El museo como espacio de reflexión. Arte y ciudadanía

Museo Jacobo Borges, 12 de junio, 2002. En Eva en ausencia. El lenguaje del duelo. Publicaciones del Museo Jacobo Borges, 2005.

La proposición de pensar acerca de las relaciones entre el arte y la ciudadanía me parece debe partir de dos acciones desarrolladas por este museo con familiares de víctimas de la violencia de Estado. En el prólogo de Juan Antonio Calzadilla a la publicación “El platillo de la balanza” que recoge el taller de escritura que coordinó en 1999, comenta que el método utilizado fue leer un texto “matriz” para que suscitara el deseo de “decir también”; no como un texto canónico a ser imitado sino como un estímulo de la escritura que permanecía, sin saberlo, en el interior de los integrantes. Yo creo que esa experiencia es común a muchos escritores, o al menos lo es para mí: si soy escritora es gracias a libros leídos en la infancia que me suscitaron el deseo de reproducir el placer obtenido a través de la creación de otro, de “decir también”. Recuerdo haber leído hacia los 15 años la “Interpretación de los sueños” de Freud sin entender una palabra, sobra decirlo, pero sé que entonces decidí ser psicoanalista. El efecto del discurso cultural va mucho más allá de cualquier predicción formal. Nadie sabe la consecuencia que puede tener para una persona la experiencia de ser expuesta a la creación. Ocurre también que no se trata siempre del placer. Tanto la experiencia de Calzadilla como la de Xiomara Jiménez mostrada en la curaduría de la exposición “Eva en ausencia”, nos introducen en la dimensión del duelo y el sufrimiento. No sé si es una regla pero en todo caso la vinculación entre las formas de sufrimiento y la creación es innegable. En ese sentido, no tengo ninguna duda acerca del beneficio psicológico que hayan derivado las personas que participaron en ambos talleres; eso sería ya importante, pero la mayor relevancia estriba en que no son solamente esas personas como individuos, los beneficiados. Es la cohesión social que se deriva de esta acción, la posibilidad de encarar una complejidad de emociones mediante los recursos simbólicos que pertenecen a la expresión creativa humana, a los códigos culturales que nos preceden. Se trata en estas acciones de diseminar el efecto restaurador que puede tener la expresión artística y vincular así experiencias comunes con sentimientos personales.

Pero más aún, la acción ofrecida como hecho expositivo o como libro, queda abierta a los otros, nos incluye, nos hace participar de la experiencia, en este caso un duelo colectivo. Como sujeto de cultura puedo relacionarme entonces con la pérdida que no es sólo la de unas personas determinadas sino la de una sociedad a la que pertenezco, la “comunidad imaginaria” que decía Benedict es una nación. El arte y la literatura prestan así sus códigos, se presentan como los recursos para nombrar lo perdido y devolverlo al discurso. O mejor dicho, no los prestan, los devuelven a su origen profundo que es la necesidad humana de expresarse. Tengo para mí que los venezolanos recordamos con una memoria perforada en la que sobresalen los grandes hitos de la historia pero permanecen los huecos del sentido, y en ellos desaparecen las pérdidas. La pasión heroica y la admiración por el poder nos ha hecho difícilmente sensibles a los tejidos más delicados de la sociedad. Nuestra permanente visión utópica nos quita sentido de oportunidad, de colocar los nombres y los procesos en su sitio, de recoger nuestros fracasos, nuestras pérdidas, nuestros conflictos. Entonces, si un grupo de personas es convocado por una institución cultural a la posibilidad de recuperar su sufrimiento y darle una dimensión dignificada a sus sentimientos, me parece, paradójicamente, un gesto optimista, una manera de decir que se incorpora el diálogo de la pérdida a nuestro diálogo social, y se reivindica el lugar privilegiado de la cultura en el corazón de los pueblos.

