Épicas femeninas. Latidos de Caracas de Gisela Kozak y Cien botellas en una pared de Ena Lucía Portela

VI Congreso de investigación y creación intelectual de la Universidad Metropolitana. Foro: La mirada femenina desde la diversidad cultural de las Américas: una muestra de su novelística de los años cincuenta hasta hoy. Caracas, 6 de mayo 2008. En La mirada femenina desde la diversidad cultural de las Américas: Una muestra de su novelística de los años sesenta hasta hoy (2008). Compiladora Laura Febres. Caracas: Universidad Metropolitana: 207-213.

gisela Kozak

Me propongo un diálogo entre las novelas Latidos de Caracas (2006), de la caraqueña Gisela Kozak (1963) y Cien botellas en una pared (2002) de la habanera Ena Lucía Portela (1972). Ambas pertenecen a países cercanos; son ellas también cercanas generacionalmente, y las dos novelas fueron escritas en la década de los noventa, recibiendo la primera el Premio de Narrativa Alfredo Armas Alfonso, en Venezuela, y el Premio Jaén de Novela, en España, la segunda. Rafael Rojas (2006) sitúa la novela de su compatriota en el poscomunismo cubano, y probablemente esta referencia ha marcado mi lectura. Sin duda la perspectiva de las diferencias políticas que marcan los dos contextos están presentes en mis observaciones.

En una primera aproximación destaco que Portela conserva consistentemente la estructura oral del relato caribeño, al estilo de Cabrera Infante o Reinaldo Arenas, también muy frecuente en la narrativa puertorriqueña, y en un tiempo anterior, en Venezuela. Me refiero a esa oralidad desatada, que salta de un tema a otro, de la alegría a la tristeza, del humor a la sordidez, a los juegos de palabras, y a la profusión de asociaciones y referencias, desde una voz protagónica que habla sin pausa. Todo ello, debe decirse, controlado con buen pulso narrador que permite al lector seguir con gusto la aventura de la trama. Kozak se sitúa en la acera opuesta. Sin despreciar la coloquialidad, el humor, los contrastes sentimentales de los personajes, y ese abigarramiento de situaciones que de alguna manera nos determina a los que pertenecemos a estas latitudes de la cuenca del Caribe, su escritura luce francamente posboomiana, en un ejercicio conciso y distante. No conozco otros textos de Ena Lucía Portela  –ni de sus compañeros de generación–, de modo que no puedo prejuzgar si su tratamiento es una característica común a sus obras anteriores y, en general, a la actual narrativa cubana (isleña o extra isleña), pero lo que me gustaría sugerir es que, precisamente, este contraste me hizo evidente el cambio sustancial en lo que podría llamarse “estilo latinoamericano” de hablar, que se ha producido en la narrativa venezolana desde hace ya unas cuantas décadas, y que conduce a textos ceñidos, contorneados, y hasta cierto punto lacónicos.

Sigamos con los títulos. “Cien botellas en una pared” es una rima con sonsonete como sería, “Y siempre tengo mi real y medio”. Dice así: “cien botellas en una pared… si una botella se ha de caer… noventa y nueve botellas en una pared”, continuando hasta cero. Es el título de la novela de Linda Roth, judía, feminista, lesbiana, y con pasaporte extranjero, que funge de alter ego de la narradora, su mejor amiga, de nombre Zeta. Sin embargo, nada en el título nos remite a alguna referencia que le dé sentido; y es que ese sentido, me parece comprender, está en la propia estructura de la novela: una circularidad que aprisiona a los personajes. Al final de todas sus historias –pues se trata de un libro por el que pasean numerosos personajes– tenemos la impresión de que todos, incluyendo a la narradora, dan vueltas por una ciudad sin fin, repitiendo  variaciones, que, al final, son una constancia de lo mismo. No porque la novela sea repetitiva –por el contrario, es muy imaginativa y cambiante–, sino porque los personajes no parecen avanzar, detenidos en un ritornello similar al de las botellas que disminuyen o aumentan. Quizás una metáfora de la isla. Esta es, desde luego, una apreciación mía, un efecto que me produce su lectura; desconozco cuáles sean las ideas políticas de la autora, más allá de las salpicadas críticas que se muestran en el texto. Valga este ejemplo:

–Nos enseñan a comer mangos… –empezó la sublime embustera, nueve años después, su segundo parlamento–. No, no. Así no. Tal vez “enseñar” no sea el vocablo más adecuado –escritora al fin, siempre la preocupa el vocablo más adecuado–. Más bien nos programan para comer mangos. Da igual si los comemos bien o mal, poco o mucho, con gusto o a disgusto: la cuestión es comerlos. Mangos o nada. Nos programan para no admitir ninguna otra posibilidad (75).

