Memorias de una venezolana de la democracia

Conferencia inaugural de la Cátedra Venezuela. Caracas: Universidad Metropolitana, 28 de febrero 2008

Muy honrada por la invitación de la Universidad Metropolitana a inaugurar las sesiones de la Cátedra Venezuela, me dispongo a presentar ante ustedes algunas reflexiones que, a falta de mejor expresión, y parafraseando a nuestro gran escritor José Rafael Pocaterra, he titulado “Memorias de una venezolana de la democracia”; reflexiones que sin duda deben mucho al diálogo que he tenido la suerte de compartir con valiosos intelectuales de distintas disciplinas.

Como psicoanalista y escritora creo que lo que puedo ofrecer es pensar acerca del imaginario venezolano; preguntarme qué hemos sentido, vivido, esperado y desesperado en veinticinco años de historia. Con toda seguridad tendrán ustedes la presencia de especialistas que expondrán con precisión los hitos y procesos transcurridos; por mi parte, les pido que me acompañen hacia lo intangible, lo supremamente subjetivo, que no puede ser corroborado por investigaciones ni encuestas, y ni siquiera es consensualmente aceptado. Pero antes permítanme situar mi memoria  bastante más lejos porque creo que los niños y los adolescentes tienen vivencias de la experiencia política que no pueden comprender a cabalidad cuando ocurren, pero que marcarán su pensamiento en el futuro. Yo atravesaba el umbral de la adolescencia cuando escuché y sentí la alegría de mis mayores el 23 de enero de 1958, sin que entonces tuviera conciencia de por qué se alegraban tanto. Más que alegría, debería decir entusiasmo. Para mí –pienso ahora– fue la promesa de que el país provinciano y atrasado de mi infancia daría lugar a una nación moderna y progresista. Yo sería una joven que viviría en esa promesa. Y, efectivamente, pronto comencé a ver sus señales. Por supuesto que no tenía entonces la claridad para entender la relación intrínseca entre democracia y progreso; simplemente veía el mundo con las limitaciones de mi corta experiencia y escasas lecturas, y me parecía que la promesa se estaba haciendo verdad ante mis ojos. ¿Qué veía? Pues veía que el número de universidades había crecido notablemente, y que en las aulas de la que yo estudiaba –una privada, la Universidad Católica Andrés Bello– se mezclaban las clases sociales, las procedencias y los géneros. Veía que lo que después supe se llamaba movilidad social era un hecho incontestable; veía que el país se podía cruzar por nuevas vías de comunicación y se inauguraban grandes obras de infraestructura; veía que los jóvenes nos divertíamos sin temor a la inseguridad y que se transformaban los rígidos códigos morales; veía que nacían instituciones culturales y podíamos disfrutar de cine y libros cosmopolitas; trabajé en instituciones de salud y educación dirigidas y atendidas por profesionales insignes, que pretendían políticas públicas importantes e inclusivas; veía dos grandes partidos políticos, a ninguno de los cuales pertenecí, de los que nos burlábamos bastante, pero, al mismo tiempo, nos ofrecían una democracia sólida en un continente que parecía no serlo tanto. La solidez era un concepto muy importante. Una sensación de pisar firme. En fin, mi generación vivía la utopía de la modernidad.

No piensen que fuimos tan irresponsables como para creer que el mundo era un lugar de plena felicidad. A la par que veíamos los signos del progreso también era evidente que la pobreza arrastrada históricamente continuaba. Sin embargo, aquellas carencias, en aquel momento, parecían hechos superables, temas no resueltos, pero con esperanza de serlo en la promesa de Venezuela como un gran país, es decir,  un país que cumpliría para todos porque marchaba en constante ascenso, y más todavía cuando, al cruzar la frontera de los años 70, se desató la lluvia petrolera.

