Teresa de la Parra. Ilustre caraqueña.

“440 de Caracas”. Bancaribe. Foro de Historia: Caraqueños ilustres. Casona Anauco Arriba, San Bernardino. Caracas, 1 de noviembre 2007. En Tres caraqueños en la historia y en las letras (2010). Caracas: Fundación Bancaribe: 61-68.

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La importancia de Teresa de la Parra en nuestras letras no necesita reafirmación, de modo, pues, que prefiero circular por los lados de su caraqueñidad, que es el tema principal de este foro y de todo este evento. Por el lado de su conformación subjetiva no hay manera de definirla sin pensar en ella como una mujer caraqueña. Por el lado de los hechos, de sus cuarenta y siete años de vida apenas pasó unos quince en Venezuela, y parece que le resultaron suficientes. Cuando se instaló en Europa, volvió una sola vez, hacia 1924, para arreglar los líos de la herencia que le había legado Emilia Ibarra de Barrios, y años después rechazó firmemente la propuesta que le hacían su madre y hermanas para que regresara a temperar en Los Teques, lugar recomendado para los enfermos del pulmón. Aceptó los inconvenientes económicos que se le presentaban para pagar los costosos sanatorios suizos, y finalmente morir en España donde transcurrió su educación formal. Su reconocimiento como escritora venezolana no estuvo exento de objeciones. Cuando en 1923 participó en un concurso de cuentos convocado por el diario El Luchador de Ciudad Bolívar, el jurado argumentó que el cuento “carecía de las condiciones que se estimaban características de una obra venezolana”. El cuento se titulaba “La mamá X” y era un primer borrador de lo que luego sería Ifigenia. Para subsanar este atropello contra la evidente calidad literaria del texto, recurrieron a crear un Premio Especial Extraordinario (Díaz Sánchez, 1954: 35)[1]. Este apelativo de “extranjerizante” persiguió su obra durante un tiempo bastante más largo de lo que comúnmente se piensa, y formó parte de la leyenda negra con la que en los años 60 se estigmatizó su obra por su vinculación con el gomecismo; así todavía hoy algunos afamados intelectuales la siguen presentando como una escritora que no sólo recibió favores de Juan Vicente Gómez sino a la que no le gustaba vivir en su país. Quizá la propia Teresa comprendía o presagiaba esto y comete un error, un lapsus, o simplemente un acto deliberado cuando en su breve estampa autobiográfica comienza diciendo: “Nacida en Venezuela de una larga familia de seis hermanos, pasé casi toda mi primera infancia en una hacienda de caña de los alrededores de Caracas”[2]. Aunque su biografía tiene algunas imprecisiones, pareciera que adelanta la fecha de su regreso después de culminados sus estudios de bachillerato en el Colegio del Sagrado Corazón de Valencia. Dice “regresé a los dieciocho años”, pero si la fecha para esta vuelta a la patria tuvo lugar en 1909 –año que da como más probable María Fernanda Palacios (2005)[3] – ya había cumplido los veinte. No tiene mayor importancia la diferencia pero, al igual que el “error” en su lugar de nacimiento, son mínimos detalles que expresan un deseo de ser reconocida como alguien que, aunque viviera lejos, no era sino venezolana. No podía ser de otra manera, aunque, en realidad, más que venezolana era caraqueña.

¿Por qué, si era tan caraqueña, no quiso vivir en Caracas? Porque se sentía constreñida por los rígidos códigos morales de su contexto de clase, pudiéramos decir sin duda, pero Teresa fue una mujer más audaz de lo que se piensa. Hacia 1916 abandona la casa familiar y decide mudarse a la de los Barrios, más adelante pasa una larga temporada sola en Macuto donde escribe su primera novela, y es obvio que esas decisiones no podían ser las más esperadas por la familia y la sociedad a las que pertenecía. Ignoramos cuáles fueron los argumentos que presentó para esas separaciones pero han debido ser muy imaginativos. Cuando decide –e insisto en el verbo “decidir”– irse a París, lo justificó argumentando que hacía mucho tiempo que no veía a su hermana Isabel. Probablemente esa fue una buena excusa, pero insuficiente para explicar que pasara el resto de su vida en Europa. Contrario a la opinión común Teresa no fue una gran viajera; la mayor parte de esos años estuvo residenciada en Francia o en algunos pueblos suizos, con alguna escapada a España y a Italia; fuera de eso una temporada corta en La Habana y el viaje a Colombia para sus conferencias sobre la “Influencia de las mujeres en el alma americana”. Tampoco en su tiempo en París, como anota María Fernanda Palacios (2005), llevaba una vida dentro de los círculos intelectuales franceses. Sus relaciones tenían lugar dentro de las cortes diplomáticas latinoamericanas, y sus amistades eran venezolanos en París. Esa admiración, ese mito de la Ciudad Luz, la hace sin duda muy caraqueña. Se me ocurre pensar que le gustaba desde allí recordar a su país, y que prefería una suave nostalgia antes que verse aplastada por los venezolanos en Caracas. Su mirada obliga a la perspectiva, a ver su país desde afuera. Del mismo modo en que sus relatos de la vida en la hacienda en Memorias de Mama Blanca se escriben desde la distancia del que pertenece, y al mismo tiempo es un extraño, su relación con Caracas es siempre dual. “Ser latinoamericano –dice Octavio Paz (cit en Palacios, 2003: 30)[4] – es un saberse –como recuerdo o como nostalgia, como esperanza o como condenación– de esta tierra y de otra tierra”. No en vano María Eugenia Alonso exclama: “¡Ay, qué triste es llegar a cualquier sitio!”