Un cierto optimismo modernizador que caracterizó nuestra mentalidad durante las primeras décadas de la democracia, si bien tuvo por efecto la creación de una importante red cultural institucional (hoy, lamentablemente, en muy mala situación), estuvo quizá muy sesgado por la concepción de la acción cultural como un medio para producir creadores, del mismo modo en que la educación lo estuvo para producir “doctores”. Hoy estamos en otro escenario, no sólo en Venezuela sino en la hora del mundo, y la acción cultural se comprende mucho más desde el punto de vista de la incorporación y ejercicio activo de la ciudadanía a través de cualquiera sean las manifestaciones creativas. La definición de la UNESCO establece claramente que la Cultura debe ser colocada en el centro de la estrategia de desarrollo y descarta la concepción tradicional según la cual se restringe al cultivo privilegiado de las Artes. En la definición actual la acción cultural incluye los derechos culturales como parte de los derechos humanos, los modos de vida, el sistema de valores, las tradiciones y creencias, la participación ciudadana y la producción económica. En una sociedad democrática avanzada la acción cultural debe sustentarse en sentido amplio en los valores de la democracia, tales como la libertad de expresión y opinión, el respeto a los derechos humanos, la equidad de género, el respeto por el multiculturalismo, el pluralismo, las problemáticas particulares de las minorías y la comunicación intercultural.

Todo ello se resume aquí. Las personas protagonistas de esta acción, precisamente ejercen activamente su ciudadanía al exponer, expresar, y reivindicar su condición en hechos que atentan directamente contra los derechos humanos. Al intervenir con su discurso en problemáticas que atañen a las minorías de representación, al vincularse así a la obra de creadores que en otras partes del mundo han tomado estos temas de la violencia como motivo de su producción. Pero, y no menos importante, hablamos aquí, particularmente en la exposición “Eva en ausencia”, de un problema que habla de la equidad de género. O mejor dicho, de la inequidad de género que sigue siendo en Venezuela un problema social de primer orden. Las mujeres siguen –seguimos- siendo minoría representativa frente a los discursos de poder, no sólo en el plano político donde es obvio sino en todos aquellos en los que las relaciones de poder se extienden. El hecho de que haya varias en este panel no quiere decir que es un problema solucionado. Revisen las altas nominas ejecutivas y cuenten los nombres de mujeres. Revisen los altos cargos académicos y cuenten. Entonces, las mujeres que hablan en esta exposición y en los textos del taller nos dicen también de su doble exclusión frente al poder. Este acto mediante el cual transforman su dolor privado en un hecho expositivo o escrito es precisamente un acto de reivindicación y ejercicio de su identidad de mujeres, más allá de los motivos muy personales por los cuales participaron. Es transformar su problema individual en discurso público. Es pasar de esa invisibilidad que caracteriza el trabajo doméstico a la escena pública como actoras y salvarse de la interceptación constante que producen los oficios femeninos para obtener un tiempo propio.

Pero lo interesante también es que estos y estas talleristas no acudieron porque deseaban ser artistas y nos plantean una categoría interesante. Una categoría que no calza en las tradicionales fronteras entre “cultura de elites”, “cultura de masas” y “cultura popular”, porque, en rigor, muestran elementos combinados sin pertenecer a ninguna. Cuando, por ejemplo, plasman un autorretrato del “antes” y el “después”, guiadas por Xiomara Jiménez, están haciendo uso de un recurso típico del arte contemporáneo como es la autorepresentación vivencial. O cuando intervienen un cuerpo previamente trazado por la curadora. No están ciertamente entrenadas para el rigor formal, pero tampoco puede catalogarse su producción de “cultura popular” ya que ésta se refiere más bien a las producciones de la tradición ancestral o vinculada con la estética marginal urbana. Desde luego no es cultura de masas. Es, diría yo, cultura ciudadana contemporánea. Precisamente, como nos lo muestra el artista colombiano Iván Hurtado en su exposición “Inocentes” el arte contemporáneo parte del hecho político y no de la belleza, como propuesta fundamental, y paradójicamente está mucho más próximo de lo popular que la llamada “cultura popular” que en algunas de sus manifestaciones tradicionales ha terminado por ser un gusto más de las elites.