A fines de esos años escribí un breve trabajo titulado “El niño multicarenciado: patología del subdesarrollo”. Aunque no era mi predilección algo sabía de métodos y estadísticas, y me di a la tarea de revisar anuarios de salud, cifras de matrícula escolar, mortalidad infantil, etc. Y llegué a una conclusión muy simple, como lo son las conclusiones numéricas, pero a la vez muy contundente: durante la década de los 60 y primeros 70 nuestros índices presentaban una creciente mejoría, pero, a mediados de la década los números iban peligrosamente desmejorando. Con toda la ingenuidad de la que todavía era capaz sentí que era necesario dar la voz de alerta. Debe ser que no se han dado cuenta, pensé. Presenté mi trabajo en unas jornadas de salud mental y una periodista –supongo que con la misma dosis de ingenuidad que yo– le dedicó una página entera en un diario que ya no existe. Hace poco supe que 1976 fue el año en el que la economía venezolana detuvo su aceleración, así que mis observaciones eran congruentes con lo que ocurría; probablemente muchos coincidían en la misma observación, pero había tanto dinero en la calle en aquellos mayameros años 70 que resultaba difícil tomarse en serio las señales de que las cosas no marchaban como debían. Pienso que dejar pasar los avisos, “hacerse el loco”, como decimos en criollo, es una cualidad muy negativa de la venezolanidad. ¡Cuántas tragedias se hubiesen evitado, y se evitarían en el futuro, si aprendiéramos a encarar los problemas cuando son corregibles!

Pero entonces los venezolanos vivíamos a tope la esperanza de una Gran Venezuela, el mito de que estábamos condenados a ser ricos, a progresar siempre. Nuestro imaginario petrolero –aunque bien poco de petróleo sabemos la mayoría– no podía aceptar nada que lo contradijera. Por aquella época comenzamos a hablar de corrupción. Seguramente la había antes, como la hay en todas partes, pero se hizo muy ostensible. Al igual que todo el mundo, conjuré el demonio de la corrupción como la causa fundamental de los males del país. La corrupción, me da la impresión ahora, es un hecho nefasto –qué duda cabe– pero también un personaje que se interpone como un gran monstruo, una suerte de inmensa bolsa en la que metemos todas las responsabilidades, todo lo horrible, todo lo malo, y que así, interpuesta, impide ver otros escenarios. Para resumir, en esos últimos años 70 el lobo enseñó sus orejas.

Entremos en los años 80, cuando comienza el período que esta cátedra se propone estudiar. Yo llegué a esos años con mucha carga de trabajo, estudiando una especialización en psicoanálisis y con dos niños chiquitos, así que podría decir que me encontraba un tanto desprevenida en lo que al país se refiere. El 18 de febrero de 1983 cayó viernes, y el mejor amigo de mi hijo celebraba su octavo cumpleaños, para lo cual estaba dispuesta una piñata en un parquecito de la zona. El cumpleaños tuvo muy escasa asistencia. Mi amiga estaba sorprendida y decepcionada, y es que, ocupada en los detalles de la fiesta, no sabía que ese día el gobierno nacional había devaluado la moneda y establecido un control de cambios. Todos –mamás y papás– corrieron a los bancos con la esperanza de comprar los últimos dólares a cuatro treinta. Les confieso que cuando, días después, un empleado bancario me dijo que un dólar valía ocho bolívares tuve la sensación de que me estaba estafando.

Para otros latinoamericanos, y para los venezolanos que han nacido después, resultarán desproporcionadas y patéticas estas reacciones. También me lo parecen ahora, pero entonces era otra cosa. Entonces la joven a la que le habían prometido una Venezuela siempre en ascenso no podía comprender lo que pasaba. O mejor dicho, sí lo comprendía, pero le era muy difícil aceptarlo. Y es que la promesa estaba sustentada en que teníamos una moneda fuerte, casi a la par del dólar. Ésa era la frase que yo le había escuchado muchas veces a mi padre, y lo que acababa de hacer Luís Herrera Campins lo desmentía. La moneda no era fuerte, el país estaba insolvente ante sus acreedores, la Venezuela del cuatro treinta había muerto. No era solamente un asunto de política cambiaria ni de freno al consumismo. Constituyó una conmoción de la certeza, de la seguridad y estabilidad que los venezolanos habíamos, con razón o sin ella, construido como parte de la memoria colectiva. La devaluación no era solamente un término monetario; incluía devaluación ética, devaluación de propósitos, devaluación del sistema democrático. Valga comentar que, según propia confesión de los comprometidos, la conspiración militar del Movimiento Bolivariano 200 comenzó a mediados de la década de los 80, pero, al parecer, nadie lo advirtió o nadie lo tomó en serio. Esa devaluación interrogaba nuestra identidad y nuestro futuro. La noción de que Venezuela avanzaba hacia la superación del subdesarrollo, quedó destrozada. Esa noción de progreso constante había sido sustancial para varias generaciones de venezolanos, a diferencia de aquellas que crecieron después en un escenario de deterioro e imaginaron al país siempre en regresión.

