Resolución del Edipo

XIII Encuentro Psicoanalítico Anual. Sociedad Psicoanalítica de Caracas, 12 de abril 2008

edipo

Si estamos invitados a pensar acerca de la resolución del Edipo, quiere decir que debemos ir en busca de la conclusión de un problema, o de desatar un nudo o, en términos médicos, detener una enfermedad, ya sea por medios terapéuticos o espontáneamente, de modo que el organismo vuelva a su estado normal. Tenemos, entonces, que considerar qué problema, nudo o enfermedad contiene el complejo de Edipo, tal como fue formulado por Freud.

En principio la proposición freudiana considera este complejo como una fase del desarrollo psicosexual infantil caracterizada por una situación según la cual los seres humanos en su infancia temprana, de los tres a cinco años, experimentan una aspiración sexual hacia el padre o la madre, cuya naturaleza es oscura, en tanto no es consciente para el sujeto y, consecuentemente, se desea la eliminación del rival de esa aspiración, de forma igualmente oscura. Todo ello implica que en la niñez debemos lidiar con estos sentimientos censurados, puesto que, también de acuerdo con Freud, uno de los ordenadores fundamentales de la cultura occidental es la prohibición del incesto y del asesinato del padre. Esta fase infantil experimenta una repetición o restauración en la pubertad, y finalmente debe quedar sepultada en el inconsciente para que el sujeto pueda encaminar sus deseos sexuales hacia otras personas, fuera del ámbito familiar, proceso que conocemos como exogamia. Todo esto se sostiene, por supuesto, en la premisa de que la sexualidad se inicia desde muy temprana edad. No sería el momento de entrar en la discusión de la veracidad de esa premisa; por otra parte, imposible de demostrar con la lógica científica.

Para Freud la sexualidad aparece con la vida misma, y ese es uno de sus grandes descubrimientos, pero en ningún momento postula el desarrollo psicosexual infantil como idéntico a la sexualidad final. He insistido en distinguir la aspiración del deseo porque considero que ese movimiento libidinal de la primera infancia debe ser diferenciado de la respuesta sexual adulta, en tanto el desarrollo sexual biológico y psicológico no ha sido completado. Tampoco quiero decir que se trata de una sexualidad “en miniatura” o inocente; es distinta, no porque sea “menor” que la adulta, sino porque, en la infancia, la comprensión del intercambio sexual responde a una configuración dependiente de la evolución del pensamiento lógico consciente, descrita por la psicología evolutiva, así como de la construcción de las fantasías conscientes e inconscientes del imaginario infantil.

Lo que surge en esos primeros años de la vida es todavía opaco y  difuso. Hay excepciones, sin duda, y sería el caso de aquellas personas que experimentan un deseo incestuoso hacia el padre o la madre, pero la regla es que permanezca inconsciente, en tanto censurado. Igual podríamos decir de los adultos involucrados. Esta sería la primera condición por la cual la solución o resolución de la etapa edípica es problemática; no se trata de algo “natural”, como la adquisición evolutiva de una destreza, sino de la participación en un escenario prohibido e inconsciente, más cultural que biológico, y que supone, además, un trabajo psíquico complicado, ya que debemos resolver algo que, en rigor, no conocemos. Hablamos de la resolución de una situación que ha sido establecida sin el concurso de la voluntad o del propósito. Digamos que es un nudo en el que nos encontramos amarrados sin saber por qué, y que entramos en esa habitación sin saber cómo, pero, una vez adentro, no hay otra manera que dirigirse, con paciencia, a la búsqueda de la puerta de salida.

Hasta aquí, lo establecido por Freud, desde momentos muy tempranos en la construcción de su teoría, permanece en el ámbito de lo que pudiéramos llamar normalidad; hablamos de un proceso que no deriva de un estado patológico ni es particular de algunos individuos, sino por el contrario es el resultado del desarrollo psíquico y es, además, un fenómeno universal. Pudiera dudarse de esta universalidad en tanto se trata de una teoría que surge de la imaginación occidental, pero, aun así, es un fenómeno que incluye a un amplísimo sector de la humanidad, y en lo que nos concierne, lo damos por universal. La primera pregunta es, si se trata de un fenómeno normal y universal, ¿por qué es un problema?, ¿por qué su resolución implica un enorme gasto psíquico, y más aún, por qué algunos individuos fracasan en su resolución? Debiéramos suponer más bien que es una etapa o proceso que los seres humanos atraviesan normalmente, de la misma manera que lo hacen con otras etapas o procesos de su evolución, y que, por lo tanto, solamente algunos fracasan ante la tarea, o al menos sufren dificultades extraordinarias para superarla.

