De la historia a la intimidad. Itinerario personal

VI Encuentro de escritores venezolanos. Cátedra Andrés Bello de Venezuela en la Universidad de Salamanca, España. 27 y 28 de Noviembre, 2000.

Una de las más difíciles tareas que los escritores deben cumplir en los viajes suele ser ésta de hablar de sí mismos. Dar una lectura de la escritura en primera persona tiene sus bemoles, primero, porque nadie, o casi nadie, quiere pecar de arrogante; y segundo, porque tampoco nadie, o casi nadie, quiere sufrir la vanidad de la falsa modestia. Es decir, que es necesario un cierto auto-olvidarse para poder hablar con más libertad, y de este modo les contaré de mis novelas y de cuál me parece a mí fue su proceso.

Empezaré, como es natural, por la primera, El exilio del tiempo, que se publicó en 1990. Es una versión expurgada por la autora. Saqué de ella secciones interpoladas que contenían reflexiones muy vivas porque se me ocurrían a medida que escribía los capítulos; si se reeditara creo que las incluiría a riesgo de aburrir al lector porque pienso hoy en día que esas reflexiones contenían el argumento fundamental de la misma novela. ¿Cuál era la razón fundamental para escribirla? La misma que pesa en todo novelista: intentar contarle a otros algo que nos gusta, nos importa, o nos sabemos bien. Así que mi intención en esos lejanos ochenta en que la comencé, era contar lo que yo había visto, escuchado, pensado, y muchos etcéteras, durante mi propia experiencia de vida. Una novela con ribetes de bildungsroman como casi todas las primeras novelas, pero también podría definirla como el tránsito de quien llega a un lugar desconocido y voltea para intentar reconstruir los pasos, en la esperanza de que esa recuperación le indique dónde se encuentra. El síndrome de Hansel y Gretel.

La mirada hacia atrás comenzó siendo íntima. Si se trataba de explorar el pasado no se me ocurría otra manera de empezar que por el propio, mas esto de la exploración es una afirmación que he aprendido de los críticos. Entonces no creo que yo pretendía explorar el pasado, ni el mío ni el de nadie. Quería contarlo. ¿Para qué? Para tenerlo. Para asir un piso, una seguridad que había sido removida. No es casual que la casa familiar en esta novela sea un personaje central; no sólo por sus constantes descripciones y porque muchas de las acciones ocurren dentro de ella sino por sus transformaciones y su final abandono. Cuando las voces narrativas convocan el pasado, lo hacen generalmente desde la casa, se refieren a múltiples circunstancias pero siempre dentro de un monólogo o diálogo que tiene lugar en su interior. Un espacio cambiante y finalmente perdido.

En los movimientos de los personajes, sus ires y venires, sus exilios y mudanzas, al final todos tienen que abandonar sus posiciones iniciales y dejarlas para el olvido. Para bien o para mal, nada puede quedar igual, vendría a ser la moraleja.  Sucedió en su composición que fui experimentando tremendos vacíos. La vida íntima de los personajes me resultaba insuficiente para sostener la estructura del relato, y además, se entremezclaba con la vida pública nacional, que, en cierta forma terminó por organizarlo. El problema técnico de esta novela era, precisamente, la articulación porque su materia estaba constituida por una multiplicidad de anécdotas y subrelatos que habían llegado en aluvión; yo misma me sentía perdida así que con más razón quien no estuviera al tanto de los acontecimientos.

Creo mucho en la autonomía de los personajes; por más que el autor trate de someterlos, se salen siempre con la suya. Los personajes fueron entrando en la historia común, aquella que los religaba a los otros a través de la historia del país, y los dejé hacer. De ese modo, ellos me condujeron a la Historia con mayúscula que no entraba en mis propósitos iniciales. Tuve que localizarlos con respecto a ese orden como si experimentara que su propia individualidad no era una legitimación suficiente. Esto me valió la etiqueta de “novelista histórica” con la que cargo sin saber bien si me conviene; afortunadamente, la voz de la crítica, en este caso la de Gloria da Cunha-Giabbai, en Estados Unidos, y la de Luz Marina Rivas, en Caracas, me cambiaron la etiqueta por la de “intra-historia”, que me gusta más.

La representación ficcional de este fragmento de pasado que me concernía produjo para mí un efecto paradójico y benéfico: por un lado,  se recuperaba, se revivificaba, adquiría consistencia, y su pérdida se acompañaba de nostalgia; por otro, me sentía autorizada a abandonarlo. Me desprendía. Y, sobre todo, permitía que el pasado fuera pasado. La narración, al situar las cosas en verbos de tiempo pretérito, les concedía un territorio definido. Es decir, que volviendo al símil del caminante que quiere saber dónde se encuentra, la respuesta aparece ahora con una simpleza iluminadora. Había llegado al lugar desde el cual podía mirar hacia atrás y decir: “todo esto que veo es el pasado”. ¿Era indispensable escribir una novela para llegar a tan obvia conclusión? Por lo visto, para mí lo fue. Necesitaba representarlo para limitarlo y localizarlo. Convertirlo en artefacto de lenguaje.

