Tres anotaciones para leer a Antonio López Ortega. A propósito de La sombra inmóvil

Presentación del libro, 2 de octubre, 2013

2013, 3, Antonio Lopez
Presentando La sombra inmóvil de Antonio López Ortega con Nelson Rivera, 2013

Primera anotación. Comienzo por el principio, con el volumen Río de sangre (Mondadori, 2005), que recoge sus primeros veinte años de escritura desde 1978 hasta 1998.

Primeras historias (1978-1982) son textos breves, de extraordinaria madurez estilística para un escritor entre sus veintiuno y veintitrés años. Los relatos, a veces imágenes poéticas en prosa, parten de una imagen visual, como si el escritor mirara hacia un punto muy instantáneo de la realidad, y se adentrara allí, como quien observa por un telescopio, o mejor un caleidoscopio, y descubre capas  invisibles en la primera aproximación pero que se van desplegando, unas dentro de otras hasta formar un cuadro con una perspectiva que no hubiésemos podido suponer inicialmente.

Planea entre una consistencia realística que con frecuencia termina difuminándose en una penumbra fantástica, muy en la manera de la narrativa experimental de los setenta. Destaca para mi gusto, “La tarde necesaria”, que puede leerse como una secuencia cinematográfica, y es preludio de la escritura posterior; y “Casa natal”, que es un relato que me impresionó en anteriores lecturas por lo que dice de la ciudad y de la intimidad, al mismo tiempo.

Probablemente “Lapso” sirve de transición hacia una trama más argumentada, en la que el relato se va complicando sin perder esta impronta visual que será una característica de su narrativa.

Cartas de relación (1982) y  Calendario (1989). Con un formato epistolar y de diario continua la observación minimalista de lo que le rodea. Los seres cercanos, los acontecimientos cotidianos se van iluminando a través de una memoria que los deconstruye y nos presenta sus fragmentos, que, al mismo tiempo los reconstruye. Memoria e imagen son las claves que los sostienen.

Naturalezas menores (1991). Los textos comienzan a dejar de ser las breves iluminaciones de la escritura anterior y van convirtiéndose en lo que comúnmente se llama “cuento”. Es decir, la anécdota se complejiza y las descripciones anteriores, un tanto signadas por la objetividad, se van subjetivando en la medida en que los personajes aparecen con voz propia. La penumbra fantástica de los primeros relatos va dando paso a un realismo que no pocas veces roza en lo siniestro.

Segunda anotación. Lunar (1996-1998). Una frase en uno de los relatos que componen el volumen, “Retrato hablado”, me da la clave de todo lo anterior: “soy en lo que veo” dice el narrador.

Es la mirada constante, omnisciente, un ojo alerta, la guía que va marcando la escritura, como si el narrador se quisiera más bien fotógrafo o artista. Una mirada exterior que va envolviéndose hasta hacer del relato una introspección, un mirarse hacia dentro, en el que los personajes son mirados, y relatados dentro de ese gran ojo que los ha capturado.

Lunar es una vuelta de tuerca. El registro se ha ampliado para dar cabida a lo propio, lo autobiográfico, el viaje en la geografía venezolana o en otros lugares, hasta que al final, en el subtítulo “Extremos” se deslinda por completo y aparecen anécdotas tomadas de una prensa quizás imaginaria.

En su siguiente colección, Fractura y otros relatos (Mondadori, 2006) nos enfrentamos a un escritor que mantiene sus claves iniciales –la consistencia de la obra-, pero abre nuevos universos narrativos e introduce nuevas técnicas –la innovación dentro de la obra.

En este volumen todo lo anterior viene a resumirse en un punto de madurez narrativa. Persiste el narrador que “es en lo que ve”, el prolijo descriptor de lo visible, y del mundo interior, de las conciencias, pero ahora los puntos de vista se multiplican, los personajes de ficción cobran sus propias miradas y la anécdota deriva hacia la complejidad de una historia, en la que empieza a perfilarse el relato de vida como eje de muchos de los cuentos.

 Indio desnudo (Mondadori, 2008). El ojo que ve se toma a si mismo como objeto. Ya no solamente los personajes complejizan sus relatos, hay un yo que dirige la historia y forma parte de ella en tanto personaje. La mayor parte de los relatos pueden considerarse como autoficción: tejidos con hilos de referencias personales y de testimonios, indisolubles las líneas de ficción de las realísticas. Con puntos de iluminación sobre algunos personajes centrales de la trama. Continúa la composición visual del relato. Una cámara los enfoca y los distingue dentro de la historia. La luz súbitamente se apaga y el personaje se desvanece.