El 27 de febrero de 1989 cayó lunes y, como no teníamos costumbre de ver la televisión o escuchar radio a esa hora, cuando mis hijos llegaron al colegio nos dijeron que las clases estaban suspendidas por disturbios. Entonces nos enteramos de que se había producido un serio problema en Guarenas a consecuencia de que los usuarios del transporte público se negaban a pagar un aumento de treinta por ciento. Creo que todavía no tenemos una explicación convincente de las causas que provocaron el “caracazo”. ¿Fue realmente un antecedente revolucionario? ¿Una manifestación de indignación atizada con fines políticos? ¿Una subida de la temperatura que, casi por azar, desató un incendio? El transporte ha seguido subiendo de precio, así como muchas otras cosas necesarias, sin que se hayan producido situaciones de esa naturaleza, pero aquel día no fue así. Aquel día, para quienes habían creído en la promesa de volver a un pasado de bienestar, el aumento del pasaje tuvo un efecto devastador.

Al principio no hubo censura de los medios y pudimos asistir a los saqueos por parte de la población, y a la represión por parte del Gobierno. El saldo oficial fue de 600 muertos y las víctimas todavía están pidiendo justicia. La organización de derechos humanos Cofavic –“Comité de familiares víctimas de los sucesos de febrero y marzo de 1989”, liderizado por la abogada Liliana Ortega– nació entonces. Anoto que el libro de Moisés Naim y Ramón Piñango, “El caso Venezuela. Una ilusión de armonía”, se publicó en 1984[1], es decir que connotados investigadores habían detectado tiempo atrás las señales de que algo se estaba rompiendo. Bien es cierto que, después de lo ocurrido, se impulsaron cambios importantes, como fueron la descentralización y algunas modificaciones en la Ley Orgánica del Sufragio, lo que indica que, a pesar de las resistencias, una voluntad de cambio, aunque insuficiente, estaba presente en la democracia venezolana.

Si en 1983 cayó la ilusión de que nuestra economía era fuerte, en 1989 se rompió, junto a las vitrinas de los comercios, la ilusión de que éramos un país sin conflictos sociales; sin conflictos de clase, diría un marxista. Como puede desprenderse el imaginario nacional se iba agujereando aceleradamente, pero allí no terminaban los huecos y las sorpresas. La madrugada del martes 4 de febrero de 1992 los venezolanos nos levantamos más temprano que de costumbre porque las campanillas de los teléfonos repicaban sin cesar. Después se hizo una película; se construyeron muchos relatos con el tema “dónde estaba yo esa noche”; los niños se disfrazaron de “chavecitos” ese Carnaval; las opiniones se dividieron; Rafael Caldera ganó anticipadamente las elecciones al pronunciar un discurso en el Congreso; la televisión repitió una y otra vez las imágenes del tanque que pretendía subir los escalones del Palacio de Miraflores; en fin, una historia conocida. El 27 de noviembre de ese mismo año cayó viernes y ese fin de semana yo estaba invitada a dar una conferencia en Ciudad Bolívar, puse el despertador muy temprano porque el vuelo era a las 7am. No hizo falta. Los recuerdos de ese día me traen la imagen de mis hijos, ya adolescentes, contemplando atónitos el espectáculo de los F-16 sobre La Carlota, como si se tratara de un filme de guerra, una de cuyas escenas culminantes era esperar si finalmente el piloto se eyectaría o no. Tuve un flashback del 1 de enero de 1958, cuando mi abuela y yo nos subimos a la azotea para saludar a los aviones que anunciaban la próxima caída de Pérez Jiménez, y mi padre nos conminaba a gritos que bajáramos. Para mí no era una novedad la historia militarista venezolana, pero la había felizmente olvidado.

