte, el viaje, la navegación, se muestra como aventura signada por el riesgo, que puede conducirnos al puerto y al abismo. El viaje exploratorio en los desarticulados recuerdos del protagonista, sugiere la penetración en el inconsciente, instancia que, desde una perspectiva simbólica, puede asimilarse al mar, siempre amorfo y fluctuante. Con respecto a esta indagación observamos que muchos elementos presentes en la conversación de los interlocutores se acercan a las estrategias empleadas en la terapia psicoanalítica, en la que el sujeto analizado intenta sumergirse en las zonas más profundas de su memoria para revelar(se) su propia vida, para configurarse como centro de un relato que, en cierto sentido, confiere legitimidad a su existencia. Como dice la interlocutora:

Al final cada uno está convencido de que existe porque tantas cosas ocurridas deben tener un soporte, un eje. Ese soporte es lo que nos constituye. Todo ese recuento es la prueba de que existimos. De lo contrario, la secuencia de actos, al desvanecerse, se llevaría consigo a su precario protagonista. No crea que Proust escribió un libro tan largo para recuperar el pasado, sólo lo hizo para asegurarse del presente (71).

Las frases anteriores proponen, entonces, un punto de encuentro entre la literatura y la vida, no en vano el personaje femenino señala a su interlocutor: “Quiere hacer de su vida un texto. Escribirlo y borrarlo. Ésa es la verdadera escritura. Ser uno mismo el personaje de ficción. Lograr que la vida sea sólo una ficción modificable” (78). Quizás la propuesta estética subyacente en esta reflexión, pueda explicarnos el continuo tránsito entre ambas esferas -la literatura y la vida- que encontramos representado en las páginas de la novela, donde la misma escritora es otra imagen del espejo: “Volví a buscar en mi maletín y allí estaba el librito que había comprado (…) Era una novela titulada Otra vez Eurídice, de un tal Richard Crooks, traducida al español por Ana Torres” (303). En esta dirección se inscribirían también los textos que paralelamente acompañan el espacio ficcional (epígrafes, dedicatoria, etc.). Las frecuentes duplicaciones (de lugares, de personajes) remarcan este desplazamiento, esta imbricación de esferas que tienden a solaparse y a invadirse mutuamente, como las imágenes del interlocutor y su hermano.

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De alguna manera, las palabras representan la secuencia de actos que impiden la desaparición, la ausencia definitiva:

En el caso de Alberto Araujo la prueba de su existencia es mi propia memoria, pues lo conocí y doy fe de ello; en el caso de Irène Lenirov la prueba es la palabra de mi hermano, la palabra hablada y escrita (…) pareciera que Irène Lenirov y Alberto Araujo tienen la única función de ser compañeros de viaje de mi hermano, personajes de su novela, cuando no es así. Es quizá lo contrario. Mi hermano fue durante un cierto tiempo un nombre dentro de sus propios relatos. (211)

El rastreo, la pesquisa, el asedio a la figura del otro, se transforman en la aguda captación de sí mismo. En la novela, emprender la travesía es iniciar el camino de la búsqueda, que no termina en la esfera individual del sujeto, sino que se extiende al escenario socio-cultural y reconstruye caminos para abordar la historia.

La metáfora del viaje se intensifica en la figura de ese otro inalcanzable, especie de alter ego del interlocutor que se percibe como sujeto anónimo y ensimismado, como negativo fotográfico del activista revolucionario cuya vida transcurre en un desplazamiento vertiginoso. En este sentido, es conveniente recordar que una de las hipótesis desarrolladas en torno al hermano supone que rompe su noviazgo con Rosita Fanuil, uno de los tantos nombres que dan forma al trazado de su vida, al comprender que se convertiría en término del movimiento, en final del viaje, en puerto de llegada:

(…) Usted se imagina, ya que hablamos de un puerto, cuál es la situación de un barco atravesando el mar en la oscuridad. En una noche sin estrellas. Eso es lo que quiso decir su hermano. Que había perdido las señales de su destino. Que el viaje había dejado de serlo y que era un movimiento perdido. Entonces intentó capturar sus propias señales.(…) Rosita Fanuil es uno de los clavos que sujetaba a su hermano cuando empezó a navegar en una noche sin estrellas. (…) Él, entonces, necesita como todos, conocer la pérdida y la imposibilidad. (…) Necesita saber que deja el amor, sentado en un banco de la Plaza Flores, porque la vida no puede detenerse, y de continuar al lado de la joven heredera de la heladería Fanuil, todo desaparecería, hasta el recuerdo. (176-177)