Con frecuencia escuchamos, por la amplia difusión del psicoanálisis en el lenguaje común, decir que tal persona “tiene un Edipo”, o que tal otra “no supera el Edipo”. Generalmente estos comentarios quieren expresar que esas personas se mantienen muy apegadas a los padres, o que no abandonan el hogar familiar, ni establecen una pareja. También que se parecen mucho en su carácter al de los padres. Tendríamos que deslindar estas apreciaciones.

¿Qué entendemos por apego a los padres? En primer lugar, un vínculo universal que une a la criatura humana con aquellas personas que lo cuidan en la indefensión de la primera infancia. Es un vínculo intenso, simbiótico y duradero. Cuando, por vicisitudes indeseables, un sujeto no logra establecer ese vínculo el resultado estará comprendido entre distintas categorías patológicas, que, a fines de este tema no nos interesa profundizar. Lo característico de los seres humanos es, precisamente, su subjetivación a partir de otro. El proceso de convertirse en sujeto implica la sujeción a un otro, con quien se produce un intenso vínculo, que abre el repertorio de respuestas emocionales, la adquisición del lenguaje, y las identificaciones primarias y secundarias. Este vínculo primario, para bien o para mal, no puede borrarse ni modificarse. Queda inscrito en la subjetividad, o mejor dicho, es la marca de la subjetividad. La prueba de humanidad. Durante el primer período de la vida, la escasa percepción y manejo del mundo exterior del infante lo confinan a un pequeño número de personas. Estas son aquellas que participan en su crianza y protección, usualmente con el protagonismo de la madre. De allí que el vínculo madre-bebé sea el más intenso, duradero y constitutivo que podemos encontrar. Este apego en el curso del tiempo irá matizando y complejizando sus cualidades, pero su importancia en la constitución de la estructura psíquica es inmodificable. También lo es el apego al padre, y eventualmente a otras personas que hayan sido muy próximas.

De acuerdo con esto podemos afirmar que el apego de los seres humanos por los padres (biológicos, adoptivos o cuidadores) es universal, definitivo e irremplazable. Cuando decimos que alguien es “muy apegado a sus padres” no estamos sino resaltando algo obvio; más bien, lo problemático sería el caso de quien no hubiese podido establecer firmemente ese apego, o que la naturaleza de la relación fuera traumática, y como resultado el vínculo quedara seriamente dañado, lo que dejaría, en ambos casos, un déficit narcisístico en su estructura psíquica. La clínica y la simple observación nos muestran que existen personas para quienes ese apego pareciera convertirse en una rémora para la adquisición de su propia autonomía. Dirigirnos a las causas de esa condición supone un ejercicio demasiado extenso; limitemos la cuestión definiendo que existen grados variables de dependencia e independencia, autonomía o subordinación. ¿Qué queremos decir cuando definimos a alguien como demasiado “apegado” a los padres? En un extremo colocaríamos a un sujeto que, habiendo llegado a la  adultez, no puede estar al frente de su propia vida, ni resolver las cuestiones elementales de la supervivencia y convivencia; en el otro pensaríamos en un sujeto que no guarda huellas del agradecimiento y afecto por sus padres, o que, manteniendo esas huellas, diseña su vida sin la menor consideración por las personas, o memoria de las personas, que son o fueron sus padres. Ambos extremos indican grados de patología con sintomatologías diferentes; la mayor parte de las personas se ubican en grados intermedios. De modo que pudiéramos concluir que, si el apego es lo suficientemente intenso como para coartar el desarrollo autónomo del Yo, ese individuo ha permanecido detenido en una etapa anterior de su evolución psicológica; o, en el otro extremo, que ese individuo, a pesar de la autonomía que haya logrado, permanece también profundamente ligado a los padres, en un vínculo traumático que lo obliga a una tajante separación, externa o interna.

La pregunta, entonces, es si ese apego es el núcleo del complejo de Edipo, y la respuesta es no. Surge dentro de su ámbito, puesto que es en esa escena vincular donde tiene lugar, pero el complejo de Edipo tiene una especificidad que no corresponde a la teoría del vínculo. La incluye pero también la diferencia, o en todo caso se trata de un vínculo especial que tiene las características de originar el deseo sexual y de conformarlo. La aspiración sexual hacia uno de los padres, y la consiguiente aspiración de eliminar al rival, comportan afectos, emociones y sentimientos que pueden ir desde los celos hasta el odio; desde la ternura hasta el apasionamiento, y formarán parte de la vinculación paternofilial, pero deben ser distinguidos de la aspiración sexual, ya que no son solamente un epifenómeno de la misma sino que obedecen también a las modalidades de la relación. Es decir, no toda la constelación de sentimientos conscientes y afectos inconscientes hacia los padres resulta de un desplazamiento o sublimación de la aspiración sexual de los hijos; también juegan un importante papel las posiciones que componen la ecología relacional entre ambos.

