La construcción del sujeto femenino

Maestría de Estudios Literarios. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 4 de junio, 1998. En Tropicos, Revista de Psicoanálisis. Sociedad Psicoanalítica de Caracas. Vol 1, 1998.

                 Mínimas deconstrucciones

A fines del siglo XX existe ya un discurso de la mujer acerca de la mujer, suficientemente consistente, contrapuesto al discurso del hombre sobre la mujer, aunque es necesario hacer la salvedad de que una cosa es que exista un contradiscurso, y otra, que sea socialmente activo en los canales de la red social. Pero, a pesar de ello, puede decirse que el discurso feminista ha llegado a un cierto acuerdo en definir que “la mujer” no es ese sujeto que se supone definido, o que, al menos, encuentra un malestar en situarse en ese conjunto de definiciones que se han propuesto para su condición. Existe también un discurso patriarcal para definir al “hombre”, discurso de alguna manera complementario, y que también requiere y está en deconstrucción; sin embargo, la diferencia entre ambos casos reside en que los hombres no sufren del mismo malestar a la hora de quedar construidos en el discurso social.  Esa diferencia fundamental estriba, y debo insistir en algo sumamente conocido, en que el discurso patriarcal coloca al hombre en la posición de Sujeto, y a la mujer en la posición del Otro. Volveré más adelante sobre la dialéctica de la interlocución.

En la medida en que el género es una construcción del imaginario social, es indispensable aludir a las representaciones que lo constituyen. Las tres más fundamentales, a partir de las cuales se deriva el conjunto de características atribuidas a cada uno de los dos géneros, son las siguientes:

a)     La primera es la representación de los sexos por oposición. La oposición de lo masculino y lo femenino es un producto del pensamiento binario, que muestra al par masculino/femenino en contradicción, como lo blanco/lo negro, lo lleno/lo vacío, el día/la noche, etc. La oposición simétrica indica que lo uno tiene características contrarias a lo otro y es el resultado de representaciones imaginarias; por ejemplo, el día y la noche son efectos de la traslación del planeta que nada tienen que ver con la oposición en términos lógicos. Su oposición es metafórica.

Lo masculino y lo femenino no se oponen en términos de contradicción, sino que se diferencian en términos de complementariedad. Son lugares dentro de la estructura de la sexualidad humana. Ciertamente, no son lugares que pueden ser ocupados simultáneamente, hay aquí una exclusión en cuanto a que un sujeto no puede ocupar dos lugares simultáneamente, pero esta exclusividad de la ocupación no significa que los lugares sean en sí mismos opuestos. Si yo estoy en Caracas, en este momento, no puedo estar en Buenos Aires a la vez, pero Caracas y Buenos Aires no tienen una oposición lógica, son espacios diferentes que ocupan posiciones diferentes y complementarias dentro de la geografía. Resumiendo, el ovario no es lo contrario del testículo como la nariz no es lo contrario de la boca. El organismo humano necesita de la nariz y de la boca para ejercer la función respiratoria y posee ambos órganos. Con respecto a la función reproductora, el sujeto humano requiere de dos órganos diferentes, el aparato genital masculino y el aparato genital femenino, pero en ese caso no es autónomo, necesita complementarse con otro organismo. (Por cierto, que las nuevas ingenierías genéticas modificarán, quizá, radicalmente, la reproducción humana al prescindir de los aparatos genitales).

Dicho de otro modo, un hombre no es lo contrario de una mujer, como un adulto no es lo contrario de un niño, o un hombre blanco no es lo opuesto de un hombre negro. La concepción de los sexos en términos de opuestos, de contrarios, no parte del orden de lo real sino del orden de lo imaginario y lo simbólico. Esta oposición da lugar a lo que se llama “sexismo”, similar al racismo, al clasismo, etc, es decir, a toda concepción o mentalidad que interpreta la conducta de los sujetos a partir de una o varias de sus condiciones, en tanto esas condiciones son vistas como opuestas, contrarias e irreconciliables con otras. Hombre/mujer. Pobre/rico. Blanco/negro, etc. De esa concepción se deriva un estereotipo, un conjunto de ideas que definen al sujeto, de acuerdo a sus condiciones parciales; oposición que incluso ha llegado en algunas concepciones, a establecerse como dos “principios”, dos fuerzas metafísicas o mitológicas,  anima y  animus; ying y  yang, etc.

b)     La segunda representación que pesa sobre el concepto de género es la permanencia, irrevocabilidad e inmovilidad del ser. No sólo es evidente que la simbolización e imaginarización son transformadas en la cultura, también lo real es permanentemente modificado por la humanidad que transforma su entorno; el mismo cuerpo humano ha variado sus caracteres sexuales secundarios y el alcance imprevisible de las tecnologías genéticas permite suponer que la propia fórmula cromosómica del XX y el XY sea eventualmente alterada. En lo que atañe a la mujer, la representación del género como esencia permanente ha dado lugar a la concepción del “eterno femenino”, es decir, a una cierta psicología de la mujer que permanece igual a sí misma, no importa dónde, cuándo y cómo exista esa mujer. La persistencia de la “psicología de la mujer” se basa en la confusión entre orden sexual biológico y masculinidad/feminidad, construcciones subjetivas y sociales superpuestas a lo biológico.

De acuerdo con esta invariabilidad, el sujeto masculino pareciera ser el único que transforma el mundo, y se transforma a sí mismo, mientras que el sujeto femenino permanece en una suerte de aculturalidad, en la que las transformaciones históricas no lo conmovieran.

c)     La tercera representación es la oposición activo/pasivo para lo masculino/femenino. Esta concepción inunda la imaginería de los sexos y en ella hay que buscar el sentido último de la división público/privado que inserta a los sujetos masculino y femenino en los escenarios de pertenencia y pertinencia: El hombre es activo y debe luchar en el mundo; la mujer es pasiva y debe cuidar el hogar.

Freud no escapa de esta mentalidad e incluso expone que el único registro de la diferencia de los sexos en el inconsciente es la oposición activo/pasivo. Definir la actividad o pasividad de un organismo es, en primer lugar, una empresa difícil, puesto que se trata de una característica que admite las más variadas interpretaciones. La oposición activo/pasivo en cuanto a los sexos es de larga data y tiene, además, una connotación de prevalencia de lo activo sobre lo pasivo. Se remonta nada menos que a la concepción aristotélica de la inferioridad fisiológica de la mujer, basada en el principio de que en el proceso de la reproducción sólo el hombre es activo, mientras que la mujer es un recipiente pasivo. Se trata, por supuesto, de una visión ingenua del acto reproductor, una imaginarización, en el sentido literal, del coito entendido o visualizado como la penetración activa masculina sobre la mujer pasivamente penetrada que nada tiene que ver, por supuesto, con su complicado funcionamiento fisiológico. Freud, cuando describe a sus pacientes histéricas, sostiene el principio de la oposición activo/pasivo como esencial a la condición de la masculinidad y feminidad. Por otra parte, esta “actividad” es un concepto netamente delimitado a la concepción que se construye acerca de lo que cada sexo debe cumplir como función vital.