De ese 27 de noviembre recuerdo también a un personaje  popularmente conocido como “el hombre de la franela rosada”, que repetidamente emitía órdenes y consignas desde la televisión; nadie sabía quién era ni por cuáles razones había sido elegido para esa misión. Era todo muy confuso ese año 1992, que simultáneamente conmemoraba el V Centenario del Descubrimiento –también motivo de controversias, que creo fueron zanjadas el 12 de octubre de 2004 con la decapitación de la obra estatuaria de Rafael de la Cova titulada “Monumento a Colón en el golfo Triste”. No sé si comprendimos a cabalidad que el tercer hueco abierto en nuestro imaginario había concluido por destruir toda la tela. La creencia de que los golpes militares eran cosas del pasado o de los otros países latinoamericanos, quedó atrás. Volvíamos a las andadas. Los venezolanos siempre nos habíamos sentido un tanto diferentes al resto de los latinoamericanos –no superiores, porque la arrogancia no es uno de nuestros defectos, pero distintos–, y ellos, a su vez, nos percibían como dotados de cierta excepcionalidad. Entre 1983 y 1992, en apenas una década, Venezuela cayó en la fosa común del continente. Ahora nos veíamos reflejados en aquellos espejos de los que nos parecía estábamos salvados: pobreza, crisis social, y militarismo.

Dentro de la conmoción nacional que produjeron estas erupciones militares creo que era difícil pensar con claridad. Diera la impresión de que, una vez recogidos los muertos y recompuesto el orden cotidiano, todo volvía a la normalidad. Algo así como un “sacudón” del que ya estábamos repuestos. Por supuesto, hubo un despliegue de opiniones. Para algunos lo ocurrido era inadmisible; para otros, la corrupción y la pobreza eran insostenibles y de alguna manera justificatorias del alzamiento (sobre los índices de pobreza he escuchado diferentes cifras; la más común hablaba de ochenta por ciento. Aunque fuera menos, era mucha pobreza). Se daba por sentado que, independientemente de las simpatías a favor o las posiciones en contra, la democracia en Venezuela se había salvado. Creo que confundimos la derrota militar con la victoria política, que se vio coronada con el enjuiciamiento y destitución de Carlos Andrés Pérez por un caso administrativo que hoy resulta banal. Me refiero, por supuesto, a la opinión común; también en esta ocasión se levantaron voces que señalaron la significación de los golpes militares de 1992.

Retrospectivamente es más fácil entenderlo. El vínculo entre democracia y progreso se había roto. Todas las creencias en las que habíamos apoyado la identidad nacional, la percepción de destino y el balance de expectativas y frustraciones quedaron vaciadas de fe. Perder la fe es asunto muy grave. Una posibilidad en esos años que siguieron hubiera sido la reconstrucción del sistema democrático bajo otros parámetros, con otra lectura del país, con otros nombres, quizá, y de hecho tuvieron lugar nuevos intentos de acuerdo social, así como tentativas de una reforma constitucional. Según la sabia Ley de Murphy, si algo tiene posibilidad de salir mal, saldrá mal. Y salió mal. Un gran número de venezolanos comenzó a añorar las viejas formas militaristas y autoritarias.

Recordaba estos días con un grupo de amigos escritores las vicisitudes del mundo literario en los años 90, y las palabras “parálisis”, “hueco”, “vacío”, salpicaban la conversación. Probablemente fue muy común entonces la percepción del país como una máquina detenida, sin rumbo, sin destino. Una percepción intolerable. Los individuos, las familias, las sociedades, las naciones, requieren para su comprensión de un cierto relato, una manera de contarse, de decirse: “esto somos; esta es nuestra vida; esto es lo que representamos”. La historia sería ese gran relato que da identidad a una nación, una construcción abarcadora en la que se pretende dar cuenta de la totalidad. Ese gran relato no es únicamente el conjunto de hechos que los historiadores exponen en sus libros y los niños deben aprender en la escuela; es un sentido que se inocula en los individuos más allá de los textos. El imaginario nacional resume esa construcción,  o si se quiere, el sentido que para las personas tiene su propia historia.