En tanto no considero que la sexualidad infantil sea totalmente similar a la que se experimenta posteriormente, prefiero entender el deseo edípico como fantasma, en el sentido lacaniano del término, y en el sentido común de que estamos en presencia de algo incognoscible, evanescente, borroso y temible. En esa primera habitación donde nos encontramos con los padres fantasmáticos, ocurre la generación del deseo. Digo los padres fantasmáticos porque no son los padres reales, aquellos con los que puede mantenerse una relación de trato cotidiano; personas con nombres y características particulares. Estos padres fantasmáticos en realidad no existen, son los objetos sobre los cuales se deposita un deseo en germen. Llegamos así a otra distinción que me parece fundamental.

Esa persona que mencionábamos como “muy apegada” a su padre  o a su madre, no nos muestra en ese apego si resolvió o no la interrogante de la infancia. Como ya dije, si el apego impide su desarrollo autónomo, estaremos en presencia de una patología del vínculo; pero esa patología no nos ilumina acerca de la actuación de su fantasma. No nos habla de sus padres fantasmáticos, sino de sus padres reales; esos a los que se niega a abandonar. El miedo a aceptar el paso del tiempo –la muerte, en última instancia– sería la causa profunda por la cual alguien quiere permanecer en el estadio infantil: cuando los padres eran eternos, y, por consiguiente, el Yo se imaginaba también eterno. Lo que nos habla de la interrogante edípica es el destino sufrido por esa primera fantasmatización del deseo. Esa visión o celaje a través de la cual el sujeto tiene la premonición de la sexualidad. Con frecuencia, como lo estudió Freud en su artículo “Pegan a un niño”, esa visión aparece relatada en una narrativa que, sorpresivamente, no es evidentemente sexual. Sería este el momento de la aparición del fantasma; momento mítico, indefinible en el tiempo. Puede guardarse memoria de una situación, o de un relato, pero se trata de un recuerdo encubridor. El fantasma original es inaccesible. Y, sin embargo, allí reside la respuesta a la pregunta edípica, y el futuro sexual.

Ese fantasma también es inmodificable e imborrable. La solución o resolución del Edipo no atraviesa su desaparición. Gira en torno al camino que tome en la configuración sexual del sujeto. Freud insiste en que el deseo edípico debe ser sepultado; es decir, dejado fuera del alcance sensorial, pero, aun oculto, sigue estando en la oscuridad de la tierra. Esta metáfora nos remite a la dificultad de considerar una instancia que no tiene localización precisa ni en el tiempo ni en el espacio. ¿Dónde está el fantasma? Encadenado al deseo, pero ¿dónde está el deseo? No tiene un espacio definido como sería la pulsión sexual que podemos colocar en el cuerpo, y en partes específicas del cuerpo. De una cierta manera ese deseo es intangible, pero, se mueve. Igual el fantasma. Entonces la pregunta acerca del destino de ese fantasma original nos conduce a una ignorancia. No podemos saber dónde quedó; su existencia es más bien una huella imperecedera que buscará objetos donde fijarse. No se me escapa que de alguna manera pareciera que estoy hablando de la caverna de Platón, en cuya oscuridad presentimos sombras que serán huellas de un objeto ideal. Pero no encuentro otra manera de precisar dónde permanece el deseo. Digamos que en la estructura inconsciente, aun cuando sigue siendo bastante impreciso. O dentro de las cadenas de la imagen, puesto que esa fantasmatización es fundamentalmente imaginaria, aunque pueda, en una elaboración posterior, ser dicha en palabras.

Volvamos entonces al problema del Edipo y sus resoluciones. Para que el deseo siga circulando es indispensable que esa fantasmatización original pueda moverse. ¿A través de cuales mecanismos? Quizá los del sueño: desplazamiento y condensación. Quizás otros desconocidos. Lo cierto es que  la mayor parte de los seres humanos lo logra. No sabemos a qué precio, pero adquirimos en el curso del tiempo la posibilidad de proyectar ese fantasma, o sus efectos, hacia otros objetos; es decir, otras personas que no sean las originales sobre las cuales se constituyó. Resulta un lugar común decir que se eligió como pareja a alguien parecido a la madre o al padre, y en realidad es algo muy dudoso. Extendiendo las similitudes podemos encontrar rasgos que asemejan al objeto elegido con alguna figura parental, pero también rasgos diferenciales. O, precisamente, contrarios. O, parcialmente parecidos. O, más bien, deseados. Toda esa lógica no conduce a nada. Es casi imposible que en la elección de objeto no graviten las relaciones primarias, que contienen toda la constelación que se deriva de la teoría del vínculo. De modo que cuando decimos que alguien tiene como relación de objeto sexual a una persona que pueda recordar al padre o a la madre, no habremos hecho otra cosa que constatar que el vínculo primario continuó sus desplazamientos en forma normal. Aunque puede arrastrar, por supuesto, y de hecho, comúnmente es así, los conflictos que correspondían a esa primera relación.