La deconstrucción de las representaciones del sujeto femenino llevada a cabo por el pensamiento feminista tiene aproximadamente medio siglo de existencia, aun cuando sus antecedentes se remontan al siglo XVIII, y aún antes. Esta deconstrucción opera un efecto de negación, es decir, opone un “no somos eso” al diccionario de afirmaciones que se establece para la condición femenina.  Haré un brevísimo listado de ese “no somos”.

a)     La mujer pertenece a la naturaleza: es imprevisible, susceptible de dominación, volcánica o desértica, fértil o infértil, tempestuosa o sedante, dócil o agreste, etc. Sus ciclos están determinados por la luna y las mareas (léase hoy el SPM); su cuerpo se identifica con su esencia.  Este planteamiento es muy cercano al de la naturaleza “salvaje” del primitivo que el hombre blanco establece para los otros grupos étnicos definidos, y a partir de él se generan los siguientes:

b)     La mujer pertenece a alguien. Así como la naturaleza se divide y su valor queda repartido entre los propietarios, la mujer queda definida por la propiedad de quien la detenta: el padre, los hermanos, el esposo, los hijos, y en última instancia el cuerpo social.  No puedo dejar de mencionar a Levy-Strauss, quien establece el origen de la sociedad en el reparto de mujeres.

c)     La mujer es un objeto con valor de cambio y debe ajustarse a los cánones con que cada sociedad establece ese valor. Es decir, la mujer por sí sola, como actor desnudo de atributos, no representa nada.  Debe portar ciertos requisitos estéticos y morales para ser intercambiable en el mercado.  Este planteamiento la sitúa en un plano muy cercano a la condición de clase dominada, en el sentido marxista del término.

d)     La mujer es eterna, inmodificable y misteriosa. El “eterno femenino” define, no importa su etapa histórica, su individualidad. Este elemento consagra su no identidad dentro de una atmósfera romántica y pseudoidealizada.

e)     La mujer es colectiva. No posee una individualidad que le otorgue autorepresentación fuera del grupo genérico, la cual queda solidificada por la asignación de roles sociales fijos, dentro de una colectivización de destino que ocasiona un despojo del ser. Esta definición sustenta la afirmación de Lacan de que la mujer no existe; sólo existen las mujeres.

La mujer en el discurso psicoanalítico

Veamos, dentro de la teoría psicoanalítica, cuáles son las proposiciones  que encuentran su origen en el pensamiento patriarcal en el cual fueron desarrolladas y que requieren ser puestas a la luz de una deconstrucción.

a) Lo lleno y lo vacío

La teoría de la castración basada en la lógica del falo es heredera directa de la concepción de la mujer como organismo biológicamente incompleto, pasivo e insuficiente. Se remonta tan lejos como a Aristóteles, y más allá, al Génesis, en cuyo texto acerca de la Creación la mujer es creada por Dios a partir de una parte, un órgano, del hombre. (Es interesante acotar que existen dos textos anteriores acerca de la creación que han sido censurados, divulgándose solamente la versión de la costilla de Adán) La diferencia imaginaria fundamental entre los aparatos genitales masculino y femenino reside en que los órganos sexuales de la mujer no son visibles a la mirada exterior. Están ocultos, aun para aquella que los porta. No todo el aparato genital masculino es visible a la mirada exterior, pero sí lo es el órgano ejecutante de la sexualidad reproductiva. Esta diferencia anatómica resulta fundamental pues en ella se ha basado toda la teoría de la castración. En la medida en que la mujer no tiene ningún carácter sexual primario visible, la imaginarización de su género se construyó desde el registro de la falta. La mujer no tiene “algo”, la mujer está incompleta. Se mira a la mujer como ser incompleto, vacío, en contraposición al hombre que se ve “lleno”, “completo”.

Es evidente desde el punto de vista de lo real que ambos aparatos están completos en sí mismos, y que la prevalencia de un órgano no se establece por su visibilidad o invisibilidad. Por decir algo, el sistema nervioso es invisible a la mirada exterior y nadie duda de su importancia. De nuevo aquí es necesario insistir sobre algo mencionado atrás y es que estos dos aparatos no son opuestos; son diferentes y complementarios a los fines reproductivos y eróticos.

Otra consecuencia imaginaria de la teoría de la castración es la ecuación hombre castrado/mujer. En la fase edípica, el niño varón es víctima de la angustia de castración, es decir, del temor a que el padre le quitará los genitales por haber deseado a la madre, y lo convertirá en mujer. La visión de que hay un solo sexo, el masculino, es la que da origen a esta fantasía. Se concibe una polaridad castrado/no castrado, la primera como posición femenina; la segunda, masculina.  A la vez, el sexo femenino es negativizado, despojado de su  identidad que consiste simplemente en “no tener algo”. Todo el aparato genital femenino queda anulado en esta concepción según la cual si un niño es castrado se convertirá en niña. Un hombre castrado es un sujeto que ha perdido los genitales o parte de ellos, por la razón que sea. Esta amputación no lo convierte en mujer, lo convierte en un ser humano que ha perdido una parte de su cuerpo. Del mismo modo, la construcción plástica de un órgano fálico, no convierte a una mujer en hombre. Sigue siendo una mujer con un aditamento impuesto por medios quirúrgicos.

Una mujer no es un hombre castrado, un hombre al que le falta algo. Es un ser humano con un aparato genital distinto. Una mujer castrada sería aquella a la cual se le ha amputado una parte de su aparato genital, y ésa sería la angustia de castración femenina, como veremos más adelante al mencionar a Melanie Klein. La niña, si tiene una angustia de que ha perdido el órgano fálico, tiene una angustia prestada. Una angustia proveniente de que ha sido subjetivamente construida en la teoría de que sólo existe un género. La mayor parte de las mujeres hemos sido construidas en la teoría unigenérica, dada la prevalencia y dominio del discurso androcéntrico en la cultura. Ha transcurrido muy poco tiempo para se hagan sentir los efectos de un discurso verdaderamente heterosexual, un discurso que parta siempre de la dualidad sexual de nuestra especie.

La ausencia de órgano sexual en la mujer es, pues, una imagen, y sobre ella se ha representado todo el cuerpo femenino como faltante, incompleto. En los textos clásicos, retomados en el Renacimiento, y cuyas ideas llegaron hasta el siglo XIX, este cuerpo no sólo era incompleto sino enfermo reflejado en el aforismo, “la mujer es un hombre enfermo”. La “enfermedad” o “debilidad” de la mujer se apoyó en otro elemento de su fisiología, que nada tiene que ver con la salud o la enfermedad, como es la menstruación. La emisión periódica de sangre ha sido también un elemento imaginarizado como una debilidad del organismo femenino, que adquirió incluso un valor moral y religioso. En el siglo XVI no se permitía a los médicos tocar a una mujer menstruante antes de una operación, y en la Edad Media no se permitía a las mujeres menstruantes entrar en las iglesias. Es decir, que el concepto de impureza tenía un evidente valor moral más que sanitario. La menstruación, aún en nuestros días, es un elemento que causa horror y contiene un prejuicio acerca de la condición de salud o fortaleza de la mujer. Todavía se piensa que una mujer no puede detentar cargos públicos ya que varios días al mes se encuentra en inferioridad de condiciones, cuando es bastante evidente que los hombres, por diferentes causas, tienen también indisposiciones de distinto orden para el ejercicio de sus funciones.

Todo esto que nos parece tan atrasado a los ojos contemporáneos, está registrado psicoanalíticamente en la teoría de la castración freudiana y por lo tanto en el pensamiento psicoanalítico. ¿Cuál es la contrapartida o antídoto de esta inferioridad o falta de la mujer? Freud propone la maternidad. Ese hueco, esa ausencia orgánica, dice Freud, será colmada por la llenura del útero, es decir, la maternidad. La maternidad se convierte así no solamente en una función social, o en una alegría íntima,  sino en una plenitud imaginaria de la imaginaria falta.

Toda la concepción de la madre fálica, la fantasía de la madre fálica, mejor dicho, proviene del imaginario masculino que no puede concebir completo a un ser sin el órgano fálico. El repudio a la madre que señala Freud como una de las causas del viraje de la niña hacia el padre en la etapa edípica necesita ser puesto en cuestión. Ese repudio es el imaginario masculino en acción. Hay que interrogarse si la niña repudia a la madre porque la ve castrada, o porque, en casos particulares, y desde luego no como una norma, repudia algunas características personales de la madre, lo que es completamente distinto. La posibilidad de que la niña idealice a la madre es visto como una etapa infantil del desarrollo, en cierta forma primitiva, y cuando la niña madura, debe repudiarla para idealizar al padre. Estas son ideas freudianas que es necesario repensar. La idealización o repudio de las figuras parentales está mucho más del lado de los vínculos intersubjetivos que de la ausencia o presencia del falo. Lo que ocurre es que Freud, como hombre de su tiempo, no puede ver como objeto admirado otro que el padre.