¿Qué ocurre cuando un conglomerado humano pierde su imaginario, es decir, el conjunto de ideas, creencias, juicios y prejuicios, sentimientos, valoraciones, expectativas, percepciones y autopercepciones, que le confieren una identidad y un destino? Tiene que sustituirlo. No puede quedar en el vacío, o no por mucho tiempo. Pero un imaginario colectivo no se construye de un día para otro. ¿Dónde podía encontrarse la sustitución de lo que no existía en el presente?  ¿Dónde nos refugiamos entonces ante un país sin norte?

Primero surgió la figura de una mujer. Nuestras reinas de belleza pudieran ser de poca importancia para muchos de nosotros pero no olvidemos que, para otros fueron, y quizá continúan siendo, un mito de triunfo y alegría. Y también una representación de la venezolanidad, pues por ellas fue largo tiempo identificado el país, de quien solamente se sabía que tenía petróleo y mujeres hermosas. La candidatura de Irene Sáez Conde, alcaldesa de Chacao, para las elecciones presidenciales de 1998 creció en forma inusitada. ¿Qué representaba? ¿Una madre pura y bondadosa? ¿Una mujer abnegada y eficiente? ¿Una renovación? No lo sé; lo cierto es que en cuestión de pocos meses su candidatura se desinfló y fue derrotada por una figura completamente opuesta. De la suavidad femenina pasamos a un representante de lo que siempre ha sido, en el fondo, la imagen de la autoridad y el poder: un militar. Hugo Chávez, uno de los comandantes del 4 de Febrero, triunfó con un voto pluriclasista y pluripolítico. Unos creían en él y otros no, pero, sin duda, la división de opiniones no tenía la connotación de “patriota Vs. enemigo” que adquirió después la polarización política.  Probablemente pensaron muchos que no ocurría nada de particular; simplemente,  recuperados sus derechos políticos por sobreseimiento de la causa de rebelión militar, optaba a la presidencia, del mismo modo en que lo hacían otros candidatos. Sin embargo, el paisaje cambiaba radicalmente. Bastaba, para comprenderlo, haber leído los decretos que dieron a conocer los alzados del Movimiento Bolivariano 200. Aquí no dirimíamos las consabidas elecciones entre adecos y copeyanos.

No es mi intención analizar el gobierno del presidente Chávez, a partir de febrero de 1999 hasta el presente. Quiero ir hacia ese paisaje interior, y desde allí sugiero que las elecciones de 1998 no fueron solamente un tema electoral de votos a favor, votos nulos y abstenciones. Fue un encuentro entre una gran mayoría de venezolanos con el héroe que prometía llenar el vacío del imaginario nacional. Y cumplió su promesa. Detrás de la utopía de la modernidad latía una más antigua, más profunda, quizá, que entroncaba perfectamente con el discurso de la Revolución Bolivariana.

El paso de estos años me ha llevado a conjeturar que el imaginario venezolano se mueve entre la nostalgia y la utopía. Se sitúa en un tiempo histórico oscilante entre la catástrofe y la resurrección; una temporalidad subjetiva que se mece entre el paraíso destruido y el advenimiento de un nuevo mundo. No nos hallamos, no hay manera, en esa lenta marcha, gris y rutinaria, del día a día. Nos gusta la  grandiosidad en la que todo colapsa, destruido por los enemigos, y resucita en la gloria desmesurada de los héroes. Nuestra historia es una celebración de los triunfos épicos que deja pocas páginas para los seres anónimos y la construcción ciudadana, con frecuencia silenciada, por no decir despreciada. Un pasado de estruendo bélico, de triunfantes cornetines, de enemigos que huyen, de banderas libertarias y proclamas, de dictaduras sangrientas y heroicas resistencias; una historia del poder, y de la violencia del poder, que fluye continuamente hacia un futuro promisorio que siempre parece quedarnos más allá.

