El poder y el imaginario del venezolano

Jornadas de formación político histórica convocadas por las asociaciones de egresados de la Universidad Central de Venezuela, Universidad Católica Andrés Bello, Universidad Metropolitana y Universidad Monte Ávila.

Caracas, Universidad Monte Ávila, 21 de mayo de 2010

 Agradezco la amabilidad que los organizadores de estas jornadas han tenido al invitarme a este panel, y saludo la intención de estas jornadas que no pudiera ser más oportuna. Hablar para una audiencia de dirigentes universitarios es una gran responsabilidad, porque muy probablemente entre ustedes se encuentren muchos de los futuros líderes políticos del país. Tenemos muchas esperanzas en la clase política que se ha generado en estos tiempos, en los jóvenes que apenas comenzaron su vida adulta encontraron a Venezuela en el proceso de perder su sistema democrático, y en que ellos sabrán interpretar que quien aspire a dirigir un país tiene también la obligación de comprenderlo profundamente. Las encuestas, las estrategias, y el análisis de coyunturas son todos ellos instrumentos  muy útiles, pero ninguno puede sustituir a la formación intelectual de quienes quieran dedicar su vida a esa tarea. Para contribuir a ello trataré de acercar algunas ideas acerca de cómo se representa el poder dentro de la trama subjetiva de la sociedad venezolana.

Si pensamos en el discurso que está transcurriendo en estos días es fácil referirnos a una historia que se pretende heroica, es decir, una versión en la que la memoria solamente parece registrar los hechos de la Independencia y las luchas del pueblo venezolano por la libertad en contra de las oligarquías, todo ello inmerso en un relato que enaltece con exclusividad esos valores. Esa versión no es únicamente el producto de una propuesta política, es decir, no es únicamente un asunto de marketing utilizado por la revolución bolivariana para posicionarse políticamente. Pensarlo así ha sido, en mi opinión, un grave error. Nada de esas versiones de la historia tendría impacto si fuera un producto inventado con los fines de consolidar un poder político. Su fuerza reside en su valor simbólico. Pudiéramos decir que todo gobierno tiene tres fuentes de poder: la fuente económica, que en Venezuela siempre ha sido muy fuerte por su condición de petroestado; la fuente política, es decir, la operatividad que desarrolle un determinado factor; y la fuente simbólica, que remite a los valores, creencias, sentimientos, anhelos, de una sociedad, y constituye un tema al que no se le ha dado la suficiente importancia para comprender la relación entre la revolución bolivariana y sus seguidores.

El discurso de la revolución bolivariana tiene un alto valor simbólico porque conecta directamente con los mitos fundacionales; es decir, la patria heroica que se sustenta en el mito de la Independencia; el culto a Bolívar, y la memoria de una república heroica, protagonizada por los guerreros herederos de la gloria del Libertador. Esos mitos fundacionales son la esencia de la nacionalidad, o mejor dicho, se han elevado a esa categoría, y circulan desde siempre en la sociedad venezolana. Son los elementos no racionales que todos tenemos porque los seres humanos no somos únicamente seres racionales. Los modos racionales representan la conexión con la lógica de las cosas, la relación causaefecto, los principios abstractos. Los modos irracionales se expresan en las pérdidas momentáneas de la racionalidad ocasionadas por un alto estrés, o por el alcohol, las drogas, etc. Pero también están los modos no-racionales, es decir, las convicciones y creencias que pueden mover a los seres humanos para hacerlos solidarios con proyectos colectivos, que dan identidad, aunque no beneficios inmediatos. Se relacionan con la capacidad de comunicarnos afectivamente, de disfrutar, de creer en la ficción (novelas, filmes, etc.). Son la base de las creencias religiosas y de la conexión con los mitos.

Todas las personas, independientemente del nivel intelectual, educativo o laboral, y de las diferencias culturales e históricas, tienen esas tres maneras básicas de comunicarse con la realidad. Somos racionales cuando estamos aplicando las leyes de la lógica y del conocimiento científico para comprender un suceso o para prever un evento. Somos irracionales cuando en una situación de miedo extremo podemos provocar un accidente. Somos no-racionales cuando estamos entregados a disfrutar una película que nos sumerge en situaciones que sabemos que no son reales pero pueden despertar nuestras emociones; o cuando sentimos la pasión por un equipo deportivo; o cuando ejercemos nuestras creencias religiosas. Los elementos racionales son los que nos permiten comprender los mitos. Los no-racionales los que nos permiten contactar con ellos; y los irracionales los que pueden encauzar los mitos en acciones irreflexivas y violentas. Hay muchos ejemplos de la historia acerca de estos casos. La noción de la superioridad del pueblo alemán sobre todos los demás fue la esencia del mito nacional que Hitler utilizó para provocar la Segunda Guerra Mundial.