No hay en las descripciones teresianas de lo que fue su infancia en Tazón la desesperación que podemos leer en la novela Tierra talada (1937) de Ada Pérez Guevara o en los poemas de Enriqueta Arvelo Larriva. Ellas sí se sabían pertenecer a esos llanos, ciegos o pobres, como los calificaron. Ellas sí sabían lo que era un destino de condenación para unas mujeres que querían vivir la vida de otra manera, y finalmente lo lograron. Pero Teresa no sufre de esa condenación interiorana; ella es la hija de un caraqueño dueño de una hacienda, y lo que ve le resulta idílico o irónico, pero nunca el lugar donde transcurrirá su vida. No me refiero despectivamente a la condición interiorana, sino a que ese amor a la tierra y al paisaje es más bien propio de la venezolanidad; la caraqueñidad no se siente amarrada del espacio porque Caracas es una ciudad fugaz en la que cada generación ha sido testigo de varias transformaciones. No existe una Caracas definitiva, no hay, por lo tanto, una nostalgia precisa; escribirla es más bien una necesidad de asegurarse de su presencia, y de que a pesar de los cambios de su rostro, mantiene su identidad a través del tiempo. Quizás su único emblema permanente sea el Ávila, y los caraqueños necesitan ver la montaña, o el mar, que es lo mismo, porque son habitantes de una ciudad cosmopolita, expansiva, claustrofóbica, que busca siempre una mirada más allá. Caracas, la ciudad que compartimos con Teresa, defendida del mundo por la montaña, es siempre una llamada a la curiosidad. Qué hay detrás del Ávila es la pregunta de cualquier caraqueño.

Pero volviendo a nuestra autora, ¿cómo definir su situación en Europa? ¿Era una emigrante, una exiliada, una turista? Para los caraqueños de su condición social “París –dice María Fernanda Palacios (2005)– era una costumbre”, como quizás hoy en día lo sea Nueva York, y podía vivir en Francia sintiéndose tan venezolana como la que más. En los sanatorios suizos sus amistades eran otros latinoamericanos, algunos de ellos venezolanos; sus vínculos más importantes fueron con un ecuatoriano y una cubana, su mejor amigo espiritual en los años de la enfermedad, un colombiano. No fueron europeas sus relaciones significativas y, me atrevo a imaginar que lo que amaba de Europa era el sentimiento de orden y tradición que persiste en sus paisajes y costumbres. Su visión de los europeos era tan distante e irónica como la que tenía frente a sus paisanos. Ser una venezolana en Europa era su mejor modo de vivir la caraqueñidad.

Caracas –insisto– por su movilidad, la permanente transmutación de sus espacios, siempre destruidos, renovados o utilizados de un modo diferente al concebido, se hace resistente a cualquier crónica descriptiva y fija. No es una ciudad que conserva la nostalgia de sus orígenes; es, por el contrario, la ciudad-proyecto por excelencia. La ciudad con nostalgia de futuro, de destino nunca del todo realizado, el símbolo de la modernidad del país, siempre por venir. Quizá la dimensión temporal de la novela sea el mejor ámbito para capturar su atmósfera. Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba (1924), por su riqueza literaria, ofrece muchas lecturas; una de ellas, sin duda, es la de incluirla como la novela de la ciudad que era entonces Caracas.

