La voz autoritativa en las novelistas venezolanas contemporáneas

IX Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Nov-Dic 1995.
Encuentro literario de México y Venezuela. Mesa Redonda: La mujer escritora en México y Venezuela.

La negación de la voz autoritativa de la mujer es la bisagra fundamental en la que se apoya la misoginia de ayer y de hoy. Lo autoritativo en el doble sentido del poder y del crédito que se atribuye a una persona. Sirvan estas breves líneas como uno más de los homenajes debidos a Sor Juana Inés de la Cruz por su lucha inaugural en abrir espacio de autoridad a su voz. Homenaje que extiendo a sus más directas herederas entre las que, sin ánimo de oscurecer a ninguna, quiero señalar a Rosario Castellanos, Elena Garro y Elena Poniatowska.

Hablaré de tres escritoras venezolanas contemporáneas: Antonieta Madrid, Milagros Mata Gil y Laura Antillano, para hacer un cierto análisis del progreso de la voz autoritativa en sus textos. No cabe aquí establecerlo en el sentido cronológico de su obra, -lo que sería, sin duda, muy interesante- por lo que me limitaré a un somero vuelo sobre sus últimas novelas publicadas. En ellas puede claramente observarse lo que solicita María Rosa Lojo:

Otra inflexión de la mirada, otra inflexión de la escritura que descoloque modelos y cartabones, y que permita salir del «ghetto» de la llamada «literatura femenina» -subproducto, «segunda literatura» para un «segundo sexo».[1]

Seguiré los criterios elaborados por Gloria Da Cunha-Giabbai[2] para categorizar la renovación de la autorrepresentación literaria de la mujer, que ella denomina «mujer nueva». Estos son:

  1. Revitalización del pasado para a) interpretarlo. b) reflexionar acerca de los hechos pretéritos. c) presentar conclusiones.
  2. Comprensión de que su ser está conformado por un molde social estático que se perpetúa y que da origen a la privación de la individualidad y a la acumulación de rebeldías y expectativas.
  3. Creación de un nuevo Yo que toma una conciencia sin regreso en que la mujer controla su destino y se inserta en la sociedad de acuerdo a sus talentos individuales, que han sido históricamente anulados.

Esta concepción de la mirada hacia el pasado es fundamental ya que la temática de la recuperación en las novelas escritas por mujeres ha venido configurando un «más de lo mismo» en cuanto a su apreciación crítica. La idea de que la mujer escritora es una guardiana del pasado y se apresta a recoger en sus novelas las tradiciones, usos y costumbres, está muy cercana del concepto de mujer como cuidadora del hogar, de la encargada de velar por los bienes comunes para que no sean destruidos por la erosión del tiempo. Finalmente, la conclusión de esta concepción es que el destino de la mujer es resguardar las hazañas de los hombres para que sus futuros hijos las conozcan. Si bien esa misión puede desempeñar una importante función social, su efecto paralizante y vicariante sobre la mujer es obvio. La búsqueda del pasado -como la plantea Da Cunha-Giabbai- no es para guardar los hechos, sino para interpretarlos, para sacar conclusiones, es decir, para ejercer un pensamiento activo sobre lo ocurrido; dicho de otro modo, se persigue la autorización de la mujer como pensadora.

Muy significativamente esta misma idea está registrada en Antillano con parecidos términos:

A Sergio nunca se le ocurrió que yo podría elaborar conclusiones, constatar factores…ello conlleva un profundo desprecio hacia mí, y en general, hacia las mujeres. Su actitud no es personal, es colectiva, responde a la conducta generalizada entre los hombres con relación a las mujeres. Se nos asignaron unas tareas por secula seculorom, a ellas debemos responder, lo demás está vetado.[3]

Es también importante destacar en esta cita no sólo la «conducta generalizada entre los hombres» como denuncia del prejuicio misógino, sino la conducta generalizada para las mujeres: «se nos asignaron unas tareas, a ellas debemos responder», que implica el elemento de privación de la individualidad señalado por Da Cunha-Giabbai. Si bien es evidente que no todas las mujeres están llamadas a ser pensadoras, también ocurre igual para los hombres. El punto fundamental radica, pues, en que la atribución de un estereotipo sobre el sujeto dominado, se hace genérico, atribuyéndose después a su «esencia». En la medida en que se le atribuye a la mujer la función «esencial» de cuidar los recuerdos, en este caso, literario-históricos, se niega la posibilidad de creación en la escritura.