Volvamos entonces a nuestros mitos; el asunto es que no son solamente la expresión de un imaginario decimonónico destinado a convertirse en signo memorable de la patria. Sus códigos políticos y sociales continuaron vivos, y permanecen activos bajo un proceso de degradación. Advertimos, al menos, los siguientes: el culto revolucionario, el nihilismo, el personalismo, el impulso anárquico, el autoritarismo, el igualitarismo y el resentimiento. A la vez que se sostienen en paradigmas contradictorios, estos códigos generan un elenco de personajes arquetípicos de la sociedad venezolana. Todo el conjunto configura un imaginario del poder cuyo tejido es propenso a la enfermedad del mesianismo militar que favoreció el advenimiento de la Revolución Bolivariana.

El gran padre y la orfandad

Mientras se reconoce a Bolívar como padre supremo de los venezolanos, al mismo tiempo se descubre su ausencia. La muerte de Bolívar ocurrió en medio de un doble abandono. El abandono del padre por parte de los hijos que lo confinaron al exilio, y el abandono de los hijos por parte del padre que dejó la casa familiar para fundar otras. La primera acepción es la más común, y es la que ha dado lugar al sentimentalismo con que ha sido tratada su biografía y su testamento político, y que ha tenido la infausta consecuencia de calificar al pueblo venezolano de traidor. La otra visión, la del padre que se va en pos de la aventura, por justificada que ésta fuera, no es muy común. Si bien Bolívar imaginó la República no se quedó en Venezuela para construirla, sino que dejó esa tarea en manos de otros. Fue un padre distante. Un héroe perdido en su destino. Su propia visión de cómo debía completar su obra creó la tragedia de su vida y el alejamiento definitivo de la república soñada. El discurso heroico exalta su aventura continental y esconde la destrucción del país y la anarquía que dejó la prolongación de la guerra. La lejanía de estos acontecimientos, dice Fernando Yurman (2008: 107), no es óbice para que el trauma sea renovado en cada generación que “busca su alimento imaginario”. El tiempo cronológico no es en esto lo determinante, sino la perpetuidad del mito.

Si la primera acepción del abandono conduce a la culpa, la segunda se traslada al resentimiento. En ambos casos estamos en presencia de un vínculo paterno filial muy emotivo. Esa emocionalidad, que tiñe la expectativa anhelante de un padre que no concluyó lo ofrecido, continuará en la relación del pueblo con los representantes del poder. Caudillos, dictadores o presidentes ocuparán el asiento de una permanente demanda, a veces cumplida, otras burlada, siempre insatisfecha. En el imaginario democrático el personalismo se desdibujó un tanto para concentrarse, más que en la persona, en el Estado, pero un Estado que heredaba la misma relación paterno filial. “El Estado –observa Miguel Ángel Campos (2005b: 9­10) – ha sido el gran educador, los desheredados de la República lo presintieron como el espacio donde los hombres adquirían forma, donde los deseos y aspiraciones eran posibles, y cuando ha faltado o ha sobreactuado, entonces la sociedad tiende a autodestruirse”. La condición petrolera ha incidido en estas relaciones en tanto el petróleo es propiedad de la Nación, es decir, del Estado, y finalmente de los gobiernos. El Estado da y quita, premia y castiga, es el padre poderoso que administra la fortuna de los hijos. Se le agradecen las dádivas y las oportunidades, pero también se le demandan las penurias. Si bien esta dinámica cumplió un papel estabilizador y aupó el acceso de las mayorías hacia la movilidad social, también hizo que el Estado ocupara el lugar del resentimiento. Esa relación clientelar incluye una vinculación paterno filial.

Las investigaciones del sacerdote y sociólogo Alejandro Moreno (2000: 77 y ss.) han insistido en que la familia venezolana es matricentrada, y no matriarcal, como ha sido habitual llamar a los grupos familiares compuestos por la madre y los hijos con ausencia masculina, o con parejas masculinas itinerantes. La organización matriarcal supone el poder sobre toda la sociedad o la comunidad, en cambio, en la matricentrada el poder de la madre existe dentro de la familia pero no fuera, y en ella lo definitorio no es el poder sino el afecto. Moreno considera que este modelo cultural no se limita a los sectores tradicionalmente considerados como populares, y supone que pudiera reproducirse también en las clases media y alta, con excepciones en las regiones andinas, el estado Zulia, y en las familias emigrantes de origen europeo.