Melanie Klein introduce una teoría de la castración que se aparta de la freudiana. Para Klein, la angustia de castración en la mujer no reside en la pérdida del pene sino en la pérdida de la posibilidad de tener hijos. La angustia de la niña reside en que sus órganos internos hayan sido dañados a causa de la agresión que ella ha dirigido contra los de su madre. Por un lado, es ciertamente, una teorización más centrada en la mujer puesto que descarta la lógica fálica, pero por otro, reviene a lo mismo. En Klein, la función central de la mujer reside en la maternidad, real o sublimada, en la reparación de la imagen de la madre dañada en las fantasías inconscientes infantiles, y es a través de la restitución del hijo como la mujer logrará restaurar ese daño simbólico e imaginario. De esta manera da vuelta a la teoría freudiana en la cual el hijo es un sustituto fálico, colocándolo ahora como reparación de la madre, pero de todos modos sitúa la maternidad como la función que repara un daño, una falta. En cierta forma, Klein nos dice, la mujer es perdonada por ser madre.

Al tomar a la maternidad como función reparatoria, de la madre y de sí misma, la mujer queda también reducida simbólicamente y equiparada dentro de la función natural por excelencia como es la reproductiva. Consecuente con su teorización, en los postulados kleinianos el órgano prevalente no será el pene sino el pecho. Ese pene omnipotente, de cuya lógica depende la estructuración psíquica freudiana, es sustituido en Klein por el pecho, el Objeto Bueno.

Así como para Freud, la angustia de perder el pene o la envidia por no tenerlo, son las rocas de la castración, para Klein, la angustia de dañar y perder el pecho por la propia envidia destructiva, será la piedra fundamental en el desarrollo psíquico del infante. Hay ciertamente un cambio en la lógica, o mejor dicho, en los términos de la lógica, pero en el fondo de la cuestión se vuelve a lo mismo: la mujer, para recuperarse a sí misma, necesita de la maternidad. Y el problema de fondo no es la cuestión de la maternidad, aunque desde luego es necesario problematizar esta prevalencia; el problema de fondo es que, de todas maneras, la imagen de la mujer aparece como incompleta, en permanente necesidad de recuperación de algo perdido o dañado.

b) El cuerpo dividido

La segunda imaginarización que se desprende de la teoría de la castración es la falización de todo el cuerpo de la mujer. El cuerpo faltante, el cuerpo incompleto, necesita recubrirse del emblema fálico para encubrir la imaginaria falta. La mujer debe ser, en su cuerpo, un objeto dirigido al placer y por lo tanto debe recubrirse para ser introducido como objeto de placer. Puesto que no tiene falo, debe convertir en falo todo el cuerpo. Pero he aquí que el cuerpo de la mujer es un objeto fragmentado, y con diferentes dueños. Por una parte, es el campo del placer del hombre; el cuerpo de la mujer es una ofrenda, y por tanto, debe estar en condiciones de satisfacerla, es decir, debe tener el perfil deseable de acuerdo a las épocas y los usos. La idea de que la mujer puede apropiar su cuerpo para su propio placer es relativamente nueva, y no del todo aceptada, dependiendo mucho esta aceptación de la cultura grupal. La idea de que el hombre tiene derecho al placer de su cuerpo es, creo, universal. La lenidad con que ha sido tradicionalmente tratado el violador es un ejemplo de esta prerrogativa autoasignada.

Pero este cuerpo que es para el placer, fundamentalmente del otro, es también el escenario en el cual ocurre la maternidad; la mujer debe estar, por lo tanto, disponible para ejercerla, y para entregar su cuerpo al hijo. Es un cuerpo codiciado y valioso, pero paradójicamente, de obsolescencia más rápida que el del hombre. La edad produce una fragmentación de la mujer. En la joven, siempre sus cualidades simbólicas serán secundarias a las del cuerpo que esté en capacidad de ofrecer. Ni la mujer joven más importante desde el punto de vista del ejercicio social, escapará a la evaluación estética de su imagen física. En la mujer menopáusica, por el contrario, las cualidades simbólicas obtendrán el primer plano, y las corporales serán desechables. Cualquier mujer sabe la importancia que su imagen corporal representa en cuanto a la valoración de su identidad.

La superposición de la imagen de la mujer como cuerpo en ofrenda erótica permanente tiene su origen en las ideas anteriormente expuestas, tanto en considerarla como parte de la naturaleza, es decir, en la ecuación mujer-cuerpo, como en la lógica del intercambio de mujeres. El sujeto femenino es, sobre todo, imaginarizado como un cuerpo, apetecible o codiciable, desechable o desvalorizado, y en esa superposición se produce una reducción simbólica del sujeto.

Sería conveniente quizás aclarar que el cuerpo de la mujer es susceptible de encarnar una imagen erótica, como lo es el del hombre, y que no hay nada indigno en ello. La deconstrucción necesaria se refiere a la ecuación mujercuerpo y a la generalización de la imagen femenina vista como objeto o no de deseo, sin tomar en cuenta que la imaginaria erótica no es la totalidad del sujeto femenino, y que al representar a la mujer totalitariamente como imagen erótica se produce una disminución simbólica del sujeto. Se lleva a cabo un despojo del ser.

c) Sujeto y objeto del deseo

La mujer es educada en la idea de que es objeto del deseo del hombre. Es el hombre quien elige. No se trata, por supuesto, de la banalidad de que la mujer sea capaz de despertar ese deseo activamente, mediante el ejercicio de su seducción. Es, precisamente, que ha sido educada en la idea de que debe seducir para lograr su objetivo: ser elegida. Por supuesto, la mujer puede asumir ser sujeto de su deseo, con algunas sanciones, desde luego.

El problema es necesario colocarlo desde las posiciones que ambos géneros ocupan en la dialéctica de la interlocución. Tomaré algunas ideas expresadas por el filósofo Jean-Francois Lyottard en sus conferencias caraqueñas del año 1996. La civilización -dice- es la participación del Tú, la aparición de la palabra compartida/compartible. El Yo habla, el Tú escucha, pero estas dos posiciones -equivalentes a la del Uno y el Otro, o el Sujeto y el Objeto- deben ser reversibles, no fijas. Esto, pienso, puede aplicarse a la condición que históricamente la mujer ha ocupado en la interlocución: la posición del Tú, del, Otro, del Objeto.  Esta condición se ha ido revertiendo, pero, qué duda cabe, cuesta trabajo.  El discurso patriarcal no cede fácilmente la posición de Sujeto, de quien habla, y quien mira al otro cuando habla, sin reponerse de la sorpresa de que tenía, a pesar de su silencio, voz.  La mujer misma se sorprende cuando sale de la posición de Otro para estar en la de Sujeto, en la del Uno.  El Uno es quien habla, no de quien se habla.  El Otro es aquel sobre quien el Uno conduce su mirada y lo observa, lo particulariza, no le concede universalidad.

Sin duda la proposición lacaniana acerca de la mujer debe ser considerada a la luz de esta dialéctica, pues precisamente es Lacan quien retoma la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo en sus conceptualizaciones sobre los discursos. Sin embargo, en ningún momento se plantea que estas dos posiciones básicas de la interlocución son exactamente las que han ocupado el hombre y la mujer, desde el punto de visto del género. El género masculino habla, el género femenino escucha. El género masculino es universal, el género femenino es particular. Esta diferencia es, por cierto, fácilmente observable en algunas leyes de la gramática, tales como la masculinización del plural, así como el uso de las abstracciones en género masculino.

Lacan plantea acerca de la mujer dos proposiciones que en lo básico son la misma. Por una parte, el aforismo de que la mujer no existe; sólo existen las mujeres. Por otra, que la mujer es-no-toda. Estas proposiciones se fundamentan en la lógica fálica, y desde ella, aparecen como lógicas. El problema es, pues, la lógica fálica aplicada al psicoanálisis y que no es otra cosa que la continuación del pensamiento patriarcal que podemos rastrear en los diferentes discursos, de los cuales el psicoanálisis no es excepción. En otro orden de ideas plantea el concepto de la Ley del Padre. La Ley del Padre, o Nombre del Padre, se inserta en el sujeto a través de la madre, es decir, de la mujer. Es la mujer quien soporta esta ley y de ella depende que sea o no inscrita en el hijo.

Trataré de volver sobre estas proposiciones desde otro ángulo, desde otra mirada.