Esto es algo en lo que me gustaría detenerme porque las fronteras que dividen la cultura son, en mi opinión, prejuicios en el más estricto sentido de la palabra. La “cultura de elites” o “alta cultura” mira desde el prejuicio ilustrado las producciones de la “cultura de masas”; la “cultura popular”, a su vez, enjuicia desde el prejuicio político a las otras dos, y finalmente, la cultura de masas las desprecia a ambas por su bajo impacto. Si se quiere mantener estas divisiones por comodidad de lenguaje debe tenerse muy en cuenta que se puede dividir el objeto cultural pero no al sujeto de la cultura. Me parece que nada hay escrito en contra de que una misma persona pueda leer un poema de Rafael Cadenas, escuchar música regional, o ver la nueva versión de Spiderman.

Por otra parte, el país es diverso y multicultural por muchas razones que los historiadores y sociólogos podrán explicar mejor que yo, y en toda sociedad coexisten intereses y motivaciones diversas que varían con la edad, también con el género, con los modos de vida y con la propia problemática de cada cual, como es el caso de las producciones comentadas.

Sin embargo, para que una persona pueda participar de los bienes culturales de su sociedad tiene, primero, que construirse como sujeto de cultura. Es decir, ser alguien que  pueda sentirse parte de una comunidad que desarrolla acciones en función de mejorar y dignificar la existencia, para así construirse como actor y receptor de esos bienes. La exclusión de grandes sectores de la población de los bienes y servicios culturales es necesario considerarla como uno de los efectos más perniciosos y graves de la pobreza,  que lleva adjunto el empobrecimiento cultural, y limita drásticamente las posibilidades del desarrollo humano de la persona y las comunidades. La acción cultural es un factor indispensable dentro de las políticas públicas que tiendan a eliminar tanto los efectos como las causas de la pobreza por ser de alto impacto en la lucha contra los efectos destructivos que la pobreza produce en el tejido social en términos de exclusión, pérdida de cohesión, baja autoestima e iniciativa y deterioro de valores ciudadanos.

Para insertarse en una estrategia de desarrollo social y productivo y en la construcción ciudadana, es necesario establecer en orden prioritario el problema de la exclusión del sujeto del discurso cultural; a) en términos de su pertenencia a la tradición y producción de bienes culturales de la sociedad; b) en términos de la exclusión territorial de las instancias y acciones donde se desarrolla esa tradición y producción.

La incorporación, por lo tanto, debe actuar también en ambos sentidos: a) la producción de acciones culturales propias y desarrolladas en el ámbito local, y b) la vinculación de las comunidades con las acciones producidas por las instituciones culturales en el ámbito extenso. Los efectos deseados son, por un lado, la apropiación interior de la acción cultural que lo construye en sujeto de cultura; y por otro, la apropiación territorial que le permite reconocer simbólicamente los bienes públicos compartibles.

Todo ello me parece encontrarlo en estas propuestas del Museo Jacobo Borges y representan lo que me parece más sustancial: la incorporación activa. A todos nos satisface ver un grupo escolar visitando nuestros museos, pero más importante sería que esos niños expresen plásticamente lo que quieran o necesiten expresar. Es estupendo que un grupo de jóvenes acuda a una representación teatral, pero mejor todavía que dramatizaran sus propios textos acerca de sus propios problemas, y así sucesivamente. No existe ninguna manifestación cultural que no pueda ser ejercida por cualquier persona, siempre y cuando, por supuesto, no partamos del presupuesto de que si un niño dibuja es para llegar a ser Jacobo Borges. A lo mejor sí, pero ése es un destino muy particular que sólo algunos seres humanos tienen. El sentido de la acción cultural nos lo enseñan estas personas que a través del arte hablan de su ciudadanía. Sus efectos son imprevisibles.