El mango alude también a un doble sentido, porque “comer mangos” es traducido por tener relaciones heterosexuales, y “comer guayabas” por tener relaciones homosexuales. Sin que pueda calificarse de novela lésbica, sin duda el tema está muy presente; desde la referencia a que en algún momento la homosexualidad estuvo penada hasta la descripción de un submundo gay al que Zeta acude guiada por Linda, y donde conoce a las chicas que lo frecuentan, algunas no porque sean lesbianas sino porque no tienen adónde ir a divertirse.

Este sentimiento de repetición inútil de una vida circular, me parece bastante evidente en la siguiente cita:

Yo entendería esto si mi vida –dice ella– tuviera algún sentido más allá del simple estar ahí, en el revoloteo (100).

Latidos también es una palabra que indica repetición, pero en este caso, del bombeo vital, del ritmo indispensable para continuar. Por más que haya ratos de decepción en esta novela, una perspectiva de sentido la atraviesa. Sarracena; la protagonista, siempre va a alguna parte; de buen o mal humor; triste o erotizada; entusiasta o insatisfecha, pero siempre dirigida a un objetivo. No “revolotea”, avanza.

Vayamos ahora al plan de la novela. Kozak arranca de esta manera:

Sarracena ha asumido que nada es posible sin un guión o al menos un buen escenario y una sencilla coreografía (11).

En lo que califica como “el primer gran parlamento de Linda Roth”, Portela le hace decir a Zeta:

Ella quería componer sus propios guiones, inventar sus propias mentiras y engañar a todo el mundo. Ella quería ser una consumada farsante, una sublime embustera. Ella quería ser escritora (74).

Curiosamente, Sarracena es arquitecta, pero propensa a las descripciones literarias de Caracas. Zeta no tiene ninguna profesión definida, salvo ser la receptora de los propósitos literarios de Linda. Finalmente, detrás de sus máscaras, el plan en ambas novelas coincide en sugerirnos, dentro de una suave metaficción, un guión basado en el recorrido de la distopía de sus respectivas ciudades. Ciudades que no son escenografía, no se presentan como decorado, sino que aspiran a ponerse en primer plano; ambas protagonistas parecen más bien ser las guías que quieren mostrar cómo la viven, y cómo ellas son el resultado de vivirla.

Para Rafael Rojas (2006), en el caso de Portela, “la literatura cubana produce, así, otro discurso turístico: aquel que entrelaza el venero exótico de la ciudad con el peligro, la miseria y la violencia” (373). Nosotros podríamos añadir, paralelamente, que Kozak utiliza el pretexto de un guión erótico –los improbables amores entre Sarracena con Andrés, un chico más joven que ella– para mostrarnos “una ciudad que décadas atrás quiso sorprender a quien la mirase y regocijarse en la grandilocuencia” (14). Zeta nos habla de un imaginario esplendor que no conoció y que supone en algunos restos; Sarracena piensa en “el deterioro de un imaginario suntuoso”. Pareciera una coincidencia, pero es sólo aparente. Sarracena, definiéndose como una “caraqueña integral”, establece un recorrido lo suficientemente intensivo para que la acompañemos en su ir y venir por el valle de Caracas, mirando los barrios, las urbanizaciones, las autopistas, el río, la montaña, los iconos urbanos, y sobre todo, sus locales nocturnos preferidos –todos los nombres estrictamente ciertos–, en una marcha que, si bien siempre destaca el caos y la pobreza, es un viaje feliz: “Estaré contenta y que me perdonen los muertos de mi felicidad”, es una frase repetida. Una posible lectura de la novela es el elogio a Caracas desde la perspectiva noventista, es decir, de los que llegaron a amar a la ciudad en la reconstrucción de la pérdida imaginaria de un esplendor pasado, del que nadie verdaderamente ha sido testigo.