La historia dibuja los siglos de dependencia colonial como un período de opresión con poca atención a la construcción social y cultural que se estaba llevando a cabo; el siglo XIX se presenta como una saga de las luchas entre caudillos; el gomecismo y perezjimenismo como crónicas de las dictaduras. No que los historiadores y críticos culturales no hayan arrojado luces sobre la producción de civilidad durante aquellos tiempos, pero sin duda es el relato heroico el que ha prevalecido como discurso oficial. De ese modo los venezolanos, como colectivo, no se sienten orgullosos de la gestación de su civilidad. Los empresarios, profesionales, comerciantes, técnicos, trabajadores, ese capital social que hace la riqueza de las naciones, ha sido siempre blanco del escepticismo; la productividad se mira desde la desconfianza o el estigma de la corrupción y la explotación. Y en cuanto a los hacedores sociales, los científicos, académicos, artistas, los intelectuales en un sentido amplio, suelen pasar omitidos. Quizá en estos últimos años los hemos visto convocados en los medios de comunicación para pedirles explicación del acontecer, pero es un fenómeno reciente. La atención pública siempre estuvo saturada por la clase política, es decir, por los profesionales del poder. No tiene nada de extraño que en investigaciones psicosociales realizadas durante la primera mitad del siglo XX, para determinar el flujo de las motivaciones, se encontrara que los venezolanos, en comparación con las medias mundiales, destacaban en poder, eran medianos en afiliación, y muy bajos en logro. Y que en investigaciones realizadas a fines de siglo por el psicólogo social José Miguel Salazar de la Universidad Central de Venezuela acerca de la identidad, ésta se encuentra representada en el apego a un país bello, de gente buena, pero plagada de condiciones sociopolíticas negativas,  y con una percepción de minusvalía en logros instrumentales[2].

La restauración, el cuidado por lo construido en cualquier ámbito, la valoración de las producciones de ciudadanía nos parecen siempre actitudes conservadoras y un tanto desechables. Fácilmente erosionamos con la crítica irresponsable lo que ha tomado mucho tiempo y esfuerzo silencioso construir. Nos gusta, diría que nos apasiona, la renovación permanente. Todo lo cual, hasta cierto punto, nos debería colocar en la avanzada y hablaría de un espíritu innovador que pudiera traer consecuencias muy favorables, mas con frecuencia lo que nos queda es una suerte de acomodo improvisado, el criollo “parapeteo” que nos regresa al sentimiento de que mejor es quitarlo todo y comenzar desde cero. La constante derogación del pasado, la crítica permanente y abusiva de todo lo anterior, el desconocimiento de los logros positivamente alcanzados, es una actitud nihilista que vorazmente lo devora todo. Cuando escucho la célebre frase de “los cuarenta años” que todo lo arrasaron, que nada dejaron, que nada construyeron,  me pregunto ¿dónde estaban esas personas que nada de lo que vivieron pueden reconocer? Reconocer lo construido no significa avalar los errores y las deficiencias. ¿Dónde estaban los que, gracias a las universidades nacionales, pudieron alcanzar un bienestar y una posición que, de otra manera, se les hubiera negado? ¿Dónde estaban los que, gracias a los programas becarios, tuvieron acceso a instituciones educativas internacionales? ¿Dónde estaban los políticos y militares, que ahora denigran del pasado y que construyeron sus carreras en la erróneamente llamada “Cuarta República”? ¿Dónde estaban los intelectuales que ignoran la creación de instituciones,  de partidos políticos, los avances en materia legislativa y social, la generación de conocimiento y cultura, los mejoramientos tecnológicos? Todo el pasado es visto como equivocación, omisión o destrucción. Para que eso no ocurra de la misma manera en el futuro, será necesario reconocer lo que de válido y oportuno se haya producido en estos años.

Ahora bien, insistamos en la noción de nostalgia y utopía. Los dos momentos históricos que las enlazan con mayor nitidez son la gesta independentista y el impacto petrolero, ambos iconos de la representación nacional. La gesta independentista es el símbolo de la venezolanidad, y su exaltación constituye la fuente primordial del orgullo y la identidad. Es necesario comprender que esto ha conformado valores ligados al heroísmo bélico, al poder militar, y a la identidad guerrera, que no han sido suficientemente transformados con el paso del tiempo y han permanecido en una suerte de anacronismo ideológico en detrimento de los valores ciudadanos, ligados a la civilidad y a la construcción social. Y es también necesario insistir en que la productividad y el bienestar social sólo se generan en escenarios de paz y cotidianidad. La permanente retórica bélica, como signo de la nacionalidad, acompañada de los sentimientos libertarios y emancipatorios propios del siglo XIX, se convierte en un enunciado inútil e inadaptado a los desafíos de ciudadanos del siglo XXI.