Vivido desde el hijo, el padre es ante todo, y en la lógica de la familia-madre, una ausencia, pero no una ausencia que lo borra, sino una ausencia que lo trae permanentemente a la presencia como ausente… Permanece, sin embargo, en el centro de la existencia, como un hueco, una oquedad vacía, pero construida en cuanto oquedad de abandono, demanda y rabia. Y ello aunque el padre propiamente no haya abandonado.

Esta ausencia conduce a que la figura del padre sea reemplazada por lo público, en tanto el Estado es quien puede ayudar a la madre carente de suficiente soporte económico para el hogar. No queremos decir con ello que los gobiernos hayan asumido plena y consistentemente estas tareas, sino que esta sustitución forma parte también de la tradición. Un ministro de Educación de este gobierno lo expresaba literalmente: “La familia nuestra no existe y ¿entonces? ¿Quién asume el papel de ella? Mientras nosotros reconstruimos la familia, pasarán generaciones y el Estado necesariamente tiene que ser el papá”[1]. Silverio González Téllez (2005: 141­146) cita a Samuel Hurtado[2], quien propone tesis similares a las de Moreno para explicar que la clave de la cultura y la identidad venezolana difiere de la ética occidental en la ausencia de pacto social de convivencia. El comportamiento doméstico predomina sobre el comportamiento social, y la ética de esa socialización está determinada por una cultura matrisocial. González retoma la noción de “crisis de pueblo” de Briceño Iragorry para centrarla en “las fijaciones primitivas de la matrisocialidad”, que privilegian los vínculos afectivos y privados del grupo tribal sobre los impersonales, indispensables para establecer normas de convivencia y criterios universales. De allí se genera una inconsistencia en la observancia de las leyes “que son para los otros, no para los míos”. De acuerdo con estas hipótesis, el sujeto desconfía de los otros, de la ley y del Estado, y sólo respeta las leyes tribales. Para Alejandro Moreno el sentido de vida del pueblo venezolano no es el progreso sino el mantenimiento y disfrute de la trama materna. La comunidad, que de este sentido de vida emerge, “se construye siempre a la manera de la trama familiar”, es decir, una “comunidad solidaria pero con una solidaridad de tipo materno, esto es, no basada en acuerdos ni en razones sino en afectividad”[3].

Resulta obvia la dificultad que esta cultura interpone entre los ciudadanos y la polis, y al mismo tiempo es también evidente que el socialismo “a la venezolana” que propone la Revolución Bolivariana se asienta en ella, más que en postulados marxistas ortodoxos: Todos somos hermanos y debemos amarnos. Todos deben disfrutar la comunidad porque todos están haciendo algo para todos, como una familia, y la propiedad debe ser familiar: la casa, el automóvil, el pequeño negocio, la tierra en manos de pequeños productores, sea heredada o entregada en propiedad de las cooperativas[4].

Sugerimos que la relación mítica entre una madre (y sólo ella) que todo lo da, y un padre que  abandona a la prole, o mira por ella ocasionalmente, se asienta en un imaginario que establece una vinculación traumática entre la naturaleza y el hombre depredador, que debe ser sustituido por el poder público, sea representado en una figura personal o en las instituciones del Estado. Ese hombre depredador es el “extranjero“, el conquistador, pero también el petrolero yanqui, o el emigrante voraz que despoja a los criollos de la riqueza. Finalmente, los hijos, “el pueblo”, son siempre las víctimas. Esta marca traumática de la paternidad no es una excepción venezolana. Octavio Paz (1981: 23­24) habla de la psiquis mexicana en términos muy similares, al referirse a la autoridad política, en la que percibe elementos precolombinos, hispánicos y musulmanes.

Detrás del respeto al Señor Presidente está la imagen tradicional del Padre… La figura del padre se bifurca en la dualidad de patriarca y de macho. El patriarca protege, es bueno, poderoso, sabio. El macho es el hombre terrible, el chingón, el padre que se ha ido, que ha abandonado mujer e hijos.

El tema del padre terrible, en su opinión, se aproxima al de la legitimidad del origen, a la que atribuye la inestabilidad política típica de los países latinoamericanos. El padre ausente es, por definición, un padre imaginado e imaginario, a quien puede atribuirse cualquier condición, desde el padre depredador y violento que arrasa a la madre, hasta el héroe salvador que un día recordará a sus hijos abandonados y acudirá en su auxilio. No por casualidad éste ha sido un guión clásico en el cine mexicano y argentino de los años cuarenta y cincuenta, que derivó en las radionovelas y telenovelas latinoamericanas, en las que, por cierto, la producción venezolana ha sido protagónica.