El tema de más trascendencia en todas ellas es que Lacan explícitamente afirma que la mujer no tiene lugar en el orden simbólico. No está registrada en el inconsciente, no tiene significante. Sólo aparece significada como “madre”. Si por un momento descartamos todo el aparato teórico lacaniano, que es por cierto, una lectura fundamental del psicoanálisis, en lo tocante a la mujer reconocemos ideas, por qué no decirlo, francamente antiguas. Que la mujer sea reconocida fundamentalmente como madre, que ésa sea su función, su identidad, hasta cierto punto su legitimación, no es ninguna novedad. Pero, por otra parte, es también una importante contradicción lógica. No se explica muy bien cómo puede registrarse en el inconsciente el significante madre sin el significante mujer. La madre es más bien un posible atributo de la mujer, no a la inversa: la mujer como atributo de la madre. Pero esta disociación no es sorprendente pues ya Freud la estudió a propósito de la disociación del objeto en el hombre. La figura de la madre aparece como dignificada, incluso idealizada, en el imaginario social; la mujer aparece rebajada o ilegitimada. Lacan, aquí, repite un viejo prejuicio.

En la medida en que la mujer no aparece con un lugar simbólico, no existe la mujer. Sólo mujeres, múltiples, intercambiables. Una colectivización del destino, en la que las mujeres son más rebaño que género. La mujer, pues, no existe simbólicamente, y además, en su existencia concreta es-no-toda. Es bastante evidente que ese no ser toda, marca la misma incompletud que sustenta la teoría de la castración. A la mujer le falta algo, y ese algo que le falta sigue siendo lo mismo: el órgano fálico. Y en tanto le falta el órgano, le falta el significante. La mujer, dice Lacan, para acceder a la identidad simbólica edípica, que finalmente le concede, debe hacer una vuelta alrededor de la identidad del padre. Debe identificarse con el padre para ser mujer. Hay una lógica, por supuesto. Si no existe el significante femenino, ¿cómo puede accederse a él?, pero una lógica que si nos permitimos contradecir resulta bastante inconsistente. Parece imposible sostener que si el ser humano está sexuado en dos géneros, sólo uno de ellos merezca posición simbólica, sea representado en abstracto. Por supuesto, es posible sostenerlo desde el imaginario patriarcal que sólo toma en cuenta a uno de ellos, el fálico masculino.

La defensa contra este desmontaje de la teoría lacaniana es esgrimida en los términos de que la castración de la que participa la mujer es imaginaria, al igual que la del hombre, ya que en términos simbólicos ambos están castrados, a ambos les falta algo, pues el sujeto es siempre sujeto dividido, sujeto tachado. Hay que distinguir -dice la teoría lacaniana- entre órgano y significante fálico, el cual no tiene referente empírico. Pues bien, distingamos. Si tanta distancia hay entre el órgano y el deseo, ¿por qué el falo es el significante del deseo? ¿Por qué utilizar como significante un término cuyo referente, empírico o no, es tan nítidamente masculino? Porque el deseo es masculino para Lacan, quien ratifica explícitamente que la libido es masculina, como decía Freud. Y si tanta es la diferencia entre la castración imaginaria y la simbólica, ¿por qué es fálica esa castración? ¿Por qué masculinizarla si nos ocurre a todos y todas? Porque el falo es para Lacan el único significante, el único registro sexual del inconsciente.

En la teoría lacaniana, que es por cierto la teoría que pone en valor los órdenes de lo real, lo imaginario y lo simbólico, la mujer aparece con una erosión fundamental. No es un sujeto simbólico. No habla. No tiene representación simbólica. Es siempre un otro imaginario.

Con respecto a la Ley del Padre, concepto muy significativo porque de su aceptación depende la inserción del sujeto en la neurosis, y de su no registro, la entrada en la psicosis, ocurre algo similar. Visto de otro punto de vista lo que Lacan parece decir es que el padre dicta las leyes y las madres son las encargadas de que los hijos las obedezcan. Las madres son, pues, responsables del destino de sus hijos; los padres se limitan a ordenar el mundo. Para Lacan, entre el padre y el hijo no hay acceso directo. La madre es obligada mediadora. No resulta difícil reconocer en esta proposición el modelo patriarcal, hoy problematizado, de cómo deben funcionar las familias.

Cada gran creador del psicoanálisis parece haber tenido su mito materno particular. Para Freud, la madre desexualizada es un ideal de amor. Nadie ama a un hombre como su madre, es la conclusión, y a nadie ama más un hombre que a su propia madre. Sobre cómo se aman las madres y las hijas, Freud confesó no saberlo bien. Para Klein, la madre es una fuente de angustia. La madre es lo más maravilloso que existe, pero cuidado, puede ser la peor enemiga, parece decirnos. Un objeto más bien persecutorio, tan pronto destruido, tan pronto destructor. Para Lacan, la madre es el goce: la falta de límites, la oceanidad materna frente a la Ley del Padre. Si tuviera qué escoger cuál de las tres teorías es la más misógina, creo que seleccionaría la lacaniana, por ser la más alejada de la subjetividad y la historicidad de la mujer. Para Lacan, la madre es un otro simbiótico, que perdida en el goce de su propio producto, no sabría qué hacerse sin que el padre venga a poner orden. Una mujer sin ley, una mujer acultural, coherente con su idea de que no es sujeto simbólico. Madre e hijo, náufragos en el océano de un goce ilimitados, sólo salvados por la palabra del Padre, la cual, eso sí, es responsabilidad de la madre hacer valer.

Teoría poco práctica, diríamos. Teoría del que no ha estado mucho en el problema. Visión del que ve la escena materno-filial con catalejos. No goza todo el tiempo la madre, sería necesario contestar. No está siempre más allá del placer, con frecuencia, mucho más acá del displacer. No es la pareja maternofilial ese espejo inacabable, es con frecuencia un ser que debe responder por otro, a veces de madrugada. Dos seres, madre o criatura, que no gozan para nada de esa correspondencia perfecta. Una alegría de la vida, cómo no. A veces, y por muchas causas, una tristeza. Una experiencia humana, en resumen, con sus avatares. Esa pareja materno-filial embebida en sí misma es, si acaso, un fragmento, un momento bien puntual dentro de muchos otros, casi todos los otros momentos. No es la madre esa embelesada que si no viene una ley simbólica exterior a sacarla de su embelesamiento, volvería locos a sus hijos. Las mujeres vienen históricamente, para bien y para mal, manejando esa fragilidad que es el infante humano. En todas las culturas, y siguiendo patrones diferentes, han elaborado sus patrones de cómo cuidarlos para entregarlos luego al cuerpo social, pero ese cuerpo social no llega un buen día a tocarles la puerta desprevenidamente. Ellas son también parte de ese cuerpo social, ellas son junto a los hombres, ese cuerpo social.

Por supuesto, si una mujer se encierra con su producto, si lo devora, puede enloquecerlo. Tiene razón Lacan, pero el modelo de la madre psicotizante no es el modelo materno, es una de sus posibilidades. Situar a la pareja maternofilial encerrada en el goce, más allá del principio del placer, sin Ley, es colocar como modelo y emblema una posibilidad perturbada. Es desvirtuar la empresa que ha permitido la continuidad de la especie. Si vamos a los emblemas, me quedo con la idealización freudiana o la angustia kleiniana; son modelos parciales pero mucho más cercanos a los hechos.

d)El amor y el sexo

La mujer es educada en la idea del amor. Sólo el amor, pasional o no, garantiza la estabilidad del vínculo. El deseo sexual es efímero, fragmentario, y no necesariamente acorde con un vínculo estable o que ofrezca las posibilidades de llegar a serlo. La mujer se debe al amor, al amor a la familia, a los hijos, a la casa, y su transgresión es siempre la traición a esos vínculos. Mientras haya sido fiel a ellos, se le perdonarán sus fracasos, sus insuficiencias. Es más, sus éxitos y sus capacidades también serán perdonados si logra adaptarlos a su fidelidad primera y más obligante. El orden de la prohibición y la transgresión es siempre en la mujer de naturaleza sexual. Implica una violación del orden sexual por el cual se rija la sociedad en la que vive. La mujer es, fundamentalmente, evaluada por su conducta en el orden sexual.

