De radicalismos y otras historias.

Un viejo refrán dice que en la mesa no se debe discutir ni de política ni de religión porque son dos de los principales disparadores que pueden convertirnos en seres momentáneamente extremistas, fundamentalistas, radicales o intransigentes, sin que esos sean los modos que habitualmente nos definen. Es curioso como en esos dos campos se libran las más sangrientas batallas, y con frecuencia entre personas cercanas. Me sigue pareciendo divertida una anécdota que escuché tiempo atrás acerca de dos hermanas que a la hora del almuerzo enfrentaban sus diferencias con respecto a la Segunda Guerra Mundial, y terminaron la discusión cuando una le vació a la otra una jarra de agua por la cabeza.

En cuanto a la religión, de alguna manera ha formado parte de mi identidad tribal por muchas generaciones, pero desde muy temprano dejé de ser creyente y no lo considero un tema polémico. De política sí he discutido mucho, y por supuesto mucho más en estos últimos años. Hubo un tiempo, diría entre los años ‘80 y ‘90 del siglo pasado, que el tema era solo para iniciados, al resto le aburría, lo ignoraba, y era casi que de mala educación plantear una discusión sobre el particular. Los acontecimientos que inauguraron el siglo XXI cambiaron esto.

“No tengo ninguna duda de que el chavismo-madurismo destruyó la República, y el daño ocasionado al país ha sido tal que no le permite levantar cabeza”

Durante la primera década y algunos años más -lo que podría denominarse la época dorada del chavismo-, se instauró la noción de los radicales, que muchos llamaban talibanes, y se convino en que había radicales de “lado y lado” (todavía algunos insisten en esa nomenclatura que pretende ser objetiva, cuando lo humano es por definición subjetivo). Radical venía siendo aquel que no quería conceder virtudes al otro, y convencido de la irreductibilidad de las posiciones mantenidas en la contienda, deseaba un cambio total del estado de cosas. Con algunas personas muy queridas decidimos de mutuo acuerdo evitar el asunto porque se ponían en riesgo nuestros afectos; con otras, porque se hubieran presentado situaciones muy incómodas, e incluso podía ser difícil aun con quienes básicamente pensaban de la misma manera, pero sostenían diferencias y matices.

El clima ha cambiado. Recientemente recibí una invitación de una persona amiga para participar en un foro en el que, por la naturaleza de la convocatoria, compartiría la mesa con escritores muy cercanos al Gobierno. No pude aceptar porque el compromiso era incompatible con mi agenda, pero me sorprendí a mí misma al comprobar que hubiera estado dispuesta a hacerlo. ¿Qué me pasa?, pensé, hace unos años me hubiese negado sin dudarlo, me parecía imposible un entendimiento, y así lo había decidido después de participar junto a Luis Brito García en un simposio, que puedo asegurar no fue un momento grato. Por si acaso no volví a exponerme, y ahora ¿qué ha cambiado?, ¿he perdido radicalidad?, ¿la hemos perdido todos?

Lo que antes me parecía inaceptable, ahora me resulta irrelevante, banal. ¿Significa esto que he modificado mi opinión? De ninguna manera. No tengo ninguna duda de que el chavismo-madurismo destruyó la República, y el daño ocasionado al país ha sido tal que no le permite levantar cabeza, pero sentarme o no a conversar de literatura con algún joven a quien probablemente no conozco ni me conoce, ni es probable que volvamos a vernos, lo considero la menor de mis preocupaciones. Nada cambiará porque lo haga ni porque no lo haga. Ese sentimiento de irrelevancia es lo que ha ido quedando después de la catástrofe.

“¿Quiénes son más radicales, los de afuera o los de adentro? La respuesta no es fácil porque, a pesar de las muchas circunstancias en común, también son bastantes las que diferencian ambas situaciones”

Con el tiempo la controversia política va perdiendo vigencia y derivando hacia sus consecuencias, que hoy por comodidad de lenguaje llamamos Emergencia Humanitaria Compleja, aunque es eso y mucho más. Ahora se ha añadido un elemento que no estaba presente inicialmente, y es el peso que el éxodo venezolano tiene en toda discusión y comentario en torno a la política nacional, e incluso ante la más banal consideración acerca del paisaje, la gastronomía o el aleteo de los pájaros. Con aproximadamente un 20% de nacionales fuera de sus fronteras -muchos de ellos desde hace años; con frecuencia jóvenes cuyos hijos nacieron y se educan en otras culturas; algunos exiliados y la mayoría emigrantes que enfrentan serias dificultades para obtener los documentos que les permitan visitar su país de origen o ser reconocidos en los países de llegada-; Venezuela inevitablemente comienza a ser una nación con problemas de identidad.