La protagonista de Portela vive en lo que supone un palacete del Vedado, en la esquina de Martillo Alegre (no sabemos si el nombre es real, pero su tono irónico lo desmiente), y al fabular la historia del palacete y su genealogía (era de un marqués de los tiempos del Cid), se va paulatinamente transformando en casa de huéspedes para artistas de cine, y luego en casa de vecindad. Sus cambios de nombre son elocuentes: después de los “años duros”, pasa a llamarse Villa Miseria, Beverley Hills, La cueva de las putas y los maricones; su lugar preferido es el bar de Pancholo, antro de marihuana y alcohol, situado en la misma esquina. Hay, sin duda, un cierto regodeo en mostrarnos irónicamente lo hiriente: el hambre, la vigilancia de los vecinos, la violencia callejera, los suicidios, y la pobreza, que ha llevado a Zeta a proponerse eventualmente como jinetera. Sarracena, por el contrario, es jineta preparada a ser feliz como sea, y a pesar de sus quejas de funcionaria pública mal pagada, vive lo que considera su única pasión: el presente. En cierta forma, Zeta también: “Lo que importa es vivir (no interesa para qué, no hay que preguntarse para qué, sólo vivir” (79).

El recorrido de Sarracena no sólo es gozoso, sino abierto, iluminado. Latidos de Caracas, a pesar de sus referencias a la nocturnidad, es una historia que transcurre a plena luz del día. Por instantes, las precisas acotaciones del espacio urbano nos hieren como si desde las palabras se reflejara el sol de la primera tarde sobre las torres del Parque Central. Sarracena atraviesa Caracas dispuesta “al combate y al relajo”, pero sobre todo haciéndonos saber que ella no tiene nada que temer ni que ocultar. En Cien botellas, por el contrario, los encuentros eróticos pertenecen a un mundo subterráneo –el apartamento gay de Centro Habana; la noche sobre el malecón–, pero no porque la sexualidad esté prohibida, sino porque la vida pareciera refugiarse de la luz, y los personajes protegieran su intimidad en la “otra historia”, la que se opone a “lo que pudiera llamarse, como el filme argentino, “la historia oficial”. La única aceptada, la menos horripilante. La visible” (268).

Veamos ambos finales:

En Cien botellas:

Por ahora trato de olvidar, aun cuando me temo que esa imagen del ángel de la muerte, una figura taciturna, esbelta, vestida de negro, que se desliza entre las sombras y se acerca a mi duermevela para advertirme que la ventana está abierta, no me abandonará jamás (283).

En Latidos:

El loco se acerca. Cuando está a punto de caer sobre Sarracena, Andrés llega, mojado de pies a cabeza, y lo aparta empujándolo con una mano.

¿Y si la cobardía se fue asustada de la ciudad sin luz? (115).

En la primera, el ángel de la muerte señala una ventana abierta, mas su propósito es ambiguo. ¿Abierta para escapar o abierta para seguirlo? El amante o victimario de Zeta, caricatura del macho violento y maltratador, ha desaparecido por una ventana, sin que quede aclarado si fue un suicidio, o un homicidio; en ese caso probablemente la asesina fue Zeta. En la segunda, también un personaje extraño a los protagonistas hace su aparición: “un loco mugriento [que] grita amenazas, tiene una botella en la mano y se acerca”, pero, Andrés, como otro ángel, en este caso de la guarda, irrumpe en la escena y desafía la violencia. No sabremos del futuro de Andrés y Sarracena, pero comprendemos que seguirán, separados o juntos, su aventura.

En ambos casos las novelas consiguen su propósito: contar su efímera travesía en la historia de sus dos ciudades y hacernos sentir cómo puede ser la vida unas mujeres decididas a atravesarlas.

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 Referencias

 Kozak, Gisela (2006). Latidos de Caracas. Caracas: Alfaguara.

Portela, Ena Lucía (2003). Cien botellas en una pared. La Habana: Ediciones Unión.

Rojas, Rafael (2006). Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano. Barcelona: Anagrama.