Esta disociación entre la Madonna y la prostituta fue estudiada por Freud en su trabajo Contribuciones a la psicología del amor (escritos entre 1910 y 1917) y desde el punto de vista del imaginario social lo encontramos constantemente en acción. Se demanda de la mujer que sostenga ambas imágenes, aunque por supuesto, es una demanda paradójica que produce muchos conflictos de pareja. Cuando la mujer se entrega a la maternidad, o sus equivalentes simbólicos, el hombre se siente satisfecho en su seguridad y confianza pero insatisfecho en su deseo; cuando se entrega a la imagen sexual, excita el deseo pero produce angustia y con frecuencia repudio. No se puede complacer a dos señores. El problema radica en que ambas imágenes son míticas y recae sobre la mujer el peso de sostener dos identidades, dos atributos que la mistifican.

e) El placer y el dolor

Freud, en sus desarrollos sobre el masoquismo, introdujo el concepto  de  “masoquismo femenino”, esencial de alguna manera a la naturaleza de la mujer, como uno de los tipos de masoquismo. Probablemente es una imaginarización proveniente del hecho de que la niña se acostumbra a la idea del cuerpo sangrante desde muy temprano. La idea de que la sexualidad atraviesa tres ritos de sangre (menstruación-desfloración-parto) forma parte del conocimiento íntimo de la mujer, aún antes de haberlo experimentado. Conceptuarlo como masoquismo es de alguna manera denigrarlo o, al menos desvirtuarlo, y  Freud incurre en ello cuando explica algunas fantasías o actos perversos del hombre como resultado de haber adoptado una posición femenina. De acuerdo con esto, el dolor es femenino. Su contrapartida moral, la resignación ante el sufrimiento, es una cualidad moral muy alabada en la mujer, desde luego útil a los fines de que acepte sumisamente las imposiciones del orden patriarcal.

La construcción como problema

El problema que se sigue de la deconstrucción de estos basamentos del discurso patriarcal, es definir cuál es el terreno sobre el cual puede reconstruirse la noción de sujeto femenino. Es este un aspecto controvertido dentro del feminismo en el que algunas autoras le dan el mayor énfasis a la identidad de género, mientras que otras subrayan la identidad de clase o de grupo étnico. Dentro del pensamiento postmoderno que problematiza el concepto de identidad, no resulta fácil trazar una nueva construcción, un nuevo discurso que englobe la identidad femenina. Las críticas a esa posible construcción -de acuerdo a la filósofa Allison Weir,[1] – plantean que una “identidad femenina” resulta esencialista en tanto propone una esencia definitoria de la mujer, bien sea como resultado de la naturaleza o de la experiencia social.  Por otra parte, una identidad genérica no podría tomar en cuenta las diferencias entre las mujeres y operaría un efecto represivo, estableciendo una suerte de canon o ideal femenino que dejaría de lado las identidades individuales o colectivas de determinados grupos de mujeres.

Al despojar el concepto de mujer de las condiciones atribuidas por el discurso patriarcal se produce un efecto de vaciamiento.  No somos eso que dicen que somos, ¿qué somos al fin?  ¿Qué nos queda como definición?  ¿Debemos las mujeres iniciar una nueva teoría acerca de nosotras mismas?  Esa teoría, ¿no correría el mismo riesgo de situar a la mujer como un Otro del cual se habla, y del cual se establecen sus atributos, en forma genérica, a partir del discurso de autoridad de aquellas que se colocan en la posición de sujeto?  Una nueva construcción, un nuevo discurso acerca de la mujer, aun cuando ese nuevo discurso sea establecido por sujetos femeninos, no asegura la autenticidad del mismo.  Dicho de otra manera, si desconfío de la identidad que me ha sido atribuida por el discurso patriarcal, también puedo desconfiar de la que me atribuya el discurso matriarcal.  Tendría que partir del supuesto de la solidaridad grupal, la solidaridad genérica, y en este punto se plantean los interrogantes ya mencionados porque la identidad de género no es la única condición a partir de la cual puede definirse un individuo.

A la hora de establecer pautas o conceptos para construir el sujeto femenino, rescato el valor del silencio, el respeto por el vaciamiento de la mitología femenina. En la literatura psicoanalítica contemporánea encontramos con frecuencia ideas en las que se observa una revisión del concepto de género y que se distancian de los planteamientos clásicos. No existe aún un cuerpo de ideas psicoanalíticas que proponga una nueva psicología psicoanalítica de la mujer, aunque hay estudios de gran significación como serían las elaboraciones de Nancy Chodorow, entre otras. Por el momento, sin saber si ese cuerpo compacto de ideas sobre la mujer llegará a construirse, y sin la certeza de que esa nueva teorización no se convierta a su vez en mitología de la representación, prefiero partir de la idea de que la mujer que acude al analista es un sujeto que ha atravesado las determinaciones de su género, pero también de su contexto social, de su época, de su familia, de su vida, del azar de toda existencia. Escucharla pensando que tiene voz, voz autorizada para decir lo que le ocurre; comprenderla desde el vacío de no saber qué le ocurre sin observarla desde los estereotipos que hacen creer cómo es y cómo debe ser. Esperar a que ella diga cómo es ser mujer, cómo ha llegado a serlo, qué tropiezos y ventajas ha encontrado, qué sufrimientos y qué alegrías le ha proporcionado su condición, ése es el único camino que se me ocurre.

La deconstrucción del discurso acerca de la mujer opera un vaciamiento difícil de sostener.  Desde el ángulo masculino hay una urgencia por Ilenarlo, por definirlo, por saturarlo.  Es célebre la pregunta de Freud: ¿Qué quiere una mujer?  Y su respuesta explícita de no saberlo y declarar el mundo femenino como el “continente oscuro”.  ¿Por qué es tan urgente saber lo que quiere la mujer?  ¿Por qué es necesario definir su deseo?  En ese silencio de la mujer se refugia lo que no le ha sido arrebatado, domesticado, subordinado.  La pregunta acerca del deseo de la mujer, me parece la pregunta del amo por el deseo del esclavo.  Está sometido, bien, pero algo oculta, algo no se sabe de é1, y eso desconocido amenaza.

La búsqueda por el enigma de la mujer no es sino la consecuencia del mismo discurso del que venimos negándonos: La mujer es enigmática, y en ello reside uno de sus atractivos.  La condición enigmática es seductora; la seducción se refuerza en el ocultamiento del deseo.  Pues bien, ese enigma es un señuelo.  No hay tal cosa.  Algunas, quizá, se resisten a aceptarlo porque ese ocultamiento se transforma en una suerte de tesoro escondido, de valor inapelable que no será devastado.  Las mujeres han utilizado el silencio para resguardar un reducto de identidad no sobornable al amo pero es un silencio vacío.  Es un silencio que tiene por objeto cerrar una puerta tras la que nada se oculta.  La construcción de la mujer como la que oculta un deseo desconocido para el hombre es una consecuencia del discurso masculino.  El imaginario masculino, tal como está construido, necesita de la fantasía de violación.  Requiere estar siempre a punto de levantar un velo, de penetrar en lo escondido, en lo que nadie ha hollado.

En ese silencio acerca de lo que la mujer es, en ese vaciamiento de sus atributos, aun cuando sea insoportable, es de donde puede surgir el acto de creación, de autorepresentación, bien sea literaria o de otro tipo.  Desde el ángulo femenino, la puesta en vacío me parece indispensable.  La mujer, si puede, habla, y cuando habla, dice; lo que ocurre es que a su facultad de lenguaje no ha seguido la legitimación de la palabra, o no suficientemente todavía.  La palabra de la mujer no tiene autoridad, no es autoritativa en tanto no tiene crédito.  Su palabra es escuchada en tanto habla una mujer y es decodificada desde esa condición, de modo que el significado del discurso esta tachado por el significante que porta el sujeto hablante.  Cuando una mujer comparece ante una audiencia el primer elemento de su discurso es su propia apariencia, su propia imagen.  Su palabra es escuchada por el discurso patriarcal como murmullo, como música, como ruido complaciente o molesto, como erotismo en fin. La mujer en la palabra debe satisfacer un cumplimiento estético, debe complacer un deseo erótico.  La razón por la cual el discurso patriarcal se pregunta qué quiere la mujer es porque no la escucha cuando habla.  Porque su palabra esta siempre articulada bajo la demanda o el deseo.  ¿Qué quiere de mí?  El discurso patriarcal no se plantea que la mujer quiera decir algo, no necesariamente relacionado con el hombre.  En la medida en que el hombre queda colocado como centro, como Unico, como Amo, no puede concebirse que la mujer no hable de é1 o para é1.  La palabra de la mujer no es una palabra reconocida como simbólica sino escuchada como un ruido del orden imaginario.  Este es, a mi modo de ver, el problema central de la palabra de la mujer: su ausencia de legitimación.