Tercera anotación. La sombra inmóvil (Planeta, 2013).

En su octavo y más reciente libro de relatos, que fue presentado en Caracas el pasado 2 de octubre, vienen a confluir las líneas de lo que ha sido para mí una lectura vertical de López Ortega. Todas las semillas han germinado en un nuevo producto en el que todas están, y a la vez, han generado algo distinto. Y valga el símil vegetal, porque es una constante en su narrativa.

El libro se inicia con “Los árboles”, relato en doble clave que veremos frecuentemente, casi siempre, en su escritura. Doble clave de tiempo o de espacio, o de referencias coincidentales. Aquí la duplicidad se sostiene en la crónica roja que muestra los crímenes,  y la memoria inocente de infancia, del paisaje, de la vegetación (“Florece cuando todo muere”) que consuela al narrador de la muerte, de las que lee en la prensa, y de las que ha sufrido en primer plano. La narración recoge una de sus líneas predilectas: el ojo que circunscribe un detalle, y lo amplia, lo circunvala, lo complica hasta transformar la visión en relato. Aquí es una pequeña mancha de café que cae sobre la fotografía de una de las victimas de las que informa la crónica roja. Una minima mancha en un mínimo rostro.

A continuación “A tres palmos del”. Aquí lo que interesa es la metaficción, ya presente en las piezas anteriores pero ahora desarrollada a conciencia. El narrador nos dice claramente: “qué importa que la realidad sea aborrecible si tienes este mundo paralelo, que puedes alimentar a tu antojo, rellenándolo o saqueándolo en sintonía con tu espíritu”. En fin, que la literatura es una separación, y que el narrador confiesa, “Me impongo esa distancia porque me cobija, pero también se la impongo a los otros.”

En el siguiente, “Sangre de Nicolás”, el narrador hace exactamente lo que nos había anunciado: separarse del relato y desdoblarse. Es, a la vez, quien construye la historia, y también una de las victimas, pues la historia es el relato de un accidente, que sigue con él, a pesar del tiempo transcurrido. “Necesito expulsarlo, separarlo de mi, entregárselo a otros”. Supongo que esa es la sangre que nutre la narrativa, la necesidad del narrador, una vez que concibe una historia, que ve una historia en forma de relato: separarla de sí para contarla.

Del ojo primordial López Ortega pasó a la cámara fotográfica, y de allí a la cámara cinematográfica. Lo supongo como un requisito de la complejidad de las historias que ahora se mueven en diferentes tiempos y espacios, y apoyadas en múltiples personajes que han ido ocupando lo que inicialmente era un monólogo. Necesita ampliar los mecanismos de registro.

La vitalidad siempre aparece en la metáfora vegetal. En “Historia de una rama” es el apamate; en “Gluksmann” la siembra de un jardín entero que protagoniza la vida de los habitantes de la casa: crece y muere con ellos. A López Ortega le gusta describir la naturaleza, la vegetación, el mar, también las ciudades, y sobre todo la gente. Las personas que aparecen en sus relatos son como si las conociéramos: ingenieros petroleros, ejecutivos bancarios, oficiales de la policía metropolitana, grueros, médicos, estudiantes, artistas, y desde luego profesores de literatura. A veces un solo personaje llena la escena, por la manera en que ha sido iluminado, como sería Gluksmann en el cuento del mismo nombre; otras los relatos se arman en mosaico, como sería en “La encomienda”; “Pérdida de Plutón”; y “Para Juan Pablo”. En cuanto al relato de vida, hay uno excepcional: “Elizabeth: sus perros”, dedicado a la poeta venezolana Elizabeth Schön, escrito desde la autoficción (me atrevo a imaginar entrevistas o  visitas que alguna vez tuvieron lugar) y que se arma desde la voz de un narrador que dice ser el sobrino de Elizabeth. En todo caso los nombres son reales, Miguel, Olga, Luisana, Alfredo. El narrador despliega en este caso el relato como lectura de las fotografías tomadas a la poeta por su marido, Alfredo Cortina; y apuntes, papelitos, restos que quedan sueltos después de una vida (y aquí no me atrevo a conjeturar la consistencia real o ficticia de los signos). El relato es una suerte de ceremonia de los adioses, de composición y orden que restituir después de la muerte.