El culto bolivariano, cantado por historiadores, escritores, políticos y gobernantes no es una producción reciente sino de larga data. Al respecto las investigaciones de la antropóloga Yolanda Salas[3] y del historiador Elías Pino Iturrieta[4] son esclarecedoras. Se sostuvo incólume en el alma nacional hasta culminar en este momento de éxtasis religioso con la figura del Libertador que encarna la Revolución Bolivariana. No olvidemos, por otra parte, que en el culto popular, que comienza poco después de su muerte, se le atribuyen a Bolívar virtudes de predestinación, protección divina y sanación, y que parte de la mitología bolivariana es la reencarnación mesiánica en un nuevo héroe, que dará cumplimiento a su obra detenida en la historia por el concurso del Mal. Ese héroe fue reconocido el 4 de Febrero, y si bien fue derrotado, dejó un gesto para decirle a su pueblo que había llegado. Todo esto puede sonar como fábulas ingenuas, y sin embargo está enraizado en sentimientos y creencias muy profundos. El soldado victorioso que destruye impunemente a su paso porque se encamina a la refundación y a la liberación de los oprimidos, se ha trasladado a la siempre presente tentación militarista a lo largo de nuestra historia pasada y presente.

Por ello el discurso bolivariano-religioso podría concebirse como una alegoría cuya función es tejer una narrativa que confiera un cierto grado de cohesión y dirección a un imaginario que, por causas ya mencionadas, se había vaciado. Establece al mismo tiempo un diálogo con quienes habían perdido no sólo interlocutor sino localización y dignidad social. Sus efectos son paradójicos. Por una parte, restaura una desintegración y pérdida acelerada de la cohesión social; por otra, se dirige hacia una reintegración ajena a la conformación democrática y ciudadana. Es decir, abre la posibilidad de una organización del cuerpo social, a la vez que la encauza en postulados fundamentalistas. El propio lenguaje del discurso lo determina así mediante la ecuación: Dios: Patria: Pueblo: Ejército: Bolívar: Mandatario, cuyo resultado borra las instancias intermedias de representación, desagregación y limitación del poder y, finalmente, la existencia del propio sujeto político convertido en creyente.

El segundo momento de nuestra nostalgia es la unidad con la tierra. La nostalgia del “terruño” como respuesta a la transformación irreversible del paisaje y de los modos de vida que produjo el impacto petrolero. Esta vivencia de añoranza y culpa por el abandono del campo, más distante en los sectores urbanos, todavía puede encontrarse en los descendientes de los campesinos que se convirtieron en mano de obra de la economía petrolera, vinculada a la riqueza calificada como “corrupta, explotadora y extranjera”, y contrapuesta al paraíso perdido, la inocencia de la nacionalidad “profunda” de la Venezuela agraria, y a un cierto odio por la modernidad urbana y la proyección cosmopolita.

Fuimos un maravilloso país, lleno de riquezas infinitas, destruido por el mal, reza la leyenda, probablemente relacionada con la noción de la Tierra de Gracia; siglos después con el petróleo. Es una fábula moral, un derivado de la retórica cristiana: paraíso-pecado-caída-expulsión-redención, que lleva implícita la necesidad de que nazca el héroe del éxodo que señala Jean François Lyotard: aquél que será capaz de sobrevivir a la destrucción, puesto que es el encargado de conducir a su pueblo hacia la relación plena con su destino y derrotar a sus enemigos. En el caso venezolano la Revolución Bolivariana define cuáles son los enemigos históricos de esta manera: los españoles que destruyeron el paraíso indígena, vencidos por Bolívar; los oligarcas criollos que, apoyados en Páez, destruyeron el paraíso conquistado por Bolívar, a quienes Ezequiel Zamora, a su vez, intentó destruir; y finalmente los políticos “puntofijistas” que destruyeron el paraíso petrolero mediante la corrupción, y, por supuesto, el omnipresente imperio, primero español, y luego anglosajón.