Ante ello caben dos proposiciones básicas que en cierta forma dividen el feminismo.  La primera sería que la mujer abandone el escenario masculino y se construya y se dirija exclusivamente dentro de un escenario femenino.  La segunda es que la mujer insista en la ocupación del espacio que le corresponde, para lo cual debe desalojar toda aquella construcción que la aliene: es decir, atravesar la puesta en vacío.  Personalmente, me inclino decididamente por la segunda opción.  La primera me resulta asfixiante y en cierta forma me sitúa en una reserva para protección de la especie.  Y por otra parte, tengo la opinión de que el pensamiento feminista ha avanzado más cuando ha sido soportado por mujeres que han luchado en la arena pública.  Pero, en todo caso, cada quien es libre de moverse en el escenario en que se sienta mejor…

La autorepresentación en el lenguaje

Acerquémonos ahora a la representación en el lenguaje.  El lenguaje es el medio de representación por excelencia. Es el instrumento del orden simbólico a través del cual la humanidad ha dejado su testimonio, con el cual puede leer los signos de las culturas pasadas y presentes.  No sabemos mucho acerca de la escritura producida por mujeres en el pasado.  Se lleva a cabo hoy en día una recuperación de textos pero es de suponer que una gran mayoría son irrecuperables, y otros sin duda pertenecen a la escritura no escrita.  Es decir, quedaron en el silencio de quienes no pudieron hacerlo.  La primera representación del sujeto femenino en la escritura es la consignación de su nombre: la aparición del actor. Las mujeres escritoras sólo recientemente han logrado sentirse cómodas con el uso de su nombre propio, es decir, con la más simple manifestación de la identidad. Fue frecuente el uso de seudónimos masculinos por parte de la mujer, y posteriormente el uso de seudónimos femeninos o de iniciales que encubren el género, como fue el caso de Marguerite Yourcenar que hasta su quinto libro no usó el nombre de Marguerite completo.  En Venezuela tenemos varios ejemplos: Dinora Ramos (Elba Arráiz) que, de acuerdo con las investigaciones de Luz Marina Rivas, no se presentó a recibir un premio literario para no develar su identidad, Juana de Avila (Pomponette Planchart), Gloria Stolk en sus artículos de prensa con frecuencia firmó solamente “Gloria” o con iniciales y nunca utilizó su apellido de soltera.  Lucila Palacios (Mercedes Carvajal), Lucila Velázquez, y sin duda es digno de mencionar el caso de nuestra autora mas representativa: Teresa de la Parra, quien utilizó un nombre, que sin llegar a ser seudónimo, es un nombre paralelo. También dentro de la nominación debe considerarse el uso del apellido de soltera o de casada que induce confusiones bibliográficas. Otras escritoras han cambiado su apellido por motivos no demasiado explícitos, como fueron Marguerite Duras y la ya mencionada Marguerite Yourcenar.  La nominación resulta un elemento que sin duda no puede descartarse como banal. Otro elemento también significativo, y que ha ido generacionalmente cambiando, es la ausencia de la fecha de nacimiento en los libros de escritoras.  El encubrimiento de la edad es un residuo de coquetería que reviene a lo mismo: a la lucha que la mujer necesita sostener para atreverse a escribir sin el obstáculo de la imagen.

En la ejecución del acto de escribir, el actor emprende un testimonio de sí mismo.  Independientemente de lo que escriba, esta asentando que es él o ella quien lo hace, quien asume la verdad subjetiva que contiene el texto. La escritura producida por una mujer encuentra un primer inconveniente. El sujeto de la misma es inmediatamente traspuesto a objeto, a ser visto como el Otro.  De entrada, el actor pierde universalidad.  Es una mujer quien escribe, veamos qué dice. Se espera que su sexo hable y se quiere saber qué encierra ese sexo misterioso. El texto adquiere un carácter confesional, íntimo; por decirlo así, se busca el olor de la vagina entre las sábanas. Un ejemplo local lo constituye la antología de poesía femenina de Julio Miranda quien parece distinguir entre “poesía de alcoba” y “poesía de cama”.  Se espera que la mujer se desnude, para mirarla.  Citando a Milagros Mata Gil, “Siempre habrá quien espíe su alcoba y en su bolsa de desperdicios para ver el color de su sexualidad y las alternancias de sus ciclos”[2]. El problema es que cuando una mujer escribe, no quiere ser mirada sino escuchada.  Si deseara ser mirada, es de suponer que buscará la ocasión oportuna. Esta es, pues, la primera dificultad, el reconocimiento del sujeto femenino no como imagen a devorar, sino como sujeto simbólico que transcurre en el lenguaje.  Cuando un hombre escribe, nadie quiere mirarlo, nadie espera la develación de su intimidad, o de su misterio.  Se parte de la idea de que es un actor universal de la literatura y su producto será evaluado de acuerdo a los cánones estéticos del momento o a la arbitrariedad de sus contemporáneos, pero no debe pagar ese peaje de ser, en primer lugar, objeto de la mirada, portante de un interior a ser develado.  Una vez escrito, el producto literario pasa a la segunda dificultad, a la lectura del texto a partir del hecho de que quien lo escribe es una mujer.  Aquí opera el principio de “todo lo que diga podrá ser usado en su contra”.  Si habla de la familia, ya lo sabíamos: la familia es una preocupación básica de la mujer.  Si habla del cuerpo, peor; ensimismada en su interioridad, no se ha asomado al mundo. Si habla del amor, es de esperar que se queje. Si rehuye los temas domésticos o femeninos, quiere escribir como hombre.  Y si habla de erotismo, entra en un terreno francamente peligroso. Romántica y sentimental, o fría y descarada, nadie leerá un libro erótico escrito por una mujer sin pensar constantemente en que lo es.  En todo caso, y sea cual sea el género literario, el producto será matizado por la expresión de que por allí corre la “sensibilidad femenina”.  Nunca he leído una critica en la que se hable de la “sensibilidad masculina”, en la que se haga mención del género del autor hombre, salvo si éste es homosexual.

En el fondo, ¿qué importa?, podríamos preguntarnos. Importa si esta mirada sobre la mujer y no sobre su producto, condiciona un enmascaramiento, cuyo ejemplo mas obvio ya mencioné al respecto del uso histórico de los seudónimos masculinos.  Creo que las mujeres escribimos con cierto temor a ser descubiertas.  A ser colocadas en la posición de objeto de mirada, a que quien lea busque a la mujer detrás del texto, porque esa lectura desvaloriza el producto.  En todo caso, es evidente que la mujer en la escritura se autorepresenta; lo que se omite es que el hombre también.  La escritura devela al sujeto que la produce.  Si la escritura no tuviese señas de identidad sería siempre igual a sí misma, no importa cuándo ni dónde ni quién la produjese.  Pero en la escritura del sujeto masculino se toma su producto como lenguaje universal, sin considerar el género del autor; en la escritura del sujeto femenino, se observan las marcas de género para particularizar el producto como lenguaje subalterno, secundario, y con frecuencia leerlo desde los estereotipos con que se construye.  Este efecto proviene de la posición que el sujeto masculino y femenino ocupan respectivamente en la dialéctica de la interlocución. La mujer es observada cuando escribe, cuando habla.  El hombre, simplemente, habla.

Lo importante es lo que dice.

