Consideraciones acerca de la conciencia intelectual

Discurso de incorporación como Individuo de Número a la Academia Venezolana de la Lengua. Contestación del académico Alexis Márquez Rodríguez. Caracas: Publicaciones de la Academia Venezolana de la Lengua, 16 de enero de 2006.

También en Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua. Caracas, Enero 2006-Diciembre 2006; Enero 2007-Diciembre 2007. Años LXXIII-LXXIV. Nos. 197-198; 199-200: 87-100.

Este recinto al que he tenido el privilegio de ser convocada por ustedes, colegas de la palabra, me parece un símbolo de la civilidad venezolana. Este Palacio de las Academias, un reducto emplazado donde nació la ciudad que amo y que he visto a lo largo de mi vida construirse y diluirse muchas veces, es no sólo un vestigio del pasado, sino, por el contrario un testimonio del futuro, un espacio donde reencontrarnos en la esperanza de la venezolanidad del pensamiento, el respeto y el trabajo. Ingresar a la Academia Venezolana de la Lengua es, qué duda cabe, un honor, pero también, y todavía más importante, un refugio de pertenencia a la institución que dedica su existencia a la palabra. Han pasado por esta corporación muchos hombres que contribuyeron a la creación y recolección de la cultura escrita venezolana en los más distintos modos. También algunas mujeres, aunque –fuerza es decirlo- no con la representación que merecen las notables y numerosas escritoras y estudiosas de la lengua y literatura que, desde mediados del siglo XX, comenzaron a participar con plenos derechos en la vida pública del país. Ustedes han querido hoy que yo comparta un sillón en esta mesa y yo lo acepto como el título más generoso que he podido recibir, como la corroboración de una identidad que me hace feliz y que disfruto como una de las maneras más hermosas de existir, haciendo la vida con las palabras.

Sin embargo, esta identidad lleva consigo un morral de preguntas y dudas que van surgiendo en el camino, enriqueciendo nuestra subjetividad, pero también mortificándola. Me gustaría desarrollar algunas de las consideraciones que sobre este tema me han acompañado en estos últimos años, y que podría resumir en la pregunta ¿qué es un escritor? En otras culturas un escritor es alguien que produce libros, cualquiera sea su naturaleza, y tiene como meta obtener buenos resultados en cuanto a la calidad de lo que escribe y lograr que esos libros se vendan y se lean para vivir de su producto. Esta definición no ha sido bien vista en Venezuela y a duras penas comienza a ser una preocupación de las jóvenes generaciones literarias. La identidad del escritor como alguien que vive de su oficio, del mismo modo que otros lo harían dedicados a alguna profesión o negocio privado, ha sido duramente combatida durante décadas. Quizás esta mentalidad deba, en parte, su origen a la tradición de la que venimos, según la cual escritor, intelectual –términos que se confunden y que usaré alternativamente- eran la misma cosa. Escritores se llamaba a los opinadores de prensa, a los ilustrados, a los que en un país analfabeta podían esgrimir el uso del lenguaje. Escritores eran, en Venezuela, quienes pensaban el país, y de alguna manera esa definición ha permanecido hasta nuestros días. Pensar el país es una suerte de herencia, quizá maldita, que hemos recibido. Así como las familias felices no son buen tema para las novelas, los países felices no requieren tanta gente sumada a la tarea de pensarlos sino de construirlos. Los latinoamericanos, en cambio, vivimos siempre con el país como sueño o como pesadilla. Ya decía Augusto Mijares: “nos fascinan los problemas políticos y nos fastidian los problemas administrativos”.