La conciencia histórica de la mujer, a través del examen del pasado, es muy clara en Antillano. En su novela Solitaria solidaria, la protagonista decimonónica, Leonora, educada por un padre liberal, logra desprenderse del destino adjudicado para una joven, en su época y en su sociedad, para dedicarse a seguir el oficio del padre quien es impresor, y posteriormente emprender una lucha política en favor de los oprimidos por la dictadura del momento. Sin embargo, este destino se le presenta lleno de dificultades, y dentro de la conciencia de que su caso es una excepción. Antillano realiza una investigación histórica para examinar cuáles eran las condiciones de vida de una mujer en la Venezuela del siglo XIX, y paralelamente con la recolección de los testimonios, reflexiona acerca de los impedimentos que se interponían en la autonomía de las mujeres. Por otro lado, los diarios y epistolarios de la protagonista, muy al estilo de la literatura femenina de la época, si bien comienzan por ser un espacio para el desahogo de sus sentimientos, van progresivamente convirtiéndose en una crónica de los acontecimientos políticos e intelectuales más significativos del período.

Esta presentación del pasado, de hecho, muestra ya el atisbo de la conciencia de una «mujer nueva», traspasada a una heroína decimonónica, que no sigue en su construcción los códigos genéricos atribuidos. Su destino amoroso está ligado en forma indisoluble al destino político que se ha trazado, y su relación con su amante no se desarrolla dentro del campo de una pasión romántica cuyo único fin es alcanzar el éxtasis amoroso. Por el contrario, en la relación de la protagonista con su amante, está esbozado ya el concepto de mujer compañera que se presenta más claramente en la protagonista contemporánea.

Zulay es una profesora de historia, de modo que de nuevo tiene lugar el proceso de revitalización del pasado. Esta protagonista, utilizando las técnicas de la investigación académica, comienza una recuperación de la vida de la protagonista decimonónica, a la vez que narra la propia. Esta recuperación no se detiene en la acumulación de testimonios, como ya señalé, sino que apunta a una comparación de las circunstancias de la mujer en ambas épocas, mostrando las similitudes y diferencias. Es decir, un análisis de los cambios históricos. En los imaginarios diarios de Leonora se lee que ella desea nacer en el futuro, ir a la universidad y ser profesora. Es decir, convertirse en la «mujer nueva» que encarna Zulay. Esta, a su vez, intenta también participar de las luchas políticas de su tiempo, sin conseguir un lugar para ello, dado el escenario de atomización de los proyectos sociales y políticos que tiene lugar después del período de los años sesenta.

Finalmente, cumplida la investigación sobre el personaje de Leonora, Zulay se entrega a una investigación más extensa sobre todo el período político, haciendo de su trabajo, «una razón de ser, la sustancia de su paso por el mundo». Es decir, declarándose claramente una mujer nueva cuya razón de ser es, precisamente, pensar, sin que ello le impida vivir una relación amorosa de compañerismo y solidaridad.

En la novela Mata el caracol de Milagros Mata Gil hay también dos personajes femeninos que escriben el relato. A través de «Los cuadernos de la disolución», cuya autora es Betty, y de las cartas de Eloísa, se reconstruye la historia de una familia en torno a la figura del padre. Es sobre todo una historia familiar aun cuando muy ligada a la de una particular región -la Guayana venezolana y sus relaciones con la isla de Trinidad – y una época -el primer tercio del siglo-. La figura de la madre es sumamente borrosa, casi inexistente, y todos los afectos y luchas están centrados en torno al padre, que en el tiempo presente es un anciano demente que finalmente muere. Aún en su condición de anciano enfermo continúa dominando a Betty, sobrina que lo cuida pues todos los demás miembros de la familia se han dispersado.

Yo lo tapo por las noches con sábanas que sé amanecerán empapadas de orine. Limpio sus excrementos. Le doy de comer las tres veces cotidianas. Le sirvo café y agua cada vez que lo pide…Lo baño una vez por semana en el estanque bajo los guayabos. Lo afeito, le corto los pelos de la nariz, las uñas. Le curo los sabañones de la espalda. Le sacudo el colchón, le limpio los restos de comida para que no se convierta en criadero de gusanos y fumigo el cuarto con baigón y kerosene para defenderlo de la invasión de los insectos.[4]

A diferencia de la novela de Antillano, donde el padre se constituye en un elemento que otorga libertad a la hija, en la novela de Mata Gil es el amo, el dueño, quien somete a la mujer y a los hijos a sus deseos.