Miguel Gomes (2004)[5] estudia a Teresa de la Parra en comparación con el novelista Manuel Díaz Rodríguez encontrando numerosas coincidencias que le sugieren una importante influencia de Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902). Los protagonistas de Díaz Rodríguez son descritos “como seres desarraigados, divididos entre su Caracas natal y un París que constituye la encarnación del ‘ideal’, sea artístico, sea ético”. Al igual que Teresa, pueden burlarse de la pedantería parisina, pero más mordaces se muestran cuando deben enfrentar el provincianismo caraqueño. Otra similitud interesante que señala Gomes es una suerte de anti vuelta a la patria. La exaltación romántica perezbonaldiana de reencuentro con el paisaje se presenta aquí con escepticismo y decepción. Tanto los personajes de Díaz Rodríguez como María Eugenia Alonso –y otro tanto la María Antonia de Trina Larralde (Guataro, 1938) – llegan de Europa y se deprimen ante la aldea que los espera; quisieran para su país las mismas oportunidades de un entorno al que no pertenecen pero admiran, y sobre todo, del que se sienten herederos culturales.

Por más que Teresa reivindica su ancestro caraqueño, y reconoce su alma como formada en las tradiciones coloniales, lo que llamaríamos hoy su estilo de vida, no se avenía con las costumbres y códigos que destilaba la ciudad. La atmósfera claustrofóbica de Ifigenia, el sentimiento de que su vida estaba condenada a la casa, no es solamente un efecto de ser mujer. La condición femenina lo determina e intensifica, por supuesto, pero también lo sufren los héroes masculinos de Díaz Rodríguez. Probablemente el “fastidio” teresiano  –como agudamente señala Gomes– sea la versión venezolana del spleen ingles que invade la literatura modernista. “Si algo comparten todos, eso es indudablemente la visión irónica, satírica y pesimista del espacio caraqueño, que tarde o temprano somete y devora al héroe que se le enfrenta”.

Dice María Eugenia, aunque no tengo muchas dudas de que es la voz de la propia Teresa (1982)[6]:

… aquella ciudad chata… una especie de ciudad andaluza, de una Andalucía melancólica […] una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos… (34).

Y más adelante insiste:

Como entre las luces parpadeantes evocase la ciudad chata […] volví a sentir el horror de mi vida prisionera y aburrida (71).

En su análisis comparativo Gomes persiste en la similitud de reacción de María Eugenia Alonso y Alberto Soria una vez llegados a Caracas, y es la nostalgia como recurso defensivo ante la evidente desilusión.

¿Esto es el centro de Caracas?… ¡El centro de Caracas!… y entonces… ¿Qué se habían hecho las calles de mi infancia, aquellas calles tan anchas, tan largas, tan elegantes y tiradas a cordel? […] Caracas, la del clima delicioso, la de los recuerdos suaves, la ciudad familiar, la ciudad íntima y lejana, resultaba ser aquella ciudad chata […] Así juzgaba deprimida corriendo a toda prisa por las calles… (34).

Fácilmente esta cita podría sugerir una mirada euro céntrica, que no se conforma con su realidad. Es, por el contrario, un rasgo esencial del intelectual latinoamericano, siempre ávido de representar al país, y siempre incómodo con su destino de pertenecer a una nación en permanente construcción. Detrás de su decepción, por el contrario, hay que leer el mismo desasosiego que nos causa a los caraqueños de hoy ser testigos de la ciudad erosionada, precisamente porque la amamos y no nos imaginamos sin ella. Teresa de la Parra nos dejó el mejor cuadro de la ciudad que conoció porque, adonde quiera que fuese, la llevaba adentro con su ternura y su fastidio.

Notas:

[1] Díaz Sánchez, Ramón (1954). Teresa de la Parra. (Clave para una interpretación). Caracas: Ediciones Garrido.

[2] Carta a Carlos García Prada, París, 7 de mayo, 1931. Teresa de la Parra, obra escogida. Caracas: Monte Ávila, Vol. 2. 106-107.

[3] Palacios, María Fernanda (2005). Teresa de la Parra. Biblioteca Biográfica Venezolana. Caracas: El Nacional y Banco del Caribe.

[4] Palacios, María Fernanda (2003). El movimiento del grabado en Venezuela. Caracas: Universidad Central de Venezuela.

[5] Gomes, Miguel (2004). “Ifigenia de Teresa de la Parra: Dictadura, poéticas y parodias”. Acta Literaria. Nº 29: 47-67. Universidad de Concepción, Chile.

[6] Parra, Teresa de la. (1982). Obra. Caracas: Fundación Ayacucho.