Este tema de la identidad del autor toca también a la mujer escritora. Para algunas la idea de identificarse como “mujer escritora” produce un repudio. La literatura, se dice, no tiene sexo. He aquí una paradoja. Un sujeto se considera “mujer” en su vida privada, mas cuando pasa a la esfera pública -ya que publicar un libro es salir de la esfera privada- se considera “escritor”. Se considera ángel, el sexo ha desaparecido. ¿Cómo puede operarse ese despojo de la identidad? ¿Cómo puede ser un sujeto asexuado? ¿Cómo es posible escribir -un acto de autorepresentación- fuera de la identidad genérica que es probablemente la más irreversible? ¿Cómo puede alguien crear un texto sin que su experiencia de vida se haga presente, y cómo puede pensarse en la experiencia de vida sin el significante de género que la marca? Este despojo de identidad es similar al que mostraría un escritor que hubiese sufrido el racismo por su pertenencia étnica, y afirmase que lo asume  cuando vive, mas no cuando escribe. A mi modo de ver, la paradoja que supone que una escritora se quiera identificar como “escritor”, y que repudia la idea de que su género se autorepresente en su texto, tiene una explicación: es la vergüenza del gremio. Es el reconocimiento, implícito o explícito, de que la mujer escribe desde un lugar sin voz asignada, y el intento de evadir ese vacío mediante el subterfugio de colocarse en un lugar pleno y masculino, de una vez universal. No quiero decir con esto que la mujer escriba sólo como mujer, pues entiendo la identidad como un conjunto de representaciones en el que se tejen múltiples elementos, pero decididamente, una mujer también escribe como mujer, así como un hombre también escribe como hombre. La noción de que la literatura existe como un lugar abstracto, intemporal y puro, me parece de un esencialismo insostenible en un mundo donde la única esperanza de identidad reside en las prácticas marginales.

La construcción literaria de la mujer, es decir, el ejercicio de su derecho a formar parte de la comunidad parlante, nace de una paradoja.  La miseria de haber sido excluida de la interlocución la lleva a la necesidad de anunciar utilizo este término de Lyottard para designar a la verdad estética-, de iluminar esa parcela del ser que ha sido oscurecida por un discurso unitario patriarcal.  Es de la misma negación de su palabra de donde surge el acto creador.  Sin embargo, ¿en qué consiste esa parcela del ser si he partido de la negación de la construcción de un sujeto genérico femenino?  No encuentro otra respuesta que la de la propia individualidad, el acto de afirmación de un sujeto que pertenece a uno de los dos géneros existentes y que reafirma su condición de tal.  El mismo acto de escribir, es decir, de utilizar el orden simbólico para existir, es ya una autorepresentación, pero en ella hay que distinguir dos niveles.  El nivel del acto, de la escritura misma, y el nivel del discurso.  Es de suma importancia, y lamentablemente no suficientemente valorado en la historiografía literaria venezolana, la recuperación de los textos escritos por mujeres. Probablemente encontraremos en ellos muchos elementos significativos para la investigación.  No se trata, por supuesto, de apreciarlos condescendientemente, y de concederles valores que no sustenten.  Lo fundamental en ese rescate es la reapropiación del acto de mujeres que intentaron fundarse en el lenguaje.

La representación autobiográfica. En torno a Milagros Mata Gil  En algunos trabajos anteriores he intentado aproximarme a una lectura de la construcción del sujeto femenino en la narrativa venezolana contemporánea, a partir de los conceptos de la teoría de género. Incluiré ahora algunos comentarios sobre Milagros Mata Gil a propósito de, El diario íntimo de Francisca Malabar, novela ganadora de la III Bienal Mariano Picón Salas en 1993, lamentablemente todavía inédita.

La primera pregunta acerca de esta novela es si estamos en presencia de una autobiografía, lo que nos lleva a revisar el concepto tradicional del género para lo cual utilizaré los criterios de la crítica Leah Hewitt[3]. De acuerdo a Hewitt, la visión tradicional del género autobiográfico supone un sujeto consciente, coherente e individual, que escribe los acontecimientos de su vida utilizando el lenguaje como un instrumento que le permite representarse fielmente. Esta concepción ha sido modificada por la misma erosión del sujeto, tanto en su consistencia como ser autónomo, así como en la posibilidad del lenguaje de ser un instrumento que refleja en forma fidedigna “la realidad del ser”.

La autobiografía, si bien es una autorepresentación, no sostiene ya el carácter de fidelidad y autenticidad en términos de hechos y realidades. Es más bien la exploración del Yo autobiográfico, un modelo autoreflexivo, en el cual el texto crea las ficciones de ese Yo. La autobiografía, lejos de ser el recuento fáctico de una vida, es la búsqueda de una identidad que sólo puede ser alcanzada através de la autoapropiación de la ficción, que introduce un elemento extraño. A través de una forma dialógica, la autobiografía toma en préstamo algo más allá de la experiencia personal, y ese préstamo es la clave que soporta y organiza el texto. Ese algo más en el diálogo autobiográfico se revela como el uso de un elemento de ficción en la exploración de la identidad textual. Las verdaderas historias de la vida se trazan a través de un doble/Otro como fabricación de la historia y la realidad.

En el estudio de cinco autoras francesas, Hewitt considera que, para definir un Yo autobiográfico, no es necesario que exista una identificación explícita entre la autora y la narradora, y mucho menos -agrego-, se trata de una autobiografía del autor escondida detrás de un personaje. Lo que concede el carácter de tal es la exploración de las identidades colectivas a través de un Yo autobiográfico. En la novela de Mata Gil la protagonista explícitamente acepta que está escribiendo su autobiografía, para lo cual recurre a la memoria de algunos hechos del pasado, los cuales no está demasiado segura de recordar sino más bien de inventar.

De  cualquier manera, este texto (¿autobiografía? ¿novela?) será un instrumento monocorde: nadie más que Francisca tiene el derecho de asumir como literatura su biografía. (217)

Lo que escribo, ¿fue verdadero? ¿fue falso? En realidad nadie lo sabe: lo que restituye mi escritura no son hechos. (p 63)

Desde el primer momento, la protagonista asume que está escribiendo una autobiografía, y así los distintos fragmentos se califican como Diario o como Notas para una autobiografía; en general los primeros se refieren a los acontecimientos presentes y los segundos al pasado, pero no es una diferencia demasiado nítida, y el transcurso temporal se ilumina como un solo cuadro que más bien reflejara una imagen múltiple de “la vida como una vía hacia la literatura, o la vida como género literario, el cuerpo histórico individual como libro.”

El tema de la máscara es conocido en Mata Gil; en su novela anterior, mata el caracol, varios capítulos son titulados como El Arte de Enmascararse, y en El diario íntimo de Francisca Malabar adquieren un lugar fundamental, al que volveré más adelante.

Es lo de siempre: la incerteza del Yo, la búsqueda del Otro. El enmascaramiento para acercarse a la hoguera sin ver develadas las identidades secretas. Debajo de la máscara, ¿hay otra máscara? (p 64)

Más complicado es el hecho de autoenmascararse para dar validez a los propios juicios ante uno mismo. Ese sería mi caso: utilizar la máscara del ángel para poder proveer de alguna autoridad a lo que sería la natural voz de mi conciencia. (p 7)

El ángel me incita…escribe lo que conoces, dice, escribe la ficción que devele tu vida (p 72)

El ángel es aparentemente quien dicta este relato, quien obliga a la escritora a escribir, pero es obviamente una de las máscaras asumidas por el Yo autobiográfico, un elemento Otro que permite organizar el relato, y en cierta forma, justificarlo. Las máscaras son desarrolladas en la narración a partir de imágenes identificatorias que se suceden y se generan unas a otras, alternando los géneros. La primera es la del ángel, quien a pesar de la célebre discusión bizantina acerca de su posible sexo, es gramaticalmente masculino, pero, por su condición, se eleva sobre los hombres. En el ángulo femenino se suscitan imágenes entrevistas a través de sueños o recuerdos o simples visiones, como son las de la periodista Ana María Boileau,  la de una guerrillera centroamericana, la de la escritora errante, una dama entrevista en una librería por unos instantes, o unas mendigas que encuentra ocasionalmente en la calle. En el ángulo masculino, el guerrillero El Pitirre, personaje de la novela inconclusa, representa la marca revolucionaria de la protagonista, y es, a su vez, imagen de otros nombres evocados, como Roberto o Gastón, anteriores amantes de Francisca. Finalmente, un periodista interesado en escribir la biografía de Francisca, es quien, aparentemente, nos informa de lo sucedido. Una suerte de doble narrativo que puede o no ser la voz que habla acerca de la escritora.

