El rostro afirmado de Luis Barrera Linares

En Papel literario, El Nacional, 18 de marzo 2006

BarreraLinares

Me tenía prometido no incurrir en las cíclicas polémicas acerca del estado de la narrativa venezolana cuando La negación del rostro (Monte Ávila Latinoamericana, 2005) de Luis Barrera Linares me llevó a romper este voluntario voto de silencio causado por el fastidio de la recurrencia. Su título, que inmediatamente remite a un importante estudio de José Napoleón Oropeza (1984), Para fijar un rostro (2ª. Edición, Valencia: Ediciones del Gobierno de Carabobo, 2003), y sin duda su subtítulo (“Apuntes para una egoteca de la narrativa masculina venezolana”), fueron provocaciones de lectura que no pude resistir así como la de elaborar unas notas que ahora van en esta reseña. Debo anticipar al lector que tiendo a compartir casi todo lo que aquí se propone, sin que la coincidencia se deba a la amistad, o previos acuerdos entre el autor y yo, ni que hayamos llegado a compartir opiniones a fuerza de discutirlas. También –y así se lo anticipé- tengo algunos desacuerdos. Conocía su tratamiento del tema –ahora desarrollado en amplitud- desde un lejano encuentro, foro o similar, organizado años atrás por el Conac en el cual presentó un inventario cronológico de juicios expresados por los escritores, críticos y académicos venezolanos acerca de la literatura nacional. Como lo es toda demostración empírica, la contundencia de los resultados fue impresionante, y ya con el libro en las manos, volví a ella. En efecto, el autor (escritor, académico, crítico, y ahora en funciones editoriales) expresa desde las primeras páginas su propósito de recopilar estas expresiones, y sin ningún tipo de pudor las registra con nombres y apellidos. Se desentiende así del pacto tácito que bajo la retórica ensayística suele ocultar los desencuentros, y ya esto me parece digno de mención porque es insólito, e incluso pudiera ocasionarle algunas tiranteces en nuestra república letrada, pero creo que Barrera trata precisamente de aplicar en primera persona lo que predica en el libro: que la crítica debe arriesgar. Su estilo franco para decir las cosas invita a proceder del mismo modo cuando de desacuerdos se trate.

La conclusión final de este inventario es el pesimismo histórico que ha conformado un discurso de autodenegación y carencia que conduce a la narrativa nacional a lo que califica de “autosuicidio” para darle un tono jocoso, a lo que, en verdad, es bastante serio. Coincido con él (y lo he expresado en distintas oportunidades) en cuanto a que el discurso autodenegador, por un lado sustentado en el entusiasmo individual por la propia obra (¿sería más modesto decir trabajo?), o en todo caso la de un minúsculo grupo de afectos, y por otro, en la duda colectiva, es una condición muy común en los escritores venezolanos, quizás un tanto atenuada en el presente. Nos queremos favoritos hijos únicos, con la consecuencia del daño a la producción colectiva, al corpus literario, que de esa manera se inflige. No quiero decir, por si acaso se lee de esa manera, que estemos obligados a jalear a todo compatriota autor de un trabajo escrito con pretensión literaria, sino que los escritores, como todo el mundo, son producto de sus tradiciones, sus historias, y el imaginario colectivo del que proceden, y al erosionar el corpus indirectamente se lesiona el trabajo individual (y ya eso me da pie para otro tema también tratado en el libro y al que a continuación me referiré). Barrera señala el pecado de parricidio, y aun cuando no le pone el nombre, su correlato: el filicidio, clasificando así cuatro posiciones básicas: a) los que suponen que todo lo salvable se deriva de ellos o de quienes promocionan; b) los que se consideran el centro único; c) los que piensan que nuestro progreso dependerá del exilio o el acercamiento a otras literaturas; y d) los que consideran que no hay todavía un verdadero centro hasta tanto ellos mismos sean consagrados.

El resultado común es la solitaria presencia del escritor que se quiere único en el paisaje, libre de la manada. La autonegación del corpus (generalmente expresada en un silencio reticente o la bromita de humor nativo) ha tenido como consecuencia una respuesta evidente por parte de los destinatarios del mensaje, sean lectores o editores, y mucho más si son extranjeros. Si no hay  país literario, nuestra negación y ausencia son irremediables. Pudiera contestarse que esgrimo un argumento pragmático pero sería mucha hipocresía negar que los escritores venezolanos (particularmente los novelistas) añoramos una publicación de ultramar o ultramontana, y que su imposibilidad (o al menos improbabilidad) ha sido un lamento común desde hace décadas. Por supuesto, como dice el autor con la ironía que se deja caer en todo el texto, “abundan los que consideran su escritura como única opción para salvar la literatura continental”, y añadiría yo, creen estar cerca de la gloria cuando, finalmente, una edición marginal en algún país del primer mundo parece venir a confirmarlo. La estrategia según la cual “si yo soy el único (o la única, aquí nadie se salva) tendrán que fijarse en mí” es equivocada; por razones que se me escapan el mundo editorial no funciona así. Están empeñados estos ciegos editores en que es difícil promover a un escritor desconocido, pero más todavía si viene de un país desconocido, de la misma manera que un editor que se tome en serio construye un catálogo de autores y no de genios. En ese sentido comparto la impresión de que las recientes generaciones han abandonado la estética del parricidio y el filicidio y tienden a vivir en lo que califica de un clima de confluencia y convivencia que, de continuar así, proporcionará mejores frutos en el futuro.