Tenemos la obligación de ser pensadores de nuestro propio país porque pertenecemos a naciones irresueltas, en búsqueda de soluciones ideológicas que no llegan, o desgraciadamente llegan. Somos hijos de historias inconformes con su propia narrativa, en espera de alguna utopía que nos reclama desde siempre un destino inalcanzado. En suma, los escritores de este foso común del continente pareciera que no tenemos un derecho del todo ganado a ser simples ciudadanos con la responsabilidad de llevar una vida digna y asumir las venturas y desventuras propias de la existencia humana. Somos requeridos a una tarea mayor, la de tener respuestas para las indefiniciones de la patria. Los venezolanos, gestores utópicos y nostálgicos donde los haya, pertenecemos radicalmente a esta especie. Algo en mí se rebela contra ese destino, y, al mismo tiempo, algo me impide rechazarlo. Lo que puedo compartir con ustedes es la suma de estas contradicciones, probablemente agudizadas por mi experiencia de estos últimos tiempos. Tomen lo que sigue como el recorrido de mis inquietudes. Me pregunto, pues, por este oficio y por sus responsabilidades.

Quien escribe es alguien que toma en serio el lenguaje. Es alguien que cree en las palabras, que afirma el valor de las palabras, y siente un sagrado respeto por lo que las palabras signifiquen. Pero he aquí que el lenguaje, como dice Lacan, es un malentendido. El lenguaje no es unívoco sino siempre equívoco. La lengua nos traiciona, y la literatura es una escritura que dice más de lo que dice. La fidelidad a las palabras se hace, pues, un acto exigente para el escritor. Debe creer en ellas y a la vez saber que tienen múltiples significados, y que el sentido final no le corresponde a quien las pronuncia sino a quien las lee e interpreta. Todo escritor ha tenido la experiencia de enfrentarse a lecturas de otros que parecen decir algo distinto a lo que se propuso. Este milagro del lenguaje que nos permite ser dueños de un instrumento único de comunicación, y, a la vez, de mistificación y simulacro, es un privilegio que debemos apreciar en toda su plenitud. Saber que la escritura es un acto profano pero digno de ser cuidado como algo sagrado. Esa es la única ética que puedo reconocer para la escritura: el profundo respeto por la palabra.

Ocurre, sin embargo, que no vivimos en ella todo el tiempo, sino en ese mundo particular y circunscrito que nos ha tocado en suerte, durante ese tiempo que es nuestra vida, a merced de la red de circunstancias que la determinan. Y en ese mundo tenemos que escribir. No necesariamente de ese mundo pero ciertamente dentro de él. Pretender estar por encima de uno mismo, de todo aquello que a cada cual lo constituye, es a lo mejor una prerrogativa de los genios; y aun así me quedaría la duda. Reconocer la limitación de nuestra potencialidad creativa es esencial para alejarse del peligro de la vanidad insostenible y el engrandecimiento pernicioso. Esto me parece también parte de la ética del escritor. Respetarse a uno mismo pasa por conocer y valorar al escritor que somos, no al que quisiéramos ser.

Escribir pensando en lo que podemos escribir, en lo que verdaderamente hace de nuestra escritura un acto de respeto por nuestras palabras; utilizarlas del modo que está a nuestro alcance con la conciencia de que ellas siempre nos trascienden. Pero finalmente con la libertad de acertar o equivocarnos, de escoger nuestros caminos, de proponernos una ilusión, que es la de habernos puesto al servicio del lenguaje para que las palabras nos expongan ante otros. El reconocimiento del otro en la escritura me parece imprescindible. Muchas veces he dicho, y lo repetiré una vez más, que no creo en la afirmación de quienes dicen escribir para sí mismos, salvo si se mantienen toda la vida voluntariamente inéditos. Tan pronto un escritor hace un gesto para que su trabajo se conozca, debe aceptar su legítimo deseo de comunicarse con otro. Si la literatura tuvo un origen oral, ésta sería la causa: es una forma de hablar.

A diferencia de otras manifestaciones creativas, la literatura se hace con la materia común a todos los seres humanos. Todos hablamos. Todos hablamos y todos mentimos. La mentira es también un privilegio de la palabra y de los seres humanos. Hay que ser humano para mentir. Los animales y las máquinas no mienten. Sólo nosotros tenemos la capacidad de decir lo que queremos que el otro crea. Sólo nosotros tenemos la potestad de engañar. La vida nos exige muchas veces mentir, o al menos ocultar, pero nosotros debemos saber la diferencia entre la ficción y la mentira. Ficcionamos para expresar verdades que no sabríamos de otro modo comunicar. Mentimos para que los otros nos tomen por quienes no somos. Existe una leyenda con respecto a los escritores, y en general a los que comúnmente conocemos como intelectuales, según la cual somos personas de intachable verdad; antecedidos por ese prestigio se confiere a nuestros discursos una autoridad moral indiscutible, y con frecuencia se nos interpela desde esa perspectiva. Y, sin embargo, la historia demuestra la falsedad de la conciencia intelectual como autoridad moral. O en todo caso, la diversidad de la moral.

