Simposio La novela de las Américas. Universidad de Colorado, Boulder. Septiembre, 1992.
Me refiero al destino en el doble sentido de la palabra: como la fatalidad que nos dirige más allá de nuestra voluntad y como el destino a donde nos proponemos llegar. Si bien cualquier escritor quiere tener la impresión de que se enfrenta a su tarea en un acto puro de creación, no es menos cierto que esa libertad de creación está mediatizada por diversas determinaciones. Me planteo cuáles son éstas para mí y en qué medida pueden ser sistematizadas.
EL GÉNERO. La presencia significativa de mujeres escritoras, particularmente a partir de mediados de este siglo, ha traído como consecuencia un alto desarrollo de los estudios acerca del género sexual y de la condición femenina en sus relaciones con la escritura. Estoy convencida de la importancia de esos estudios en cuanto a lo que pueden aportar a la comprensión de la problemática de la mujer y a la modificación de su condición, que no ha sido de ninguna manera resuelta pues muchas mujeres, diría que la mayoría, viven dentro de condiciones que poco han cambiado en lo esencial. Estoy convencida también de que nacer mujer o hombre no es un accidente biológico sin importancia sino una manera de insertarse en el orden social que configura una experiencia radicalmente distinta. Pero hay en el excesivo peso atribuido al género del escritor una circunstancia que me preocupa y es que siempre se trata del género femenino. La condición de la masculinidad no ha recibido el mismo tratamiento ni interés y esa ausencia plantea una interrogante. Pareciera que la mujer sigue siendo el segundo sexo, el sexo otro, el extraño sexo que de pronto aparece en el orden del mundo y que requiere de ser descubierto. El sexo cuyas características son descritas, estudiadas, registradas y clasificadas, que configura una especie aparte, distinta, y de la que. por supuesto, se espera un producto distinto. Hay en esto un cierto discurso del uno acerca del otro. Del que es acerca del que puede ser. Reitera un discurso del amo, en cuanto a que el amo no necesita de explicación porque se basta a sí mismo. Aun cuando la comparación no es demasiado exacta, recuerda un poco el discurso del colonizador que se reconoce a sí mismo como el significante de la cultura, y que, por lo tanto, observa como desviación o extrañeza aquello que forma parte de la cultura del colonizado.
Entonces, con respecto al género, pienso que no puede establecerse la determinación en términos de considerar que, por una parte existe la literatura, en abstracto, y por otra, la escritura de las mujeres, determinada por su condición. Si vanos a estudiar la experiencia que se condiciona a partir de la sexualidad es imperativo hacerlo desde la perspectiva de que los escritores hombres sufren por igual de esa determinación.
En lo que a mí respecta no me propuse, al escribir, establecer un discurso de la mujer, pero sin yo proponérmelo, ocurrió. Tanto en El exilio del tiempo, como en Doña Inés contra el olvido, y mucho más en dos novelas inéditas posteriores, la voz de la mujer contando su historia se hizo presente, porque parte de mi experiencia ha sido comprobar que la voz de la mujer, si bien está presente en la configuración de la cultura de una sociedad, es omitida a la hora de los créditos. Hay en el recuento de las voces femeninas de El exilio del tiempo muchos de aquellos elementos que de pronto pueden ser olvidados por el discurso masculino, tales como las costumbres en la aproximación de los sexos, los pequeños prejuicios, las boberías que se le proponen a la mujer como meta, la influencia de la TV, la música y el cine en el aprendizaje sentimental, que han sido a veces desdeñados con el nombre de «costumbrismo» o «intimismo», como si la costumbre íntima no formara parte sustancial de la vida. Hay también las voces de mujeres de distintas generaciones que explicitan la manera en que la sociedad las ha colocado con respecto a su capacidad de autonomía, y hay en cierta forma un esbozo de novela de aprendizaje que constituye la voz de la narradora principal recorriendo sus temores infantiles, su descubrimiento de la vejez, la locura y la muerte, sus vivencias frente a la menstruación y el sexo, su observación desencantada de los efectos del amor en otras mujeres mayores que ella, y en cierta forma, su recuento de lo que es el fracaso de toda existencia, a la vez que su crecimiento va teniendo lugar dentro del crecimiento y transformación de Caracas, particularmente significativos a partir de los años cincuenta. Pero este discurso que pretende narrar la historia de la mujer, como una parte de la historia social venezolana, y no como una aparte, no queda desvinculado del contexto social e histórico en el cual la narración tiene lugar. Con ello quiero decir que el discurso de la mujer no consiste exclusivamente en recrear la interioridad, y particularmente la interioridad corporal, sino en reinsertar la voz de la mujer para narrar la historia desde el discurso que le configura su experiencia. Dicho de otro modo, no creo que las mujeres escritoras estemos obligadas a circunscribirnos a determinados temas o enfoques y que el cuerpo y la sexualidad sean la etiqueta de fábrica para distinguir nuestros textos literarios Este confinamiento me resulta tan asfixiante como el destino doméstico al que la sociedad nos tuvo limitadas durante muchos siglos y que aún hoy está vigente en algunas sociedades. Creo que muchas escritoras latinoamericanas escapan a este encerramiento, pero me referiré más específicamente a las novelistas venezolanas.