Para Carlos Monsiváis (2006: 83), en las sociedades latinoamericanas, el heroísmo “encauza la lectura de la Historia, y en los distintos niveles sociales, suscita simultáneamente el sentimiento de orfandad y la conciencia de fragilidad”. En ese sentido, el héroe representa la potencia de la nación y, al mismo tiempo su fragilidad, pues los héroes son mártires, “versiones a escala del proceso de Cristo y esperanzas sólidas en la resurrección del pueblo”. El padre eterno Bolívar, los héroes de la independencia como padres de la patria, y sus sucesores, los protagonistas militares y los caudillos actúan como una imaginaria función paterna que esconde la ausencia.

Utopismo y pesimismo

Si los políticos venezolanos han sido maestros en el vicio de la promesa, la sociedad lo ha sido en el de la espera. La constante espera califica el espíritu de una patria que vive en atención a su mito irresuelto, a su héroe incompleto, y a la expectativa de que en algún momento imprevisible, por razones inexplicables, todo alcanzará la totalidad de lo cumplido y realizado. Las soluciones puntuales e imperfectas nunca son del todo bienvenidas; detrás de ellas se despierta el anhelo de lo perfecto, lo absoluto, lo nuevo y total, a la espera del día en que “todo se arreglará”. Caben aquí las reflexiones de Rafael Tomás Caldera (2007: 29-31) acerca de la condición cultural venezolana. Un país “volcado hacia lo futuro” y “pendiente de lo porvenir” –dice– supone el descuido del presente, la atención incompleta a lo que ocurre. Una constante anticipación que lleva a “vivir en la imaginación”. Un “afán de novedades” que somete a la nación a estar pendiente de lo último, de lo reciente, y de lo foráneo. Así “la tensión hacia el futuro se traduce en un predominio del proyecto en desmedro de su ejecución… Estar siempre iniciando nuevas tareas, proyectando nuevas empresas, cambiando de rumbo, impide aquella continuidad en el esfuerzo que conduce a resultados sólidos”. Define el autor (2007: 63 y ss.) dos polaridades venezolanas, pesimismo-utopismo y desidia-aventura, que se esconden “bajo ese mesianismo que ha sido tantas veces señalado como uno de los rasgos de nuestra manera de ser: el problema de la esperanza”. El venezolano no cree en el resultado del esfuerzo cotidiano porque carece de esperanza, y la alternancia aventurapesimismo se presenta “como resultado necesario de ese complejo estado de espíritu que puede ser llamado espíritu utópico”.

Desde ese mito fundador de la patria quizás arrastra Venezuela una permanente noción de comenzar desde cero, de suponer que todo puede construirse nuevo, como si nada hubiera antes, sin pensar en las sociedades, los hombres, las costumbres, los paisajes preexistentes.

La gloria y el fracaso

La frustración y lo inconcluso de la gloria es el tercer paradigma que soporta el actuar de los venezolanos. La lectura frustrada del pasado y la discontinuidad permanente de todo proyecto. Todo es insuficiente e irresuelto, nada se finiquita, y en cierta forma la dificultad para encarar la continuidad de una acción y resolverla a término son características muy típicas de la idiosincrasia venezolana. Como consecuencia la independencia no es un mito cuya finalidad estriba solamente en recrear el origen y rendirle culto al pasado glorioso, sino también en una constante reedición que espera el momento pleno en que la patria se reconocerá en su destino. Ésta es, ni más ni menos, como veremos más adelante, la promesa de la Revolución Bolivariana. En cierta forma los venezolanos no saben cómo situarse en este vaivén de gloria y fracaso, o cómo hacer con una gloria histórica que no se ve refrendada en el presente.

Hace ya algunas décadas Maritza Montero (1984: 157-163) realizó una investigación sobre la autoimagen del venezolano desde una perspectiva psicosocial y psicohistórica. En la primera encontró una autoimagen compuesta por atributos negativos, como la pasividad, la falta de cultura, el irrespeto a las leyes y la prodigalidad. Los atributos positivos se caracterizaban por la alegría, simpatía e inteligencia. Esta autoimagen prolongaba la que se desprendía de las investigaciones psicohistóricas (1890-1982) que destacaban la violencia, la pereza, la falta de creatividad y la irreflexión. Entre los rasgos positivos de nuevo destacaban el humorismo y la alegría, unidos al igualitarismo, la generosidad y el coraje. También José Miguel Salazar (2001: 118-120) reporta datos similares. En un estudio llevado a cabo en los años setenta por Mc Clelland los venezolanos puntearon muy alto en poder, medianamente en afiliación, y muy bajo en logros. Lo interesante es que estos resultados fueron semejantes a los obtenidos en una investigación realizada veinte años después por Lynn, en la que los venezolanos ocuparon el penúltimo lugar en necesidad de logro, y la posición más alta en dominio.