Los personajes de esa novela, el relato todo, se me presentó en forma de voces que escuchaba; en los retazos de conversaciones perdidas. En cambio, la primera aparición de Doña Inés contra el olvido fue una imagen visual: una anciana enloquecida que recorría Caracas reclamando unos documentos perdidos. Por allí comenzó la historia que, en ese momento inicial, tampoco había anticipado como relacionada con la Historia, de modo que no podría explicar por qué la anciana se convirtió en un personaje del siglo XVIII, pero así se presentó y así se impuso. Se me ocurre ahora que si “El exilio” había sido una pregunta al pasado, la respuesta requería de continuación y se prolongaba en un deseo de ir más atrás. Pero mi mirada había cambiado. Ya no quería recuperar a los personajes “como eran”, contarlos como me los sabía; una perspectiva más punzante se había instalado: quería interrogarlos, y la interrogación tampoco era inocente. Era una interpelación bajo un supuesto de culpa, o, al menos, de responsabilidad. Lo que desencadenaba la lectura del pasado, a través de las voces que lo iban narrando, fue para mí el relato de la repetición de errores que reverberaban en el presente. Doña Inés es, en cierta forma, una acusadora acusada. Fiscal y reo, al mismo tiempo, de una historia irresuelta.

Si en “El exilio” Caracas se convirtió para mí en un hecho literario, en “Doña Inés” pasó a ser un hecho historiográfico, en parte porque las memorias utilizadas provenían casi exclusivamente de libros. Pero quien rearma las piezas históricas, es la mirada del novelista dándoles un sentido, incluso más allá de su voluntad; sentido que  no surge de la documentación con la que provee al texto sino de la pasión con que lee tales documentos. Doña Inés cuenta la historia de un reclamo. Asume una voz demandante y conduce a todos los personajes secundarios del relato a entrar bajo el emblema de la protesta. Son actores que recuperan una memoria del descontento.

Fue una novela de las que dan mucho trabajo. Metida en la premisa de que mi protagonista había vivido en el siglo XVIII y relataba acontecimientos ocurridos desde entonces hasta la actualidad, tenía que leer un montón de libros no solamente para conocer con mayor profundidad lo que acontecía entonces en Venezuela sino detalles de la vida cotidiana tales cómo qué se comía, cómo era la ropa, los horarios, en fin, una serie de documentaciones que uno se ahorra cuando escribe una novela en el inmediato presente. Pero, al final, no me arrepiento; fue una aventura ilustrada.

Con Vagas desapariciones (1995), di un brinco que los lectores no me perdonaron. Admito, por supuesto, que la novela tenga menor calidad, pero, además pagué el precio de negarme a contar siempre las mismas cosas. Y sin embargo, no tan distintas. La novela es la memoria del fracaso. Descontento y fracaso serían las conclusiones de esa mirada hacia atrás. Entre ambas existen, sin embargo, diferencias importantes. Para “Vagas” utilicé la memoria de las personas que yo había conocido en los inicios de mi ejercicio profesional como psicóloga. Algo de mi identidad había quedado herido en aquellos años de juventud en los que trabajé con experiencias límites, en una de las sedes más repudiadas: la locura. El delirio, como símbolo de ese estado, me produjo siempre horror y fascinación. Escuchar al sujeto delirante nos sumerge en un efecto de éxtasis y catástrofe. El intento de descifrar su contenido obliga a una escucha  de la cual no se sale ileso. Pero “Vagas” se nutrió también de otros registros; otros personajes me herían en la distancia del recuerdo y forman parte del paisaje interior de la novela; Pepín, desde luego. Es un personaje creado a partir de la memoria de muchos niños que conocí cuando trabajé en instituciones de salud pública. Es un personaje patrón, un estereotipo. En varias oportunidades he tenido la experiencia de encontrarme con algún joven lector que me comenta su identificación con el personaje. Eso me satisface.

En principio, mi intención con respecto a los personajes era nombrarlos. Rescatarlos del anonimato. Recoger voces marginales. Reintegrarlas como parte de la identidad colectiva. Quizás este propósito sea el mayor sustento de la novela: la idea de que la memoria colectiva no puede configurarse dentro de los discursos oficiales porque estos son siempre coherentes. “Editados” como las noticias. La locura, en ese sentido, constituye una metáfora espléndida porque propone precisamente la incoherencia. Se resiste al curso ordenado y controlado del discurso consensual. Sin embargo, no quise, o no quisieron los personajes, ser recordados como “locos” sino todo lo contrario: llenos de humanidad, de solidaridad, de sentido común, a veces.

Mi propósito, pues, era rescatarlos del olvido; de mi propio olvido, probablemente. Pero, en el proceso de la escritura misma, y en las relecturas que he debido hacer del libro posteriormente, encuentro que en ellos, a pesar de ser una narración enmarcada en la intimidad, hablan voces históricas. Pepín es el hijo de la democracia irresuelta. Quería ganarse la vida siendo electricista y termina siendo un homicida. Esa venganza estaba en él y yo no sabía que su recuperación me iba a llevar a ese final. Su construcción contiene la memoria gestante, registro de experiencia para construir el origen del personaje, y la memoria gestada, surgida del diálogo con un país que había cambiado y le daba desenlace a la primera.