Con Teresa de la Parra se inaugura una tradición en cuanto a que el personaje femenino habla de su condición y de la problemática que se deduce de ella, pero siempre dentro de un contexto más general, siempre en el intento de insertar a ese personaje en un país, en una sociedad, en un tiempo. Ifigenia es el mejor ejemplo de esto que estoy afirmando, pero no es el único. En No hay tiempo para rosas rojas de Antonieta Madrid, la problemática de la mujer dentro del espíritu revolucionario de los años sesenta, aparece claramente dibujada. Otro tanto podría decirse de los personajes de Laura Antillano, particularmente de las protagonistas de su más reciente novela, Solitaria solidaria en la que hablan mujeres que a la vez que narran sus destinos íntimos están comprometidas en movimientos políticos. También ocurre así en la novela Los nuevos exilios de la joven escritora Lourdes Sifontes, en la cual la protagonista mujer vive las vicisitudes de su relación amorosa dentro del contexto del exilio producido por la dictadura argentina, y en la próxima novela de Milagros Mata Gil, mata el caracol, en la cual, las voces narradoras son casi todas femeninas y establecen con amargura y resentimiento el destino de la mujer como sujeto alienado en la familia, pero dentro del contexto mucho más amplio de la disolución de la identidad y de la erosión que el tiempo produce en los seres humanos. Hago la salvedad de que me estoy refiriendo a novelas en las cuales los personajes femeninos tienen relevancia. Esta tendencia en el discurso de la novelista venezolana aparece también en mi novela Doña Inés contra el olvido, en la cual la voz narradora toma a su cargo la crónica de más de doscientos años de historia para dar su visión de los hechos y establecer su mirada frente a las vicisitudes del país, mirada siempre en desacuerdo. Por supuesto, dentro de las muchas circunstancias que comenta este personaje están los cambios ocurridos en la situación de la mujer y las dificultades que ésta confronta, pero dentro de una temática más amplia que pretende establecer el discurso de las clases económicamente dominantes y sus relaciones con el poder gubernamental desde la colonia hasta la democracia.
EL ESPACIO. Parto de una consideración evidente. ¿Cómo podría un noruego escribir Pedro Páramo, cómo podría un venezolano haber escrito La guerra y la paz? En una reciente conferencia en Caracas, José Balza sintetizó esto en una frase: el lugar del mundo donde ha nacido perseguirá siempre al escritor. Como toda atadura , resulta incómoda, pero hasta la fecha debo admitir que Caracas ha estado presente en forma constante en las dos novelas a las que he hecho referencia. Esa ciudad de cinco millones de habitantes, que arrastra consigo la miseria de sus barriadas marginales, mientras busca compulsivamente el perfil de Nueva York, dividida entre el cosmopolitismo de sus heteróclitos habitantes, dentro de la arquitectura postmoderna de sus ostentosos edificios, y la resonancia rural de haber sido la capital de una de las más perdidas y pobres provincias del imperio español, es también la aldea en la que nacieron mis antepasados. Su rostro fugaz se dibuja en el de los seres textuales que transitan por mi escritura. Ellos, como yo, podríamos subscribir las palabras de un joven poeta caraqueño, Leonardo Padrón, cuando dice: «Yo quisiera morirme en un momento del Avila con la visión interminable de mi ciudad y el recuerdo avasallante de todas las demás.»
Esta determinación me parece insalvable en El exilio del tiempo. En esta novela, a nivel del relato, la historia del país está trazada a grandes rasgos, con mayor énfasis la correspondiente a este siglo, pero no se hace hincapié en las grandes efemérides o personajes. La historia es más bien un telón de fondo frente al cual se mueven los personajes de ficción, personajes anónimos que constituyen una familia de la burguesía venezolana, que narran las sucesivas transformaciones que han sufrido así como sus relaciones con otros personajes, provenientes de otros sectores sociales, que a su vez se han transformado. En la medida en que la narración transcurre, las distintas voces van describiendo los cambios de la ciudad, que en el fondo es uno de los protagonistas de la novela, y cómo esos cambios, por una parte son el resultado de las transformaciones económicas, y por otra, constituyen un agente que va incidiendo sobre sus habitantes, de modo que éstos van dejando paulatinamente de ser los vecinos de una ciudad provinciana para ser los anónimos ciudadanos de una urbe y adquirir las características más o menos universales de los grandes centros poblacionales. Quizás porque yo fui testigo de esa transformación, ya que cuando nací, en 1945, Caracas era a medias ciudad, a medias hacienda, no he podido evadir la necesidad de relatarla. En Doña Inés contra el olvido, Caracas también aparece en un lugar relevante pero ya desde otra perspectiva, más en el intento de restablecer su perfil através de la investigación documental, pues prácticamente todos los vestigios de su pasado colonial han sido destruidos.