…dile a Betty que me traiga un plato de arroz con pollo con bastante salsa, un vaso de agua de papelón con limón, bien fría, y un pocillo de café caliente. Sobre todo el café. !Beetty! !tráeme café! No te olvides que el café es lo más importante en la vida de un hombre. [5]

Es necesario leer en esta construcción de la figura paterna -que, por cierto, es generalmente nombrada por el apellido, Mata, o por el calificativo más impersonal aún de «don» – un análisis de la patriarcalidad a partir de las implicaciones psicológicas e individuales que genera en las mujeres de la familia. Aun cuando se trata de una estructura polifónica, éstas pueden resumirse fundamentalmente en las dos voces mencionadas. Betty es el personaje elegido para encarnar el destino acuñado por el discurso patriarcal, el de ser la cuidadora, la que está allí, aferrada a la casa para preservar ese espacio en el que la vida transcurre para ella, pero sobre todo, para otros. Ella se ha declarado testigo y debe resguardar sus cuadernos, es decir, la historia.

Y un día comencé a registrar en estos cuadernos la historia, para que ella (Eloísa) encontrara el hilo del laberinto. Guardo los cuadernos en las gavetas del don. Los resguardo de las alimañas. [6]

Es Betty también la que tiene que vérselas con las sobras, los excrementos, los escombros, los desechos, y finalmente con la muerte. La que debe permanecer para ser la guardiana, la que queda como testigo. Los hombres se van, porque la vida está en otra parte. Cuando ocurre la muerte del «don», Betty siente desconcierto, miedo, se pregunta si debería haberlo sobrevivido. Sin embargo, es esta muerte que la deja sin función significante, el mismo hecho que la autoriza a decidir su destino.

el Señor NO ES MI PASTOR y jamás lo ha sido. Yo soy la oveja perdida. Mas no hay a mi alrededor ningún rebaño al que pertenezca. ¿No indica eso que sólo yo debo buscar mis verdes praderas? No tengo pastor…¿Quién me asegura que yo no sea capaz de formar, a partir de mí misma, una familia, una estirpe, alejada de tanta decadencia?… Ahora me lavaré, tomaré el viejo maletín de lona azul, y, antes de que amanezca, me habré ido, me habré perdido, me habré lanzado al mundo que me fue otorgado y que hace tiempo me esperaba.[7]

El padre como poseedor, dador de la identidad, y del arraigo, ha desaparecido, y esa ausencia se transforma precisamente en un acto fundante de ella misma. Mientras estuvo esperando algo de él, sólo encontró órdenes, reclamos, pedidos, y quizás algún gesto incestuoso, porque el padre se siente dueño y señor de las hijas, de todas las mujeres que están bajo su dominio.

Eloísa es quien da cuenta de la existencia de Betty, pues es quien encuentra sus cuadernos que habían sido abandonados a la disolución. Es ella quien los recupera y quien extrae conclusiones, entre las que cabe destacar la negación de la particularidad del destino del sujeto femenino y su colectivización -y disolución- dentro de las normas sociales atribuidas:

Ella no vivió su existencia personal sino a través del reflejo del Yo de los otros, por lo que su esencia era básicamente rebatible. Vivía y pensaba bajo la presión e impresión de una familia para la cual ella constituía una necesidad….No vivía, pues, su existencia personal, ni pensaba en razón de su pensamiento, sino que llevaba una existencia colectiva, en virtud de alguna ley desconocida.[8]

Eloísa, huyendo del ambiente opresivo en que vivió Betty, es una escritora de guiones, y vive una existencia intelectual, apartada de su origen, al que regresa por circunstancias del azar. Al contrario de Betty, quien mansamente aceptó el cuidado del padre, sus insultos, sus demandas, sus caprichos, Eloísa vuelve para recordar las vejaciones, a decirle al padre que no tiene nada que agradecerle. Narra los sueños del padre, sus aspiraciones, sus fracasos, pero en esa narración no hay una pizca de compasión, y a la vez que hace la suma de sus reclamos, incluye los de su madre.

Este examen reivindicativo del pasado le permite reinterpretarlo para consolidar su autoapropiación. Por un momento duda en seguir el mismo destino de Betty: dedicarse a la reconstrucción de la casa familiar y a la ordenación de los cuadernos, pero, finalmente, desiste. Su destino es regresar y triunfar: ha recibido un contrato para escribir un guión con William Styron en Los Ángeles.

La narrativa de Ojo de pez, novela de Antonieta Madrid, es significativamente distinta a la de las otras dos novelas mencionadas. En ésta el carácter experimental del lenguaje y la estructura es muy elocuente y destacado. Si bien podemos rastrear «una historia» se trata más bien de una coherencia implícita, que el lector deduce de los distintos capítulos.