Malena de cinco mundos (1997) incursiona también en la vía de recuperar voces marginales, en este caso, la de la mujer cuya historia nunca termina de ser una historia bien contada. Está organizada en cinco mundos, en cinco momentos que escogí de acuerdo a mi predilección, y al criterio, con o sin razón, de que representaban los períodos más significativos en la construcción discursiva del género femenino, aunque no pretendo que ningún historiador esté de acuerdo conmigo; se trata, sin duda, de una periodización muy personal. La historia la quise contar en forma utópica. Es decir, las mujeres que son protagonistas de los diferentes relatos, y que pretenden ser una y la misma –Malena-, no están construidas en el perfil acomodado a la época sino en una suerte de transgresión del mismo; transgresión penalizadora para ellas. Los personajes se sitúan en escenarios reconstruidos pero desestabilizados, e  intentan decir que sus vidas deberían haber sido de otra manera. Malena tiene, en ese sentido, un rasgo afín con Doña Inés. Ella también reclama promesas incumplidas. De la misma manera en que Pepín, cuando recuerda su precaria vida, dice que lo que más le duele no es lo que le ha pasado sino lo que no le ha pasado. La promesa irresuelta me parece muy propia de nuestra memoria colectiva, de nuestra manera venezolana de memorializar que es reivindicativa y derogativa.

“Malena” fue escrita en el conmovido año 1992 y, en principio, podría decir que es una novela fuera del hilo histórico que siguen las anteriores y que vino a retomarse en Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin (1999), finalizada en 1996. A los acontecimientos políticos se añadieron pérdidas en mi vida personal, y volví la mirada hacia la década de los sesenta. Como se explica en los agradecimientos que anteceden a la novela, su construcción tuvo un núcleo de memoria testimonial, en este caso, ajena. Memoria también escrita en dos tiempos: en el presente de los acontecimientos y en el pasado de quien los recordaba. De modo que yo, al retomarlos, me situaba en un tercer momento: el de quien recoge testimonios de testimonios.

En síntesis, la trama se desenvuelve en el diálogo de dos personajes que intentan, sin ninguna utilidad, reconstruir la vida de un tercero que no se sabe si ha muerto o desaparecido, y hasta podría dudarse de su existencia. Esta propuesta de reconstruir la vida de un desaparecido fue, por cierto, el tema de mi primer intento de novelar, cuando era muy joven, y en el que me di de bruces porque no logré pasar de unas veinte páginas escritas a mano. “Los últimos espectadores”, precisamente, más que una recuperación de memorias es una reflexión sobre la cualidad ficcional de la memoria. En sus anécdotas no se garantiza nada. Finalmente, el lector no encontrará sino interpretaciones del pasado. Memorias que dan sentido a lo perdido. Relatos que llenan los vacíos del relato.

Todas estas consideraciones me llevan a una pregunta, ¿puede un novelista pretender que conoce, recuerda, escribe la memoria de su país? Es demasiado evidente que no. ¿Qué escoge de ella? ¿Qué dirige su ojo escritor a subrayar algunos acontecimientos y no otros? ¿A verlos desde una determinada luz o sombra?  La recuperación no devuelve al objeto perdido sino al sujeto de la pérdida. Dicho de otro modo, no a la imagen sino al ojo; no a la voz sino al oído; no al escenario sino al protagonista. En definitiva, lo único que puede  nombrarse es la mirada, aquella que más nos ha herido, y escribirla entre el odio y la nostalgia. Lo demás, es el infinito océano del pasado.

Y bien, ¿qué hacer ahora? Un cierto estado de perplejidad que vengo sufriendo desde hace unos años, me empuja a introducirme en terrenos más reducidos que, por comodidad de lenguaje, llamaré intimidad. No es que en las novelas que he resumido para Uds. no esté presente la intimidad; lo está y mucho. Pero me refiero a entrar en otras temáticas. Tengo por ahí varias páginas que se refieren al impacto que causa en una familia un suicidio, y a la posibilidad de que fuera, en realidad, un homicidio, como dictan las leyes del género policial, aunque en este caso, no hay ningún detective intentando resolver nada. Lo que me interesa es la conmoción íntima que supone un suicidio y las posibilidades de revelación que impone en las relaciones familiares. Le estoy también dando vueltas a reunir varias pequeñas anécdotas que me han ocurrido, totalmente banales, pero que se recogen bajo la coincidencia y el azar, y de cómo producen extrañas maneras de que los seres humanos se conozcan y se encuentren en un mundo con tanta gente, fenómeno que siempre me ha producido una enorme curiosidad. Casi me atrevería a decir que los novelistas somos personas demasiado curiosas que siempre le estamos metiendo el ojo y el oído a las vidas de los demás, con el desparpajo, además, de contarlas. Y finalizo con la clave que creo subyace a mis novelas: una niña con la pérfida costumbre de escuchar conversaciones ajenas.