Incursionemos en este espinoso terreno de la conciencia. Podemos, entonces, preguntarnos si los seres humanos tenemos una conciencia que nos permite distinguir, de acuerdo a ciertos esenciales, entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, y que de ese juicio natural se seguirá nuestra acción. Podríamos también admitir que la conciencia es diversa puesto que –a no ser que la supongamos innata- la construimos a partir de la existencia y, por lo tanto, esa construcción no será igual para todos porque las condiciones de nuestra existencia tampoco lo son. La conciencia moral atañe a todos los seres humanos pero es más problemática aún para aquellos a quienes se les atribuye el pensamiento como oficio. Con frecuencia a los escritores se les pide que expidan su conciencia. Que asuman ante los otros lo que juzgan de determinadas situaciones sociales y que apoyen o critiquen las causas políticas. Ya en esto podríamos detenernos pues no todos estarían de acuerdo con que ése es su deber o su misión. Susan Sontag, por ejemplo, en una polémica más o menos unilateral sostenida hace varios años con García Márquez acerca del caso cubano, resolvió este problema diciendo que los intelectuales que opinan, deben opinar siempre, y aquellos que no opinan, no están obligados a hacerlo nunca. El argumento es discutible pero aceptemos, en principio, que la conciencia del intelectual se ve dirigida a la exposición ante otros de su pensamiento; que parte de su conciencia es asumir que su juicio debe retornar a la sociedad en la que vive.

El primer problema que inmediatamente se presenta a la atención es que en el mundo contemporáneo la complejidad del conocimiento es tal que nadie está en capacidad de hablar sobre cualquier cosa. Diría más, que casi nadie puede hablar de nada sino de aquello que especialmente conoce, aunque la ilusión de una educación renacentista no ha cesado y se espera de los intelectuales que se expresen de cualquier cosa, en cualquier momento. Me siento tentada de decir que la imposibilidad de dominar el conocimiento ha reducido la importancia del intelectual como gestor de ideas que efectivamente transformen a la humanidad. Hablar con propiedad sobre la multiculturalidad, la pobreza, las relaciones internacionales, el control del terrorismo, los problemas de la globalización, el futuro de la tecnología, las perspectivas de la investigación genética, las economías emergentes, en fin, el estado de la civilización, todos esos temas y otros tantos exigen una especificidad tal que el intelectual tiene muchas posibilidades de quedar en ridículo si no se atiene a lo único de lo que está más o menos seguro: su oficio y su conciencia. El oficio suele estar relacionado con la especialidad académica, lo que puede dejar a algunos escritores en un cierto limbo de inespecificidad, y la conciencia es un producto altamente subjetivo. Diría que la conciencia es precisamente la subjetividad. Lo que nos identifica como humanos, y recusa toda posibilidad de objetividad, de modo que como la conciencia es patrimonio de lo humano, lo que pudiera distinguir la conciencia intelectual es el ejercicio continuado del pensamiento, pero nada más y nada menos.