Hablo de estética parricida y filicida porque en el recorrido histórico que traza el libro se señala la espera mesiánica de la renovación (revolución, subversión) de la novela, y de la narrativa en general, como característica común en la recepción nacional, y la consiguiente frustración por su no aparición; una común opinión de que ya nada es como fue, y nunca será como debe ser, terminó por convertirse en canon: nada antes de mí, y nada después. La pregunta histórica por la literatura nacional ha sido y es ¿qué somos? Una permanente búsqueda de identidad para, al fin, darle forma al rostro. “El conjunto de negaciones sucesivas permite apreciar el cuerpo de nuestra literatura. Negándonos hemos sido y somos”. La conclusión de la búsqueda de ese rostro ha pasado por una polaridad que no cesa. Se traza aquí una diacronía de la narrativa desde el período de fundación (1820-1845) hasta lo que denomina período de la diversidad (1990-1995), para observar que la polaridad nacional/universal (la fisionomía especial que buscaban los costumbristas; o la polaridad americanista criollista vs cosmopolita decadentista que preocupaba a los modernistas) se mantiene como una polémica sin fin. Una identidad, dice el autor, que no encontramos, asegurando así que podremos seguir buscándola. Probablemente, y retomo aquí la idea dejada atrás, para quienes se afilian del lado de lo universal cosmopolita la noción de corpus nacional es inválida, o innecesaria. Refugiada en mi biblioteca universal, ¿qué puede importarme lo que escriban mis compatriotas? O viceversa, convencida de que mi nacionalidad agota mi identidad, ¿para qué ocuparme de lo que se escribe más allá? La duda es algo cómica, y tiene su lado trágico, como no se le escapará al lector. ¿Quién soy al fin?

“Una paradoja: un cuerpo, una forma, un rostro, construidos en función de lo que no somos pero nos hace ser y parecer, siempre con la esperanza de existir y no perecer.”

En fin, la búsqueda de un rostro nos ha llevado a no reconocernos, pero no son solamente los escritores los culpables; también los críticos, según Barrera, tienen su parte en esto, en la propuesta de ese rostro inalcanzable, en la consagración de nombres que, en detrimento de otros, fija etiquetas, consagra, y va dejando un largo paso de olvidos y ausencias. Coincido con la opinión de que es frecuente el desprecio de algunos escritores por la crítica académica (quizá cuando no se ocupa de ellos), pero no, sin embargo, con la generalización de que a partir de la importancia de las academias en el estudio de la literatura, los escritores empezamos a escribir para los críticos, como parte de la tendencia a buscar la fama elitesca y no la popularidad (es decir, la desconsideración por el destinatario natural del libro, el lector). Quizá lo que ocurrió es, simplemente, que en un país de pobre lectoría los académicos e intelectuales en general eran, y siguen siendo, la reserva con la que cuenta un escritor venezolano. No lo menciona aquí el autor pero probablemente el establecimiento de una ética del fracaso (“cuantos menos libros vendas mejor, sólo los malos escritores venden”) contribuyó a este fenómeno. El origen de esa ética, por suerte en decadencia, sería también un tema interesante de rastrear en este rostro negado.

Como señalé antes el autor reconoce un cambio en la posición de los escritores posteriores a la generación sesentista y localiza una población intergeneracional aparecida entre los años setenta y noventa, que tiende a escribir y publicar sin alarde de posturas subversivas y discursos iconoclásticos, y la reconoce como “la agrupación más importante de escritores desde el punto de vista profesional”, capaces de reconocer críticamente a sus predecesores y de alentar a quienes les siguen. Este asunto de la subversión, de la conmoción, de la voluntad de escribir para revolucionar el estado literario de la nación fue, sin duda, un peso grande. Probablemente tenga relación con nuestra identidad siempre utópica, fundadora y refundadora, y con otras particularidades de la venezolanidad que también valdría la pena considerar. Si vale una confesión, diré que en los inicios me sentía abrumada por la certeza de que no estaba en mí la renovación de la novela venezolana, desideratum de cualquiera que se atreviera a escribir en aquellos años. Andando el tiempo me parece que la novela venezolana se ha renovado, y mucho, no como consecuencia de la aparición de una figura genial o de una explosión planetaria, sino del esfuerzo sostenido colectivo.