De allí podemos deducir que la capacidad de ejecución social es considerablemente menos deseada que el poder, y ello es congruente con la lógica heroica. Para Axel Capriles (2008: 36) “en la psicología del héroe no hay espacio para los quehaceres de la paz. Desconoce el mérito del trabajo y el valor de los imperceptibles logros ordinarios. Desprecia el empeño metódico y constante”. Esas y otras valoraciones son la desafortunada consecuencia de haber impuesto al héroe guerrero como rol model en la educación de los venezolanos, y de haber instalado la guerra de independencia como única proeza de la venezolanidad. Afirma Rafael Arráiz Lucca (1999: 83)

En Venezuela no educamos con el ejemplo de los ciudadanos sino con el ejemplo de los héroes militares… aquí a los niños se les alienta con la búsqueda del poder, de la gloria de los hombres armados.

De estos paradigmas derivan los códigos heroicos degradados que inundan el imaginario venezolano.

El culto revolucionario tiene sus raíces en el seguimiento arbitrario del ejemplo bolivariano entendido como la pasión por arrasar con el pasado, y el permanente deseo de empezar todo desde los cimientos. La confusión de los tiempos y los propósitos de la gesta independentista desembocan en una  perenne exaltación de la ruptura, que desacredita lo existente en pos de ideales utópicos, sin otra justificación que la búsqueda irresponsable de la renovación permanente.

Esta fascinación por la “revolución” no es patrimonio de la política. Dice Gisela Kozak (2008: 9-16) que “el pensamiento, la literatura y el arte en Venezuela… para nuestro infortunio, se han prestado en demasiadas ocasiones para justificar la rebelión, el espíritu contrario a la institucionalidad, la violencia, el caudillismo o el rigor dictatorial como destino inevitable”. Sobre las razones que explican por qué los venezolanos cultivan una actitud de escepticismo y de negación ante los logros acumulados, apunta una “vena nihilista que nos empuja a actuar como los antiguos conquistadores, como si acabáramos de llegar a una tierra prometida pero ignota”. La visión negadora de la experiencia democrática es, en su criterio, uno de los mejores ejemplos de este caso. La intelectualidad de izquierda aupó la violencia como medio indispensable para obtener la “liberación verdadera”. Pero, argumenta Kozak, no pueden cargarse las tintas sobre los intelectuales de izquierda, porque también los intelectuales de centro, o considerados de derecha, exaltaron una crítica feroz, sin atenuantes, contra el sistema democrático en los años noventa, con consecuencias igualmente perturbadoras, ya que abrieron los fuegos de la antipolítica, y con ello la oferta carismática y militarista.

El nihilismo expresado en la imposibilidad de construir y  creer ha sido una fuerza permanente en contra de la generación de valores comunes y la confianza de las sociedades en sus propias potencialidades. Vinculado a esta “nada” que disuelve las ataduras sociales aparece el personalismo. Elías Pino Iturrieta (2007: 9 y ss.) lo define como

Un fenómeno constante en la historia de Venezuela, a partir del momento en que se dan los primeros pasos hacia la arquitectura de una nación independiente. Es una recurrencia de los negocios públicos, hasta el extremo de que casi no exista período en la evolución de los asuntos relativos al poder que no lo encuentre como resorte en alguno de sus costados… En cualquiera de sus predicamentos la denominación refiere a un individuo capaz de encarnar las aspiraciones de grupos grandes y pequeños, a veces diminutos pero en ocasiones multitudinarios, por encima de las necesidades más evidentes de la sociedad.

En sus causas menciona la guerra de independencia; al desvanecerse la autoridad del rey, legitimada por la tradición, y desplomarse el anterior Estado de Derecho, personas hasta entonces desconocidas, y sin ninguna influencia, comienzan a llenar el vacío de la autoridad monárquica. También apunta el hecho de que la penetración del territorio fue una acción de los intereses particulares, aun cuando estuviesen determinados por la Corona. Por otra parte pareciera imposible que las voluntades individuales no se impusieran sobre las leyes en unos espacios tan vastos como lejanos de la metrópolis colonial. De allí quizá viene la frase que se atribuye a los funcionarios reales cuando recibían órdenes que no querían obedecer, y que expresa un cinismo típicamente venezolano: “se acata pero no se cumple”. Pino Iturrieta (2007: 88 y ss.) añade otros elementos históricos; en primer lugar, el propio culto al Libertador, que justifica todas sus obras sin detenerse en que ellas mismas pudieran ser causas del autoritarismo y personalismo.

El impulso a la libertad, presente en todas las sociedades, adquiere en Venezuela la cualidad del anarquismo –de acuerdo a Axel Capriles (2003: 143) – a través del “absolutismo personal, la insumisión rebelde, el marcado individualismo convertido en personalismo a ultranza, donde siempre predomina la voluntad de no estar sometido a nada ni a nadie”.