En síntesis, una mujer, «mamabella,» reconstruye su vida, a través de la voz de la hija, que es una escritora, y escribe una novela dentro de la novela, novela «bonsai» cuyo argumento es la muerte del novio a manos del padre en la biblioteca, irónicamente calificada como «El lugar más seguro del mundo.» Paralela a la narración anecdótica, siempre entrecortada y eludida, se produce una meditación sobre el acto de la escritura, pero, y esto es lo que interesa destacar, una reflexión sobre la mujer. La joven que escribe habla de su madre y de su abuela, y al hacerlo establece una comparación que permite observar los cambios generacionales en cuanto a la libertad personal, y muy particularmente, sexual. En este sentido hay una perspectiva histórica, una memoria y una conciencia de los cambios. Pero es una memoria que se quiere olvidar. «Recordar duele», dice la narradora. «Mamabella no tiene memoria. No quiere recordar. No quiere contar.»

Me aterra repetir el ciclo de Mamabella…No entraré en ese libro ni en ese álbum…Me dan horror sus límites estrechos, sus barreras tan fácilmente rebasables…Si hubiera logrado saltar la corriente, romper las amarras, alcanzar la libertad.[9]

Pareciera que el conocimiento del pasado pudiera, paradójicamente, transformarse en una repetición, y lo que aquí se propone es un salto en el vacío, una invención. «El placer de jugar, de simular, de ser otra.»

Quisiera jugar toda mi vida y que nadie me interrumpa. Quisiera ser siempre otra, distinta a mí misma. Distinta. Distante. Diversa. Múltiple. Plural. Todas y una misma a la vez. Cuerpo sin historia, ni histeria. Quiero ser una persona sin historia. Una historia sin personas. Una niña de probeta. Una joven experimental. Una mujer siglo veintiuno. Una escritora de aséptica curiosidad.[10]

De acuerdo con esta proposición, la mujer necesita «dar un salto», olvidar el pasado, o al menos, desprenderse de su rememoración atrapante, y proseguir hacia una transgresión de lo anterior, hacia un destino desconocido, abierto, que se dirija a la invención de una identidad propia, sin diseño predeterminado, y que se libere de la historia, recreando una identidad para sí misma, identidad que a su vez puede ser cambiante. Y es la escritura experimental, la escritura que «se revierte, se invierte, se trastoca» la que expresa esta posibilidad. La historia que elude la narración es también la mujer que elude un destino prefijado y que quiere, por un acto de voluntad, autorizarse una vida diferente.

Considero, en síntesis, que en estas novelas se analiza la paralización y negación de la individualidad de la mujer, pero el análisis no se detiene en la descripción del pasado conocido sino que, por el contrario, escribe la aparición de una «mujer nueva». Esta «mujer nueva» se escribe en Antillano a través de un proceso de desdoblamiento en dos tiempos: el pasado y el presente; Mata Gil lo elabora a través de dos protagonistas simultáneas pero opuestas. En Madrid, la escritura se instala en el futuro, revelándose como espacio para producir al sujeto utópico a través del cual la voz de la mujer adquiere un carácter autoritativo en cuanto a la generación de su propio destino.


[1] Lojo, María Rosa. «Lenguaje de la totalidad, lenguaje de la movilidad» en La nueva mujer en la escritura de autoras hispánicas. Vol. IV. Colección Estudios Hispánicos. Pág. 11. Instituto Literario y Cultural Hispánico. Montevideo, 1995.

[2] Da Cunha-Giabbai, Gloria. – «La mujer hispanoamericana hacia el nuevo milenio» en La nueva mujer en la escritura de autoras hispánicas. Pág. 27-39 y versión abreviada en Venezuela. Vol 1. No 1. 1995. Pag 65-75. Hamline University, St. Paul, MN.

[3] Antillano, Laura.- Solitaria solidaria. Pág. 123. Edit. Planeta. Caracas, 1990.

[4] Mata Gil, Milagros.- mata el caracol. Pág. 21-22. Monte Ávila Editores. Caracas, 1992.

[5] Mata Gil, M. ob. cit. pág. 33

[6] Mata Gil, Milagros. Ob. Cit. Pag. 62

[7] Ob. cit. Pág. 135-6

[8] Ob. cit. Pág. 130

[9] Madrid, Antonieta. Ojo de pez. Pág. 130. Editorial Planeta. Caracas, 1989.

[10] Madrid, A. ob cit. Pag. 150.