Para definir que un sujeto no pudo resolver su escena edípica, no basta con acudir a las situaciones traumáticas que hayan marcado su relación con el deseo, el sexo, el amor, etc. Todo ello es, en principio, objeto de ser modificado por vía de la acción terapéutica, y con frecuencia por vía de la experiencia. Lo que, a mi juicio, supone una no resolución de la escena fantasmática original es la imposibilidad de traspasarla fuera de los límites en los cuales surgió. Dicho brevemente, que el sujeto no sea capaz de articular un deseo sexual fuera de esa escena. Para definir esto podríamos acudir a la evidencia clínica, es decir, a presuponer que si la persona no es capaz de emprender relaciones exogámicas, cualquiera sea su naturaleza, características o duración, estaremos en presencia de alguien fijado en su fantasma original. Alguien que no tiene a su alcance la posibilidad de desplazarlo. En las esquizofrenias es común que la escena edípica adquiera una fuerza de realidad, como si el sujeto no pudiera imaginarizar el deseo sexual hacia los padres y se sintiera realmente perseguido por las figuras aterradoras que cree son sus inminentes asesinos o seductores. La ocurrencia de parricidios y matricidios psicóticos tiene relación directa con ello. Habría que deslindar estas situaciones de las fobias e inhibiciones sexuales neuróticas, que no necesariamente están vinculadas con la fijación del fantasma incestuoso, y eso sería ya un problema clínico particular. Muchas personas por distintas razones – psicológicas, religiosas, espirituales, e incluso existenciales– no establecen relaciones de objeto sexuales, o si lo hacen, no las ponen en acto. Correspondería ver en cada caso los grados de patología y de reversión de esta situación, e incluso, las decisiones personales de quienes prefieran no participar del intercambio sexual.

Otra posibilidad sería la situación opuesta; es decir, la de una persona que, a pesar de sostener relaciones exogámicas, lo hace a expensas del fantasma incestuoso no desplazado. Su actividad sexual, para no ser literalmente incestuosa, se sostiene con otros objetos, pero el deseo que promueve el acto continúa conscientemente ligado a las figuras parentales. Y una tercera posibilidad sería la del acto incestuoso voluntariamente realizado, es decir, entre adultos que consienten. Los abusos sexuales infantiles no formarían parte de esta categoría sino que serían un capítulo de la violencia doméstica, aun cuando, una consecuencia de ese abuso pudiera ser la fijación definitiva del sujeto al deseo incestuoso.

Las relaciones parentofiliales son, en nuestra cultura, la causa más común de los problemas neuróticos. Toda la constelación de afectos, emociones, identificaciones y contraidentificaciones, conflictos relacionales, sentimientos de culpa, agresión, ambivalencia, amor y odio, que se deriva de ellas es casi inabarcable. Si bien comienzan en la infancia no terminan en ella porque esa constelación va adquiriendo nuevas condiciones en la medida en que los protagonistas van transformándose por acción del tiempo y de las circunstancias. Relaciones que fueron muy armónicas en la infancia pueden volverse agrias más adelante, y al contrario, conflictos de la infancia o de la adolescencia a veces encuentran mejores resoluciones cuando los hijos han alcanzado la vida adulta. Todo esto depende de las vicisitudes del vínculo, de cómo fue establecido, y de cómo se ha modificado, en tanto ese vínculo no puede permanecer estático en el tiempo, puesto que las necesidades y posiciones de los protagonistas son cambiantes. La historia consciente e inconsciente de esas relaciones es la materia fundamental de todo tratamiento psicoterapeutico: el desprendimiento psicológico del sujeto de las fijaciones traumáticas con las figuras parentales. Por el contrario, la fijación fantasmática permanece fija. No puede el fantasma reinventarse, ni  transformarse, pues no obedece a las vicisitudes de la experiencia ni a las modalidades del vínculo. Es una piedra original sobre la que construimos la sexualidad. No es una condición conflictiva o comprensible, y en ese sentido no puede ser “resuelta”. Es un mito fundacional del deseo. Un monumento arcaico cuyos restos permanecen. Por qué su representación imaginaria se inmoviliza y no se hace susceptible de desplazamiento, permanece en el misterio, tanto como su origen.