El personalismo está estrechamente vinculado con el autoritarismo. Luis Enrique Pérez Oramas (2003: 4-5) establece una interesante relación entre la autoridad, el principio de la igualación, y el nihilismo.

Se puede decir que el venezolano no reconoce la autoridad sino a partir de un principio de “igualación”… y sobre todo su encarnación en personas e instituciones, sin antes establecer un supuesto de igualdad con quienes representan o encarnan la autoridad a través de una serie de operaciones sociales que sería urgente analizar cuidadosamente. De esta  forma, por demás, curiosa, el venezolano introduce en la dinámica de su relación con la autoridad el principio de su virtual aniquilación, el germen incesante de su desconocimiento ritual. Se diría que el reconocimiento de la autoridad pasa, en Venezuela, por su desconocimiento.

Su hipótesis se centra en que, para resistir una historia autoritaria, los venezolanos desarrollaron el igualitarismo como resistencia, como modo de expresar que, si las cosas fuesen de otra manera, cualquiera pudiera ocupar el lugar del poder. De esta forma, se desmonta todo contrato social basado en la autoritas. Así como en el tema de la rebeldía y el autoritarismo podemos trazar las huellas de la libertad como valor supremo de la independencia, la idea de que el venezolano sólo puede aceptar órdenes de quien considere su igual –lo que de alguna manera establece una suerte de horizontalidad ficticia, o de eliminación de la superioridad de competencias–, está íntimamente relacionada con el otro valor independentista: la igualdad.

También Tulio Hernández (2000: 128) tiene una conclusión un tanto pesimista sobre el particular.

Todo parece indicar que treinta y cuatro años de democracia han sido insuficientes para cambiar algunas constantes y valores heredados de esta larga historia autoritaria: el militarismo, reactivado recientemente en las simpatías populares hacia los conductores del fallido golpe de Estado; el “pajarobravismo”, una suerte de patología nacional basada en la picardía y el sentido de la oportunidad para obtener ventajas; el culto a los hombres de acción, y el consecuente desprecio por el pensamiento y la reflexión.

José Miguel Salazar (2001: 119) señala que una de las investigaciones transculturales más importantes fue la realizada por Hofstede en 1980. En ella Venezuela se situó como uno de los países más altos en la escala de “distancia del poder”, que mide el grado en que las personas están de acuerdo con que sus jefes tomen decisiones inconsultas. En opinión de Salazar esto indica “una organización que podríamos llamar paternalista: se depende de la organización para la obtención de beneficios y se percibe y se acepta que el ‘jefe es el jefe’.” Curiosamente esto parecería ser lo contrario de la rebeldía ante la autoridad, pero como señalaba Pérez Oramas, esa dualidad convive. El autoritarismo personalista es entendido por el sujeto dominado como un problema que tiene dos soluciones ambiguas y simultáneas: aceptar la autoridad, y al mismo tiempo mantener una permanente actitud de rebeldía latente, que con frecuencia deriva en resentimiento.

Ya Mariano Picón Salas (1983: 54) había señalado el resentimiento como “explosivo en grandes hombres de acción venezolanos, desde Miranda hasta Ezequiel Zamora… La guerra fue en Venezuela, entre otras cosas, una como descarga y liberación del rencor de castas que había sedimentado la Colonia”. Cabe añadir que una de las consignas de la revolución encabezada por Zamora era “que mueran los blancos y los que saben leer y escribir”.

En su clásica obra sobre el tema Max Scheler (1915) describe las emociones y afectos predominantes: el odio, la maldad, la envidia, el impulso a la descalificación y la malignidad, y la sed de venganza como su más importante causa (1994: 30 y ss.).

La venganza restaura la dignidad de la víctima y reporta una cierta satisfacción, pero si no puede actuarse, conduce al resentimiento. Si existen  “diferencias factuales” en la sociedad, en cuanto a poder, propiedad o educación, el resentimiento se hace más fuerte, y una manera de combatirlo sería a través de un sentimiento de superioridad o de igualdad, que busca la “ilusoria devaluación de las cualidades del otro, o una ceguera específica hacia esas cualidades. Pero, en segundo lugar –y aquí reside el principal logro del resentimiento– falsifica los valores mismos que pudieran conferir excelencia a cualquier objeto de comparación”. En estas consideraciones Scheler explica precisamente la noción de igualitarismo que veníamos tratando.