Dentro del tema de la crítica Barrera insiste en la necesidad de diferenciar lo que es propiamente crítica literaria del ensayo, la historiografía, los estudios biográficos, y acusa la existencia de una multiplicidad de roles discursivos que también caracteriza al escritor venezolano: es lector, autor, crítico, profesor y editor; amalgama que a su juicio pervierte la posibilidad de una crítica más desafectada de las opiniones personales y la promoción de individualidades. En este terreno coloco otra de mis disensiones. Cierto que los escritores venezolanos han sido editores (tendencia que viene desapareciendo por razones que se haría largo explicar), y en esa medida han promocionado a aquellos que forman parte de sus catálogos, y también de sus amistades, pero en este fenómeno no veo un vértice para la crítica; gracias a ello se pudo publicar cuando no había otras opciones, y que se produjeran auges y posicionamientos grupales y generacionales no es, en sí mismo, un pecado. Casi diría que una virtud. Por el contrario, ese clima de confluencia y convivencia que Barrera señala como esperanzador, tiene en mi opinión su origen en una solidaridad y cooperación entre hermanos que renunciaron al papel de hijos únicos. Como el autor no menciona en este tema nombres específicos, yo tampoco lo haré, pero todos sabemos de quiénes estamos hablando.

Otro motivo de desacuerdo es el tratamiento que en particular le da al grupo Tráfico, surgido como ruptura o desprendimiento del taller Calicanto de Antonia Palacios. Ese grupo poético acaparó la atención nacional (e incluso internacional de críticos de la poesía) y tuvo su momento histórico, como cualquier grupo literario. Sin embargo Barrera insiste en señalar su afán protagónico, y el uso de “recursos económicos y promocionales” que no sé hasta dónde tenían los entonces jóvenes poetas; mucho menos el prolongado “poder cultural y gubernamental” que les atribuye, siendo que la ocupación de cargos burocráticos medianos, la docencia y otras tareas paraliterarias, son comunes  en los países en los que no se puede vivir de la creación (lo que el propio autor reconoce ocurre entre nosotros, y es, además, su propio caso).

Pero más allá de estos matices de discrepancia el libro de Barrera Linares es, en mi opinión, un excelente texto sobre narrativa venezolana, escrito con una prosa transparente, y no pocas veces humorística, que se abre al lector común, sin por ello perder rigor, y permite en pocos capítulos comprender la diacronía, particularmente de la narrativa breve, así como de la historia de las instituciones y personalidades fundamentales en el desarrollo de la literatura nacional. En el epílogo acerca de la situación de principios del siglo XXI revela, como si fuera un desenlace novelístico, por qué ha venido insistiendo con subtítulos que pudieran ser interpretados como una burla, o una boutade, a las mujeres escritoras (“La valoración masculina de nuestra narrativa”; “Literatura masculina venezolana”; “Diacronía de una narrativa masculina sin rostro aparente”; “Un siglo de cuento masculino venezolano”, o “Notas críticas para una egoteca de la narrativa masculina venezolana”.) La adjetivación del género, explica el autor, es una necesidad para estar en paralelo con los estudios que han propiciado la lectura literaria de acuerdo al género del autor. Y en ese sentido tiene lógica. Cierto es que la necesidad de reconocer el nombre de las mujeres que han escrito y escriben tiene que ver con la ausencia de siglos en la materia, y con el hecho de que la literatura masculina se estableció como universal. Barrera está de acuerdo con esto insistiendo en que nuestra narrativa de voces masculinas tuvo hasta el presente recientísimo un predominio exclusivo de varones y señala que la ocurrencia de numerosas escritoras produce un cambio significativo en el panorama actual y futuro. “Todo esto contribuye a que podamos postular el cierre de una etapa y el comienzo de otra para la literatura venezolana”. No quiero ser escéptica (sobre todo cuando el autor en alguna línea me clasificó en la categoría de “optimista optimista”) y me sumo a esta esperanza. En cuanto a su pregunta final acerca de si las escritoras, una vez instaladas, procederemos a fabricar nuestra propia egoteca, y de ese modo continuaremos la versión masculina de la negación, mi respuesta es que las mujeres, por razones de nuestra tradición socializadora, tendemos a la solidaridad y al reconocimiento del otro, y como todas sabemos –lo digamos o no- que no es fácil posicionarse en el mundo masculino, estamos más acostumbradas al tejido de la red silenciosa y cooperativa, pero en este terreno tan espinado es mejor no profetizar.