EL TIEMPO. En cierto sentido, siempre que se narra se habla del pasado. Siempre es una historia que ya ocurrió, al menos en la mente del escritor. Es el cine quien tiene la posibilidad de narrar en presente, de desarrollar una secuencia de imágenes donde la historia pareciera estar por ocurrir. Vivimos en un continuo presente y si no fuera por la posibilidad de convocar el pasado o de imaginar el futuro, nuestra existencia se disolvería en el puro transcurrir puntual del momento. De hecho, la cultura contemporánea de alguna manera reduce al hombre a esta duración instantánea, donde todo ocurre simultáneamente, y paradójicamente, todo se desvanece al instante. Para recordar al gran poeta español, Antonio Machado, vivimos un mundo donde todo pasa y nada queda, y en el que cómodamente sentados frente a nuestro televisor, podemos pasar insensiblemente de la propaganda de una salsa de tomate a los bombardeos en el Golfo Pérsico. Dentro de esa vertiginosidad que tiene por efecto vaciar de sentido a los hechos, el lenguaje se presenta como uno de los instrumentos más eficaces no sólo para convocar el pasado, sino para también darle una interpretación. Evidentemente, el pasado como tal está perdido. En una suerte de diario que escribí paralelamente al Exilio del tiempo anotaba: «No existe un pasado, sólo una escritura en verbos de tiempo pretérito, pero no un reino dejado atrás y al que podamos volver.» No alcanzamos sino a un breve recorte de ese pasado, recorte por supuesto subjetivo, que a través de los significantes del lenguaje, nos permite tejer una red que captura una mínima parte de un todo inapresable. La elección de los referentes a través de los cuales se convoca el pasado es, también, subjetiva, y en sí mismos esos referentes son también historia, pues constituyen el reflejo ideológico de los modos de pensar que se han ido produciendo, y sitúan al novelista en la época histórica que le ha tocado en suerte. Ahora bien, la idea o propósito de ir hacia el pasado no me parece un fin en sí mismo. Quizás lo que he pretendido en la escritura de estas dos narraciones a las que he hecho referencia, era detener por un instante la voracidad del tiempo para preguntarme acerca de lo que había ocurrido en mi propia sociedad.
HISTORIA. Utilizo el término no en su sentido historiográfico sino en cuanto a la definición de un determinado estado de la cultura y la sociedad, en términos de sus contradicciones y conflictos. Evidentemente que un novelista puede ausentarse por completo de su escenario y producir una obra extraordinaria. Valga el caso de Borges como el mejor ejemplo, pero aún así cabría la interrogante de si esa ausencia no está relacionada con las circunstancias inhóspitas de su lugar social.
La historia de mi país, historia siempre irresuelta, de promesas incumplidas, de conflictos no solventados, la encuentro también en mi destino, y confieso que a veces me gustaría desembarazarme de él. Esta determinación me parece insalvable en El exilio del tiempo. En esta novela, a nivel del relato, la historia del país está trazada a grandes rasgos, con mayor énfasis la correspondiente a este siglo, pero no se hace hincapié en las grandes efemérides o personajes. La historia es más bien un telón de fondo frente al cual se mueven los personajes de ficción, personajes anónimos que constituyen una familia de la burguesía venezolana, que narran las sucesivas transformaciones que han sufrido así como sus relaciones con otros personajes, provenientes de otros sectores sociales, que a su vez se han transformado. El relato del Exilio del tiempo termina en los años setenta, cuando un boom petrolero produjo el ridículo milagro de lo que se llamó la Gran Venezuela, y fue terminado de escribir en 1984. Su consecuencia fue la escritura de Doña Inés contra el olvido.
En esta novela hay más claramente una manifestación de conciencias que se expresan sobre la historia y a través de ella. Su propósito era más ambicioso ya que pretendía remontarme más atrás en el tiempo, lo que exigió una cierta investigación documental, para trazar una cierta urdimbre de la sociedad venezolana, que comienza en el período colonial y termina en 1985.