Con frecuencia los venezolanos se perciben como las víctimas de una historia en la que alguien tiene la culpa de sus desgracias, y ese “alguien” va mudando el rostro de acuerdo al tiempo: la colonia, la opresión, el imperialismo, el petróleo, la oligarquía. El “pueblo” queda así definido como víctima de los indicadores abstractos de la maldad y la injusticia. Esta construcción de la victimización se constituye en un obstáculo para pensar la equidad social desde una perspectiva racional y eficiente. El discurso de la victimización y satanización proporciona beneficios psicológicos inmediatos, en tanto brinda una interpretación según la cual nadie es demasiado responsable de lo que le ocurre, ya que la víctima siempre es inocente, y tiene, además, alguien a quien culpar; pero, al mismo tiempo, infantiliza y limita las posibilidades de lucha por las justas condiciones sociales.

Maritza Montero (2000: 521­525) ofrece una lectura política acerca de estos temas. La noción de “pueblo” en el discurso del período democrático “designa  a una masa imprecisa cuya única función es votar cada cinco años y que es considerada ignorante, débil, confundida, y sobre todo manipulable”. En el discurso actual observa: “O se es pobre, y por lo tanto ubicado en el grupo de quienes merecen recibir; o se es rico, cayendo en el grupo de las personas de los que no sólo no lo merecen, sino que además, quién sabe como obtuvieron su riqueza… Se produce de esta manera una inconexión entre el trabajo, la riqueza y la pobreza, que se agrava por el patrón de distribución de riqueza en el país”.

Entre los códigos que venimos señalando hay un eje común: la relación conflictiva con la ley. O se la ejerce en forma autoritaria y personalista; o se la rompe invocando un acto “revolucionario”; o se la burla anárquicamente; o se presume de una igualdad arbitraria para no respetarla; o, finalmente, se niega la validez de cualquier ley porque todas son injustas. Según Axel Capriles (2008: 149)

Una larga historia de despotismo, opresión, personalismo, autoritarismo, violencia y dictadura, impidió la acción e internalización de la norma como mecanismo de regulación y control socialmente útil. Nuestras vicisitudes históricas frustraron la maduración institucional y nos dejaron solos, desprotegidos e indefensos frente a la arbitrariedad y el poder.

Pareciera, pues, que en el imaginario venezolano, no sólo incide la ausencia histórica del padre real con desafortunada frecuencia, sino un padre  simbólico erosionado en su capacidad de sostener la ley. Un padre autoritario, aventurero, arbitrario y abandonante, que ofrece a los hijos el mismo camino para adquirir la propiedad y el poder. Un padre que se superpone a la ley, que se constituye en ley de sí mismo, y que deja abiertos los resquicios para que los hijos encuentren sus propias leyes, o aprendan a burlarlas.

Veamos, por último, algunos perfiles arquetípicos que se constelizan a partir de la codificación de la tribu heroica.

El “alzao”, el que se rebela contra una autoridad; o se hace salvaje y montaraz; o se apropia de un objeto; y el “pájaro bravo”, persona sinvergüenza y aprovechada, serían dos de los más comunes[5]. Axel Capriles (2003: 143­145) vincula estas figuras con el impulso libertario que se transforma en rebeldía, individualismo y personalismo, dominado por la voluntad de no aceptar ningún dominio.

 La historia política venezolana es testigo de la fascinación colectiva con la figura del “alzao”, el insurgente, el rebelde, aquél que se levanta y parte con un piquete para luego volver y dar un golpe de estado. el “alzao” es el tipo que actúa por su cuenta, sin acatar normativa alguna, el hombre que se colea [saltarse la cola] porque le da la gana o cree tener razón, el “echao pa´lante”, el audaz, el altanero que no resiste estar supeditado a reglas y normas abstractas por encima de él.

José Miguel Salazar (2001: 118­119), en un artículo de 1960, definió el “pajarobravismo” como la actitud que sustenta la mayoría de las acciones de los venezolanos, y aun cuando la hipótesis no fue sometida a análisis, la siguió considerando interesante cuarenta años después. “Pájaro bravo” es el que se impone por la fuerza, sin consideración, el que se sale con la suya no importa qué se le oponga. Distinto es el “vivo”, el personaje que encarna los cuentos infantiles de Tío Tigre y Tío Conejo. Éste último es un personaje simpático, astuto e ingenioso, que triunfa gracias a la burla y el engaño, y logra huir de los castigos por sus transgresiones. Es la imagen que sintetiza la “viveza criolla” como psicología de la supervivencia para sobrevivir al poder que representa Tío Tigre.