Esta es una experiencia histórica y universalmente conocida de la que abundan los testimonios de ficción y no ficción, que muestran que quien se fue de su lugar con el paso del tiempo se convierte en alguien distinto. Dentro o fuera todos nos hemos convertido en alguien distinto. Han sido muchos los acontecimientos, las desgarraduras, los duelos transcurridos desde 1999; han nacido nuevas generaciones, han desaparecido otras, el paisaje humano ha cambiado, y también el de las calles y carreteras, el país en general. Se diría que eso es lo que se espera del paso del tiempo, el cambio, pero en el caso venezolano ha terminado por ser una transformación que a muy pocos gusta, incluidos muchos de los que alguna vez estuvieron a favor de la revolución bolivariana, y que ahora se desmarcan con el argumento de que nunca fue de “izquierda”.

Dada la nueva distribución demográfica cabe la siguiente pregunta, en política: ¿Quiénes son más radicales, los de afuera o los de adentro? La respuesta no es fácil porque, a pesar de las muchas circunstancias en común, también son bastantes las que diferencian ambas situaciones, y ni los venezolanos que están fuera son iguales entre sí, ni tampoco lo son los que están dentro. Toda generalización es riesgosa, pero podría decirse que quien vive lejos conserva una imagen borrosa, olvida detalles, ignora otros, magnifica algunos, y al mismo tiempo la distancia le permite ver mejor el bosque sin perderse entre los árboles. Algunos quizá siguen sintiéndose en las megamarchas de los primeros años, otros tratan de olvidar y concentrarse en el día a día.

“Ahora se ha añadido un elemento que no estaba presente inicialmente, y es el peso que el éxodo venezolano tiene en toda discusión y comentario en torno a la política nacional”

Han perdido el pulso de los cambios, de los nombres que van y vienen, y la voz dictatorial se ha cuidado de que sea muy difícil conservarlos porque los títulos de los organismos, los nombres de los titulares, los iconos del imaginario, los lugares y los mantras, todo va cambiando de un día para otro siguiendo la estrategia estalinista de reformar el pasado. Para quienes no se han ido, y no son personas vinculadas directamente con la política, la cotidianidad y sus circunstancias toma un lugar preferente en el mapa de las preocupaciones. Me parecen diferencias inevitables, además de las personales, que, como apunté más arriba, siempre existen.

De cara a las próximas elecciones regionales, para los nacionales que están dentro los resultados revisten cierta incidencia en su vida cotidiana, un efecto que desde luego no tiene para los que están fuera del territorio, no solo porque viven en otras latitudes sino porque el Consejo Nacional Electoral (CNE) no les permite concurrir, decisión absolutamente arbitraria como tantas otras. No creo que nadie piense que ganar esta o aquella alcaldía puede representar un cambio definitivo, pero como en muchas regiones gran parte de la vida económica y social depende del poder municipal o gubernamental, el resultado electoral toca a la gente más directamente.

Por otro lado, los que están dentro comienzan a valorar pequeños logros, mínimas posibilidades que mejoran la vida. Los que están fuera quizá siguen viendo las cosas donde las dejaron, en medio de la batalla, y es posible que se vean reflejados en posiciones radicales, a diferencia de los que están dentro, más inclinados a comprender que el avance en cambios menores puede ser el camino para augurar cambios mayores.

Estoy pensando, por ejemplo, en un tuit que leí estos días en el que alguien reclamaba a las autoridades del municipio Baruta que se abriera en forma regular un parque infantil que permanece cerrado a capricho de quien tiene la llave; o las muchas llamadas de atención sobre la tala indiscriminada de árboles, en las que he participado, o la discriminación de personas con discapacidades, y así otros tantos temas que por mucho tiempo dejamos de ver, enfrascados en la totalidad. Y no porque hayamos perdido la noción de la catástrofe -si lo hiciéramos ahí está Encovi 2021 para recordárnosla-, sino por un cambio de óptica que ha traído el exilio del tiempo y ahora nos hace ver lo pequeño como parte de todo lo perdido.

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