El relato emancipador expuesto por la Revolución Bolivariana podría calificarse de fábula historicista en tanto se propone un eje diacrónico que arranca en el dominio español y se dirige hacia un futuro imprevisible: otros 500 años. Los cinco siglos futurizados responden simétricamente a los cinco siglos de historia escrita. Se establece así un balance temporal desde el cual el receptor puede vislumbrar una “totalidad” de la historia, hacia atrás y hacia delante. Dentro de esos 500 años retrospectivos, surge otro héroe del pasado, que no puede escribir su historia, pero está adscrito a la memoria colectiva: Guaicaipuro. De allí el trazado de la fábula se enriquece por cuanto la diacronía de la heroicidad incluye la historia letrada y la iletrada, uniendo en la propuesta emancipadora todos aquellos elementos que puedan tener en común la lucha contra el dominador oligarca. “Oligarquía” viene siendo un conjunto semántico inestable en el cual puede inscribirse todo aquello que cause “horror”; todo aquello que represente un poder, antipopular, incluyendo la ilustración que, con frecuencia, ha sido descalificada.

A través de este tejido común, el discurso consagra lo que los novelistas llamamos un pacto de ficción con el lector. Se escribe así un enunciado compartido que reúne a sujetos dispersos, que progresivamente fueron perdiendo sus sedes de inscripción social y que, por lo tanto, quedaban sin redención posible. El enunciado emancipador los convoca significativamente en un relato diacrónico que enlaza un milenio. Un mismo pueblo, atravesando por los más disímiles caminos de la historia, alcanzará su reunificación en la libertad y la apropiación de lo usurpado. Por otra parte, el héroe adquiere una función de alto valor simbólico: la de quien tiene el poder y la misión de narrar al pueblo su origen olvidado. El héroe es así el intérprete de la historia y su significado, y ésa es la primera condición para serlo, ya que requiere ese conocimiento para saber conducir al pueblo a su destino.

El problema que plantea todo este asunto es que no puede dirimirse en términos de una lógica de la veracidad o de la interpretación histórica. Estamos en presencia de un pacto ficcional que, por supuesto, puede chocar –y ya hay indicios de que está chocando– con las esquinas de la cotidianidad, pero su fuerza es de otra naturaleza. El héroe transmite una epopeya secreta que late en la memoria colectiva con la coherencia del misterio. Su apoyo estriba en el deseo del escucha; en su capacidad de sostener el pacto ficcional.

Ésta ha sido la puerta para la imposición de una solución ideológica denominada “socialismo del siglo XXI”.  Una nueva promesa. ¿Qué ocurrirá cuando los que han creído en ella se sientan defraudados? Será el momento de la comprensión pragmática de que todos ganamos si la nación está completa en términos de crecimiento sustentable, homogeneidad social, bienestar colectivo, calidad de vida. De continuar amplias mayorías en una situación de exclusión, la estabilidad democrática estará siempre amenazada, no importa lo que ocurra en el acontecer político inmediato. No se me escapa que construir una plataforma que permita establecer un puente sobre las fracturas de la sociedad venezolana, que, a pesar de la Revolución Bolivariana, siguen patentes, y que supere nuestros eternos programas contingentes, en los cuales, sin duda, esta Revolución ha llevado la delantera, incluye enormes dificultades, pero es la única posibilidad a largo plazo de un futuro para la democracia venezolana que sustituya la vocación histórico-nostálgica por la memoria ciudadana, y la utopía por la legítima esperanza de una vida mejor.

Paradójicamente contamos hoy con los mejores recursos económicos y humanos para producirlo, en el peor momento histórico para llevarlo a cabo. El futuro dirá.

[1] Naim, Moisés y Piñango, Ramón (1984). El caso Venezuela. Una ilusión de armonía. Caracas: Ediciones IESA.

[2] Salazar, José Miguel (2001). “Perspectivas psicosociales de la identidad venezolana” en Identidades nacionales en América Latina. Caracas: Universidad Central de Venezuela.

[3] Salas, Yolanda (1987). Bolívar y la historia en la conciencia popular. Caracas: Universidad Simón Bolívar. Instituto de Altos Estudios de América Latina.

[4] Pino Iturrieta, Elías. El Divino Bolívar. Caracas: Alfa, 2006.