Dentro de lo que considero mi destino está el haber entrado en la adolescencia bajo las promesas que la democracia representaba. Creo que para los que fuimos educados en la idea de que todos nuestros males residían en las pasadas dictaduras, la decepción de la Venezuela democrática ha sido muy profunda. Doña Inés contra el olvido es una novela terminada entre 1987 y 1988, por lo tanto no fue testigo de los más recientes acontecimientos de nuestra vida política, pero es sin duda una escritura de la decepción ante un país que se nos prometió moderno, democrático, poderoso. Encontrarnos hoy, a ocho años del siglo XXI, con una sociedad que vive, en el 80% de su población en la pobreza y la ignorancia, es el saldo deudor que la democracia venezolana tiene en su balance.
De la decepción y el escepticismo pasé insensiblemente a la temática del fracaso y me encontré escribiendo una novela, en la que trabajo actualmente, donde todos los personajes son seres fracasados, y cuyo narrador, un personaje nacido en los albores del 23 de Enero de 1958, fecha de consolidación de la democracia venezolana, es un muchacho marginal de los cerros de Caracas, que se convierte en escritor para aliviar sus desgracias porque está convencido de que la escritura llena el vacío de lo real. Esta idea que finalmente lo lleva a la locura, me permite entrar en otra de las determinaciones de un novelista, que es el propio lenguaje.
EL LENGUAJE. Hasta aquí he pretendido sintetizar cuatro coordenadas que limitan mi escritura y que constituyen, en sentido amplio, una experiencia, pero esa experiencia requiere de una interpretación, de una puesta en palabras, que obedece a una lógica particular por parte del escritor y que determinarán su individualidad. Obviamente que sólo un mítico escritor parte de cero, y que , al buscar en el lenguaje una relación propia, el novelista está partiendo de su territorio de lecturas, que estará resonando en el fondo de su peculiar modo de pensamiento y de expresión. Pero más allá de su estilo, su tratamiento, problemas que competen a los críticos, el acto mismo de escribir produce un discurso, que a su vez va a incidir en el próximo acto de escritura y así sucesivamente. Es decir, el lenguaje de una novela, si bien pretende crear un mundo de ficción, produce efectos reales sobre el escritor. Hay un cierto encadenamiento y desencadenamiento que se va dando en el proceso y que determina un destino, una suerte de lógica que marca el cambio de un libro a otro. El propio discurso se transforma en realidad.
En El exilio del tiempo la voz narradora principal comienza a relatar una serie de memorias familiares, que van pasando a ser colectivas, sin que ella misma se haya definido como escritora. Al final de la narración, sin que yo como autora me lo hubiese propuesto así, esa misma voz le anuncia al lector que lo que acaba de leer es una novela que ella escribió. El acto de escribir la constituyó en escritora, la redefinió. Y en esa novela, más allá de múltiples propósitos que tuviera yo para escribirla, encontré que mi pregunta era una necesidad de definir a mi propia sociedad, y que de esa definición, había pasado a una decepción, que es finalmente todo el discurso del personaje Doña Inés, y que de esa decepción no me quedaba otro camino que escribir sobre el fracaso y los personajes marginales y locos se me impusieron como protagonistas. El discurso novelístico va imponiendo una conciencia, una representación del mundo, que me imagino como una cadena de preguntas acerca de él y que se van contestando sucesivamente, a la vez que gestan nuevas interrogantes. Por otra parte, no encuentro al acto de escribir otro sentido que el de intentar apresar la realidad en el lenguaje.
EL DESTINO. Finalmente me pregunto por el destino como el lugar a dónde nos dirigimos, es decir, al lector, pues el acto de escribir sin el acto de leer resulta gratuito. Hay, por supuesto, la propia necesidad que nos lleva a ello, y que para mí es, como ya dije, la de preguntarme acerca de mis propias representaciones del mundo, pero que es evidentemente muy personal. Pero más allá de ella tiene que haber un propósito al ser leído, porque de otro modo no se justifica que alguien quiera publicar lo que ha escrito. El rostro borroso del posible lector está presente en el acto de escribir. La mayor frustración para un novelista es que el lector entre y salga del libro en el mismo estado, y que el único cambio haya sido el del entretenimiento. El placer de la palabra está para mí indisolublemente ligado a su posibilidad de constituirme en alguien distinto, de lograr através de ella una conciencia o un sentido que no tenía, o que tenía sin saberlo, y cuando pienso en el lector pienso en alguien que, por efecto del lenguaje, adquirirá para sí un saber que necesitaba leer para apropiarse. Ese saber no estará en lo que yo escribí, espero que sea un efecto que se desprenda del milagro del lenguaje, en su propiedad de decir más de lo que dice. Si no es así, si el texto es absolutamente inocente, absolutamente inocuo, me parece innecesario