Esta creación de máscaras del Yo autobiográfico, lejos de servir como  el recurso tradicional para oscurecer y velar al autor, son precisamente la manera de representarlo en aquello que es fundamental, no en el relato de los hechos y circunstancias vitales concretas vividas, sino en la representación del Yo del escritor, del sujeto de la escritura. Lo que califica de “sufrimiento individual compartido con personajes literarios”, es decir, convertir al Yo en personaje literario para poder asirlo en el texto. Este proceso conlleva un extrañamiento del Yo psicológico, del Yo real, por decirlo así.

Vivir es exiliarse para poder ver, en la lejanía y la trashumancia, en la ajenidad y la miseria, el todo formal al que se está adscrito, dice el ángel. (p 226)

Me desarraigaré, me desterritorializaré, y en ese camino iré trazando  con palabras ese otro exilio, el más permanente. (p 227)

Es decir, la autora necesita salir de su propio Yo, de su propio terreno, para iniciar una exploración. Como apunta Hewitt[4],

…la alienación del sujeto es una condición necesaria para el auto- reconocimiento del  de la autobiografía. La división entre el sujeto que narra y el objeto narrado constituye la distancia necesaria para verse a sí mismo (como otro).

Sin embargo, este Yo autobiográfico tiene género, es un sujeto femenino el que habla,  y ésta es una condición fundamental del relato, pues ese Yo-escritora recoge los sufrimientos colectivos, recorre una cierta autobiografía de la mujer escritora que me parece fundamental.  En su anterior novela, mata el caracol, el sujeto femenino está escindido en dos personajes: una fracasada, sin destino personal, que huye y se desvanece, y otra, exitosa que termina el relato consiguiendo su mayor deseo como escritora. En la novela de Francisca Malabar, el sujeto femenino es uno, reintegra ambas perspectivas, las de los logros y los fracasos, y como dice ella misma “no puedo escribir utopias felices”. No  hay destino de éxito, sino la lucha por llegar a ser una escritora, más aún, un sujeto independiente, autónomo, autorepresentado, y esa es la utopía.

La realización de la mujer escritora está representada en un discurso construido por la ironía:

Las mujeres escritoras… a veces consiguen un ser bondadoso y generoso: un encanto..que las mantiene, a sabiendas de que quemarán la comida y olvidarán recoger de la lavandería el traje que ellos necesitan usar esa misma noche en una cena importante, o que alguna vez saldrán solas de viaje para hacerse promoción o para investigar algo y encontrarán allí un amante y que regresarán entre arrepentidas y felices, como el gato que se comió el canario…O a veces las mujeres dejan a sus hijos a la Buena del Creador, se los entregan al padre protector y bienaventurado, si es posible, o a los abuelos siempre ansiosos de un chance así…O escogen la soledad y andan por allí perdiendo la vista en ínfimos empleos, escribiendo en los ratos libres, en las altas madrugadas, ansiando ser amadas y amar…contradicción tras contradicción…¿quieres parir o escribir? ¿quieres cenar en un restaurante de lujo o comprar la última novela de Milan Kundera?…Y por si fuera poco, la escritora, más sensible que las demás hembras de su especie, cuando tiene la regla tiende a la hipersensibilidad y la autodestrucción: ¿sabían los críticos literarios que sus comentarios sobre una escritora pueden tener efectos catastróficos si son negativos y ella los lee en el momento de una depresión postparto o postaborto o en los linderos de la menopausia? ¿Te has preguntado tú, mujer que escribes, por qué razón un porcentaje de sólo un dígito de escritoras llega a ser mencionado en las historias de la literatura?…¿es diferente la cosa si la mujer consigue por su trabajo literario dinero, fama, invitaciones y festejos y halagos y todo lo demás? Oh no no no. Siempre habrá quien espíe su alcoba y en su bolsa de desperdicios para ver el color de su sexualidad y las alternancias de sus ciclos. Y ella lo reforzará, como en una condena. Y al final, la mujer escritora terminará en su casa solitaria: el suicidio, la muerte por inanición, quizá, pero quizá también la muerte en una clínica famosa, acompañada por un rubio secretario que calentó el lecho en la vejez a cambio de un buen sueldo y que aspirará a heredar sus derechos para írselos a gastar con la muñeca que guarda en algún lugar. (p 22-3)

Estas consideraciones están sin duda presentes en el monólogo de Francisca Malabar cuando escribe: “¿Por qué siempre mis actos han de estar rodeados de la sospecha, de la pasión, de la maledicencia, del chisme, del escándalo?” (p 190), y van constituyendo el núcleo del delirio que la va minando psíquica y físicamente. Se ve rodeada de enemigos que murmuran a sus espaldas, tanto por el papel protagónico que le ha sido concedido en el “Proyecto”, que todos envidian, como por sus relaciones amorosas que tienen lugar fuera del proyecto conyugal. Precisamente, las hipótesis de homicidio están relacionadas o con hombres rechazados, o con mujeres excluidas.

Es, quizás, el castigo a su exilio, a su desterritorialización, a su deseo de ser ella sola, por sí sola, esa subversión del destino femenino, la que es castigada. Sin embargo, la muerte, el exilio, como metáforas, no representan exclusivamente la conclusión de un final trágico. Por el contrario, la utopía aparece realizada en la consecución de la autoridad de la voz escritural, que se consigna en el siguiente fragmento:

Estoy escribiendo, ¡estoy escribiendo! No hay interlocutor para este texto que ahora surge de mis dedos. Pero habrá otros textos y tal vez interlocutores que irán trazándose como una trama de tejido, y es la potencialidad del exilio la que les otorga gozo. Cuerpo.

Y no voy a negar que a veces siento la patética nostalgia del afecto prodigado, de la protección de un abrazo, de la pasión…Como tampoco voy a negar que tomar o dejar esa opción está también dentro de mis posibilidades. Yo no soy el trozo sobrante de algo, abandonado en medio del fragor de una batalla. Soy la mujer que busca y que quizás encuentra. (p 227)

Estas son reflexiones inacabadas acerca de la autorepresentación literaria de la mujer en la narrativa venezolana contemporánea sobre las que me gustaría seguir trabajando.

Referencias

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De Maio, Romeo (1987). Mujer y Renacimiento. Madrid. Mondadori, 1988

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Hewitt, Leah (1990). Autobiographical tightropes. The University of Nebraska Press

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Lyotard, Jean Francois .- Conferencias dictadas en la Sala Mendoza. Caracas, 1996 y 1997

Mata Gil, Milagros (1993). El diario íntimo de Francisca Malabar (mimeo)

Rivas, Luz Marina (1992). La literatura de la Otredad: Cuentistas venezolanas 1940-1956. Universidad Central de Venezuela (inédito)

Torres, Ana Teresa (1993). “Mujer y sexualidad” en Diosas, musas y mujeres. Varios autores. Caracas, Monte Avila Editores

————————– (1996). Para leer a Milagros Mata Gil. Encuentro: Presencia y crítica de cuatro narradores venezolanos. Universidad de Trujillo (mimeo)

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Weir, Allison (1996). Sacrificial logics: Feminist theory and the critique of identity. Routledge, New York

Notas:

[1] Allison Weir. Sacrificial logics: feminist theory and the critique of identity. Routledge, New York 1996. pp 1-6

[2] Milagros Mata Gil. El diario íntimo de Francisca Malabar. Mimeógrafo inédito. pp 22-3

[3] Hewitt, Leah D. Autobiographical tightropes. The University of Nebraska Press, 1990. pp 1-9

[4] Hewitt, Leah. op cit p 194