Dentro de esta configuración de la tribu heroica aparece también el “malandro”[6]. El Centro de Investigaciones Populares dirigido por Alejandro Moreno destaca que su perfil está compuesto por: “la rebelión frente a la autoridad, la existencia fuera de toda norma, la incapacidad para asumir responsabilidad o la evasión del compromiso, la inmediatez, la concepción del tiempo como sucesión de presentes, la dificulta para concebir la vida como proyecto o la intención de gozar la vida sin ningún límite”. Para el malandro, “tener respeto es que nadie lo someta” [7]. Particularmente interesante, desde la perspectiva del heroísmo como código degradado, es la autopercepción del malandro como guerrero. La asociación entre ambos términos tiene sus razones. Más allá de los valores que se puedan adscribir a los héroes épicos, como dice Axel Capriles (2008: 35­38), son también guerreros brutales.

En la mentalidad heroica no sólo domina el arrojo sobre la sensatez, sino que el horror pasa desapercibido y es tomado como acto normal… El heroísmo es, en su núcleo arquetipal un código de guerra y pillaje.

Más aún, considera que es un arquetipo vinculado al fanatismo y a la legitimación de la violencia. Su pasión está conducida por una ira prolongada, y su apetito es la conquista; incluso, el saqueo y el botín como tantas veces ocurren en las guerras. Su invasión produce una forma de poder que es la “dominación carismática”, la entrega al líder mediante lo que se deposita en ese otro al que se le atribuye todo el poder y la fuerza que la persona común no tiene. Pero el héroe, además, vive en los límites de la transgresión, no se rige por los códigos comunes y puede saltar por encima de la ley porque, precisamente, su misión es hacer nuevas leyes. La relación entre el guerrero y el delincuente se establece sobre una interpretación de estos valores, una suerte de imitación burda del hombre fuerte, que vive fuera de  la ley porque él es la ley que impone por la fuerza de su arma.

A partir de una investigación realizada en un penal de Caracas, Yolanda Salas (2000: 205) da cuenta de cómo los reclusos no se consideran a sí mismos ciudadanos sino guerreros.

El auge del poder ejercido por los gangs, las bandas, los carteles o el sicariato, por ejemplo, lejos de acabar la violencia, terminan por instaurarla y por configurar un sentido nuevo de lo heroico y de lo guerrero, basado inclusive en principios autodestructivos… Como guerrero se percibe el preso dentro del recinto carcelario y como tal se comporta en su lucha por la sobrevivencia en el penal;… sobre su cuerpo lleva inscritas, la mayoría de las veces, las cicatrices del combate y los tatuajes de su estirpe, que lo elevan de rango. Son hombres poseídos por los mismos imaginarios gestados en el colectivo.

Después de este recorrido por nuestros imaginarios puede desprenderse una visión pesimista de nuestra lectura de la historia y de nuestra conformación social. Pero es fundamental tener en cuenta que esta visión es parcial; constituye un relato de Venezuela como país heroico, descendiente de las glorias de la Independencia, que debe continuar. No es la única manera de pensarnos, pero es importante comprenderla para saber de donde partimos, y poder apreciar que los venezolanos tenemos también un relato alternativo que da cuenta de nuestra construcción social desde los tiempos coloniales hasta el presente: un país de ciudadanos que aspiran a ejercer los valores de la convivencia pacífica, del trabajo anónimo pero esencial, del progreso y las oportunidades en un clima de libertad. Las piezas de ese relato están en nuestra historia, desde el pensamiento de los primeros creadores de la emancipación, hasta los tiempos contemporáneos en los que Venezuela generó y vivió un sistema democrático, con todas las imperfecciones del caso, pero también con todas las excelencias. No se trata de volver atrás, ni de buscar momentos perdidos; se trata de consolidar la base en la que apoyarnos para empujarnos hacia el futuro, y de sentirnos orgullosos de un pasado que no es solamente la guerra y el conflicto.

Notas:

[1] Diario Últimas Noticias. Caracas,  23 de mayo de 1999. Citado en Moreno (2000: 95).

[2] Hurtado, S. (1995). Cultura matrisocial y sociedad popular en América Latina. Caracas: Tropykos­Faces/UCV.

[3] Moreno, A. et al. (1998). Historia de la vida de Felicia Valera. Caracas: Fondo Editorial Conicit. Citado en González (2004: 146).

[4] Expresiones de Hugo Chávez en el programa “Aló Presidente”. 27/04/2008.

[5] DV, Vol. 1: 35; Vol. 2: 327.

[6] Patricia Márquez (2000: 224) cita que el origen del término es la palabra malandrini, utilizada en el renacimiento italiano como bandido o malhechor.

[7] Moreno, Alejandro; Campos, Alexander et al (2007). Y salimos a matar gente. Investigación sobre el delincuente venezolano violento de origen popular. Maracaibo: Universidad del Zulia, Centro de Investigaciones Populares: 828-829. (Citado en Capriles, 2009: 167).