En “Letter from home” continua afianzándose la autoficción. El relato esta dedicado a Andrés Michelena, y desde la primera línea el narrador se dirige a este Andrés (que no sabemos si es el homenajeado, o simplemente un guiño de metaficción, o ambas cosas). Al igual que en “Tsunami waves reach Hawaii”, el relato se inscribe en dos tiempos que están vinculados por la memoria afectiva del narrador, encubierta por algún signo, en este último caso, el océano Pacífico; en “Letter…”, por la música de un compositor escuchado en dos momentos diferentes de la vida. Tanto en este relato, como en “A tres palmos de”, el narrador, casi con las mismas palabras afirma: “una historia imaginada es de alguna manera una imposibilidad”, o “hablar de un relato es hablar de una imposibilidad, de un atisbo, de un ensayo siempre inconcluso”. Una insistencia para decir que las palabras atrapan la vida insuficientemente, y al mismo tiempo, me atrevería a afirmar que López Ortega trata de demostrar lo contrario: que la vida puede contarse, contenerse, que hay algo compasivo en mirar la vida y quererla retener en la mirada, y luego en palabras. “Desde la acacia llameante –de nuevo la vegetación– el crío sigue viendo todo lo que no es belleza, y si acaso alguien lo fotografía expectante desde la horqueta, no se vea en esa intromisión más que la duplicidad que toda escritura necesita para saberse existente”, dice en “Persistencia de la acacia (a modo de poética)”. Algo un tanto enigmático hay en esta última frase del libro. ¿Cuál es la duplicidad a la que alude el narrador? Una pudiera ser la que se sugiere una página atrás: “Añoro al niño que posa sobre la acacia en la vieja foto que preservan mis padres, y la añoro porque no recuerdo con exactitud la escena. Tan solo elaboro a partir de ella y forjo una niñez distinta cada vez que me place”. La duplicidad de la recreación imaginaria obligada en la representación de lo real. Otra posibilidad: el narrador que mira el mundo y que también desde afuera, es decir desde sí mismo puesto afuera, es mirado. Dejo el enigma donde lo encontré y me voy a dos relatos que quedaron atrás en estas anotaciones, en los que la autoficción es esencial (un detalle curioso en las autoficciones lopezorteguianas es el uso de los nombres reales, de su familia, de sus amigos, de sus mascotas).

El pastor alemán Thor es uno de los protagonistas de “La sombra inmóvil”, título que da nombre a la colección. (Entregada yo también a la autoficción puedo decir que conocí a ese perro y era hermoso). Compuesto en el sistema de dos claves que ya he mencionado, el relato abre con la noticia acerca de un condenado a muerte en Estados Unidos, y cierra con la muerte del animal. Aquí, y había olvidado mencionarlo, una vez más el narrador despliega su amor por la isla de Margarita, como en general hace con el paisaje venezolano, sus costumbres, sus tradiciones, sus comidas. El relato es la historia de cómo un estupendo ejemplar llegó a una familia que lo adoraba, y que finalmente tuvo que llorarlo. Una historia minimalista, que precisamente nos habla de la compasión por los seres, y que expone como esas pequeñas historias son las que, finalmente, componen lo que, a veces presuntuosamente, llamamos la existencia.

Y dejo para el final lo que para mí es la joya de la colección. Joya no significa que sea el mejor texto (ya eso es cuestión para los críticos); joya es para mí el relato que me deslumbra y que me hará siempre recordar todo el libro: “Líneas de fuego”.

El narrador se sitúa como un asesor de la feria del libro de la Universidad de Carabobo, que regresa a casa con un cierto disgusto, y relata el trayecto Valencia-Caracas, comenzado con los buenos augurios de una autopista despejada y terminado en las líneas de fuego del Ávila incendiado. El relato recoge todo lo anterior: es un episodio cinematográfico en el cual avanzamos en el automóvil con la cámara en un largo travelling que nos trae de una ciudad a otra, con todos los posibles detalles de un trayecto en el que todo lo que ocurre es agua pasada para un caraqueño: insoportables colas, entorno degradado, y finalmente, cuando esperamos que se nos ofrezca lo que tanto amamos de la ciudad, el Ávila, está en llamas. Su descripción minimalista de los caminos y vericuetos que el conductor toma para intentar evadir los inconvenientes del trayecto nos resulta muy conocida (es casi un plano de las rutas de entrada al valle por el abra del sur) y quizás por eso nos hiere mucho, nos sigue doliendo, después de terminar la lectura. Es un relato que despliega la memoria afectiva del narrador, cuando los viajes que hacía con su familia, el padre como guía de la Venezuela radiante, desde los campos petroleros a la capital, con rápidas visiones del paisaje geográfico e histórico del recorrido, hasta la memoria de las preocupaciones actuales del protagonista; ninguna demasiado grave, pero suficientes para ensombrecerlo. Un relato de vida fragmentario. Y finalmente, un cierre que pudo ser siniestro, que insinúa algo siniestro, y que no es sino una casualidad o un hecho anodino de los tantos que vivimos a diario.