Leer para vivir

Pregón de la Filuc 2013. Valencia, Venezuela

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No podía ser más exacto el lema con el que se titula esta decimocuarta Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo: “El libro, ventana al mundo”. ¿Qué es la lectura sino la entrada a las ideas, el saber, la variedad, la composición, los colores del mundo? Quizá les parezca exagerado lo que voy a decir pero toda la vida está en los libros, en las palabras que los componen. No podemos vivir sin ellas, sin el lenguaje que nos denomina, nos identifica, nos permite las transacciones humanas; nos recoge en la historia, nos proyecta al futuro; nos da cuenta del presente. ¿Se imaginan un mundo sin palabras? Sería el universo desolado. Las personas somos en las palabras, nos constituimos en ellas, vivimos gracias a ellas. Desde tiempos milenarios los seres humanos comprendieron la necesidad de fijarlas, de establecerlas, de guardarlas, para luego, en fin, leerlas. Desde dos mil años antes de la era cristiana ya hubo unos escribanos que grabaron en arcilla los símbolos matemáticos. De las tabletas de arcilla a la tableta del Ipad. En el fondo es el mismo recorrido, la misma necesidad de establecer un espacio, físico o virtual, de papel o electrónico, donde podamos leer los signos de nuestra cultura. ¿Se imaginan un mundo sin signos? Sería el universo de la ignorancia. Nada sabríamos, nada podríamos conocer. El mundo estaría vacío delante de nosotros.

Una cierta manera de pensar ha impuesto la noción de que la lectura es un lujo, o por lo menos una actividad de ocio, que no sirve sino para llenar el tiempo inútil. Algo superfluo, en fin, que no representa lo más importante.  Qué lastima, pienso, qué lastima que haya quienes transmiten esa equivocación. No les hagamos caso. No saben de lo que se pierden. Y qué suerte que haya, por el contrario, gente que organiza fiestas como esta feria para celebrar los libros; imprentas para producirlos; bibliotecas para conservarlos, librerías para comerciarlos, y hasta escritores para escribirlos. Somos más, no tengan ninguna duda, los que estamos convencidos de que la lectura es esencial para la vida. Y es que cuando pienso en leer no me refiero solamente a la literatura –después lo haré, por supuesto– sino al milagro que es el invento de la escritura: la posibilidad de que unos signos, que pueden ser arbitrarios, y diferentes según las lenguas y las culturas, contengan eso que llamamos el mundo: lo que existe, pero también lo que imaginamos que existe. No es solamente que los libros contengan información acerca de la realidad, es que al transmitir esa información, al producirse el fenómeno de que una persona aprende esa realidad mediante la lectura, todo su mundo interior, toda su vida se expande. Y eso puede ocurrir con un libro de química, o de astronomía, o de historia, o de poemas. El libro es probablemente un invento perfecto. Fíjense que los libros electrónicos tratan de parecerse a los de papel, de fabricar la ilusión de que seguimos pasando las páginas. Leer, nos dice la tecnología, atraviesa los siglos, encuentra nuevos formatos, pero se mantiene incólume en sus propósitos.

Les quiero contar una anécdota que viví hace aproximadamente un año, precisamente en una feria de libros en Caracas. Fue una conversación breve que sostuve con una persona que se me acercó después que terminé de firmar algunos ejemplares. Era una mujer de unos cuarenta años y en la conversación me di cuenta de que era alguien que valoraba mucho los libros y que con mucho esfuerzo había alcanzado un título de educación superior. Me contó también que su vida no había sido como la de las otras muchachas del barrio en el que nació. Yo no pude desaprovechar esta oportunidad y le pregunté cuál era la razón para que su vida fuera distinta. Leer, me dijo, los libros que pude leer. Como al mismo tiempo estaba relatando algunas señales de esa infancia era fácil comprender que su origen había sido de mucha pobreza, y la pregunta consiguiente era saber cómo había logrado acceder a los libros, quién se los daba. Resultó que un vecino trabajaba en una biblioteca y a veces se llevaba libros a su casa, y se los prestaba. Los libros me cambiaron la vida, dijo. Esto era precisamente lo que yo estaba buscando, que alguien me confirmara lo que siempre he pensado: que un libro puede cambiar una vida. Pero ahora tenía que saber cómo se había producido ese cambio, y le pregunte qué libros recordaba haber leído. Mencionó varios, entre los cuales me llamó la atención Las aventuras de Tom Sawyer, porque forma parte de mis propias lecturas de infancia. ¿Y qué era lo que había encontrado en aquel libro de aventuras que probablemente ya no le interesa a los niños contemporáneos? Que la vida podía ser de muchas maneras, me respondió. No creo que haya mejor respuesta.

La literatura es la ventana que abre al mundo. Ninguno de los oficios que he ejercido o podido ejercer me hubiera brindado esa diversidad. Esa es una lección que yo también aprendí en la infancia cuando me hice lectora y quise vivir en las novelas. Con seguridad Mark Twain, cuando escribió las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn en el Mississippi, allá por 1870, no pudo suponer que una niña venezolana, en un barrio pobre de Caracas, ciudad de la que probablemente nunca había escuchado nada, un siglo después leyó sus libros prestados por un empleado de una biblioteca pública, y eso cambió su existencia para siempre. Ese es el milagro de los libros: que ni el autor ni el lector saben los efectos que la lectura puede desencadenar cuando se encuentran el libro y el lector. Lo único que sabemos es que los que tenemos algo que ver con este asunto debemos poner todo nuestro esfuerzo en producir ese encuentro, y dejar abierta la ventana para que quien quiera pueda asomarse. Los lectores se van formando en el camino, y van encontrando los libros que los hacen felices.

Y eso me lleva a una pregunta. ¿Cuáles libros? Aquí nos topamos con otra opinión también muy presente y muy equivocada. La de aquellos que establecen categorías morales para juzgar los libros. La de los que piensan que hay libros que sustentan posiciones políticas inadecuadas, o de temas vedados, como la autoayuda, o de literatura para niños que no transmiten valores, y así sucesivamente. Es decir, los censores de lectura. En esto propongo la democracia en la república de los libros. Libros para todos los gustos y necesidades; libros para todos los niveles de conocimiento y formación; y ojalá también, libros para todos los bolsillos. Las bibliotecas públicas siguen siendo el reservorio para tantos que no pueden disponer de dinero para la adquisición de libros. Y a esto se suma que una gran cantidad de autores cuyos derechos se han extinguido por razón del tiempo, pueden encontrarse libremente en los mundos de Internet.

Los libros no son solamente un entretenimiento para aquellos que se dedican a leer y escribir, que evidentemente son una minoría en todas partes del mundo. Los libros son para la vida, para ayudar a mejorarla, a cambiarla, a que la vida de las personas comunes pueda expandirse. Y para ese propósito todos los libros sirven.

Abrimos hoy, y he tenido el honor de llevar el pregón de esta feria, esta nueva edición de la FILUC, que persevera en el tiempo gracias al empeño de sus organizadores y expositores, pero sobre todo de los visitantes, de los cientos de miles de ciudadanos que se acercan a esta fiesta, en la que seguro hay algo para su disfrute. Solamente el hecho de visitarla, de pasear por sus estantes, de mirar los libros que se ofrecen es ya un valor agregado para la vida de todos.