El tránsito accidentado del hermano, su vida llena de obstáculos, construida en La noche sin estrellas con trazos de gesta heroica, presenta indudables vínculos con el acontecer histórico nacional y plantea su relectura. También el tono íntimo de las conversaciones, la representación del lenguaje desenfadado y espontáneo del espacio doméstico, son indicadores importantes de un nuevo enfoque. En Los últimos espectadores del acorazado Potemkin el discurso histórico se reconstruye desde la conciencia de su ambigüedad. No hay certezas, las comprobaciones pueden ser sometidas al cuestionamiento permanente. Enmiendas, multitud de versiones, discursos yuxtapuestos que se invalidan o reafirman, arman el imbricado tejido de significaciones que registran la historia venezolana y algunos sucesos relevantes del acontecer mundial (la política stalinista, el fascismo, la revolución cubana, el mayo francés, entre otros). Reseñas periodísticas, fotografías, textos inéditos (La noche sin estrellas, por ejemplo), relatos orales (los de la sobrina, Chona, Carmen Leonor, el loco de Turmero, Irène Lenirov), todos propuestos como aproximaciones, como senderos que pueden conducirnos a la elaboración de sentidos probables pero, al mismo tiempo, susceptibles de ser leídos como documentos apócrifos. El texto re-crea los hechos desde una conciencia que problematiza la historia, despojándola de visiones unilaterales. El regreso al pasado se lleva a cabo en la tarea de recomposición que emprenden los interlocutores apoyándose, como hemos señalado, en discursos heterogéneos y en la fragilidad de sus recuerdos, frecuentemente perseguidos por la duda. Asimismo, encontramos un acentuado interés en proyectar el marco referencial, sobre el que se sustenta la relación histórica, como conjunto de relatos, de imágenes que cuentan desde diferentes perspectivas. La historia se plantea como superposición de narraciones.

Finalmente, el regreso del viaje se convierte para el interlocutor en convencimiento de que la búsqueda de la verdad, del sentido de la vida, es sólo una impostura, un constructo ideológico que se desvanece: “Todo se ha ido desvaneciendo, mejor dicho, todo se desvanece una vez que ocurre” (306). El interlocutor/narrador da cuenta, entonces, de la desaparición del receptor idealizado por el hermano y se convence de la inexistencia de ese juez histórico capaz de ejercer valoraciones sobre la actuación de los otros y sobre el camino transitado por los que, como el hermano (prolongación de su identidad, él mismo, según palabras de la traductora), se sentían comprometidos a consignar su vida, confiando en la importancia del juicio de aquellos que tendrían “una verdad que contrastar”. La noche sin estrellas y la película El acorazado Potemkin, por ejemplo, cuentan desde la exaltación revolucionaria, desde la idea que el interlocutor atribuye a la figura del hermano, cuando señala:

Él escribió La noche sin estrellas como si un lector histórico estuviese esperando aquellos testimonios, como si el Juez del Juicio Final le reclamase la consignación de su vida para el Archivo Total de la Aventura Humana. Y consignó todo aquello como si de los más preciados recuerdos de la humanidad se tratase. Yo he llegado a ese lector histórico, a ese juicio final. Los he desenmascarado: no existen. (306)

Desmontadas las imposturas, no queda más que la oscilación del recuerdo. Nosotros, como espectadores de la novela, asistimos entonces a la puesta en escena del ejercicio de la memoria reconstruida en la escritura, al proceso de recuperación e invención de lo desvanecido.

Notas:

[1] TORRES, Ana Teresa (1999). Los últimos espectadores del acorazado Potemkin. Caracas. Monte Ávila Editores Latinoamericana. p.71. Todas las citas corresponden a esta edición. El número de página se indicará entre paréntesis.

Bibliografía de consulta:

BUSTILLO, Carmen (1997). La aventura metaficcional. Caracas. Equinoccio. Ediciones de la Universidad Simón Bolívar.
CIRLOT, Juan Eduardo (1969). Diccionario de símbolos. Barcelona. Labor.
LURKER, Manfred (1999). El mensaje de los símbolos. Mitos, culturas y religiones. Barcelona. Editorial Herder.
MONTELEONE, Jorge (1999). El relato de viaje. De Sarmiento a Umberto Eco. Buenos Aires. Librería-Editorial El Ateneo.
PACHECO, Carlos (2001). “Textos en la frontera: memoria, ficción y escritura de mujeres”. En: La patria y el parricidio. Estudios y ensayos críticos sobre la historia y la escritura en la narrativa venezolana. Mérida. Ediciones El otro, el mismo.
RIVAS, Luz Marina (2000). La novela intrahistórica: tres miradas femeninas de la historia venezolana. Valencia. Universidad de Carabobo.
RIVAS, Luz Marina. Los últimos espectadores del acorazado Potemkin. Una ficción como espejismo de la memoriaEl Universal. Caracas, 8 de agosto de 2001

Publicado en Kalathos.com