Esto nos lleva a considerar la validez de la conciencia intelectual. ¿Qué pudiera conferirle una legitimidad que otros humanos no tienen? Sin duda, esa validez no podrá asentarse en el principio de autoridad, es decir, en suponer que los intelectuales son dioses en capacidad de juzgar el bien y el mal, y en dictaminar de acuerdo a ese juicio sin riesgo de error. El principio de autoridad, por supuesto, tiene uso político, y los intelectuales hacen política. No niego que la vida intelectual proporciona una preparación abierta a la comprensión de los temas humanos, lo que quiero decir es que no hay una carta de garantía ética para uso de intelectuales, ni puede invocarse su trascendencia como aval a la hora de considerar sus definiciones. Grandes pensadores han apoyado causas infames, como fue el caso de Heidegger, probablemente el más trascendente filósofo del siglo XX, quien fue miembro activo del partido Nazi y aceptó la persecución de sus colegas judíos porque “los judíos eran enemigos de Alemania”, y no contento con ello denunció directamente a un antiguo tesista suyo, Eduard Baumgarten, quien fue deportado. Actuó con su conciencia, puesta al lado del nazismo, como cualquier hijo de vecino en la Alemania Nazi, aunque probablemente con grandes argumentos. Y, al contrario, intelectuales de menor estimación, han sustentado valores que se consideran benéficos para la humanidad.

Un intelectual debe estar al servicio de las causas nobles, se dice. Pero la nobleza de las causas no es un tema de fácil acuerdo. Lo políticamente correcto varía con el tiempo y ya eso nos indica la dificultad para establecer valores universales, y para colmo tampoco se relaciona con la obra individual. Por ejemplo, Borges, llevado por su absoluta creencia de que los hombres de honor, léase los militares, reestablecerían la república argentina, atravesó un laberinto de errores del que no pudo salir a pesar de sus posteriores cambios de opinión. Encontró así su `destino sudamericano` prefigurado en el Poema conjetural. Por otros caminos, Saramago, adalid de los intelectuales revolucionarios, no deja de exponer sus constantes críticas –casi regaños- a los estados que operan dentro del liberalismo y la economía de mercado y a los regímenes fascistas de derecha, sin que los crímenes del stalinismo le hayan merecido un comentario.

En su autobiografía Nina Berberova cuenta como los escritores rusos, inicialmente al lado de la Revolución, escribieron inútiles cartas a sus colegas de occidente para denunciar las prisiones y exilios a los que fueron posteriormente sometidos, sin obtener nunca una respuesta. Y cuando un nutrido y distinguido grupo de intelectuales europeos viajó a la Unión Soviética, ninguno observó nada que le llamara la atención, a excepción de André Gide, quien se distanció totalmente del stalinismo y quedó encasillado como un escritor de derecha. Tanto Sartre como Simone de Beauvoir, a quienes mucho debemos, fueron cómplices por silencio de lo que en sucesivos viajes a Moscú y a La Habana pudieron comprender. Pérdidas de libertad y hostigamiento que en su país nunca hubiesen tolerado, les parecieron aceptables si eran para la revolución. Lo que quiero ilustrar con estos ejemplos es que no hay una suerte de credibilidad para el intelectual en cuanto a que sus acciones, reflexiones, defensas y acusaciones estén sustentadas en la ética del bien, la verdad, el juicio acertado, o cualquier otra abstracción semejante. Son, finalmente, expresiones de su conciencia, formuladas, eso sí, con un más alto nivel de conceptualización, pero, en su esencia, pudieran venir a coincidir con lo que cualquier ciudadano diría.

El asunto inquietante es que el intelectual tiene una fuerte tentación a convertirse en ideólogo. Es decir –cito a Sloterdijk (2003)-, a considerar que “no sólo tiene una conciencia sino que es la conciencia. A ejercer el poder de una conciencia que desde la cima de la pirámide moral, hace a todos despreciables”. Convencido de que sus ideas son la conciencia del mundo, la solución del malestar de la humanidad –y particularmente de la humanidad oprimida- se pondrá al servicio de la buena voluntad para cambiar al mundo. “Todo se perdona a quien tiene la buena voluntad de cambiar el mundo” dice Sloterdijk, y podríamos añadir, si para cambiar el mundo es necesario destruirlo, nada puede detener la buena voluntad. ¿Qué podríamos decir de pensadores tan notables e influyentes como Foucault, entusiasmado con el maoísmo y la revolución del Ayatola Jomeini, o de Baudrillard y Derrida, en el júbilo de ver a la superpotencia vulnerada?

Parten de la tradición nihilista, que, por cierto, ha sido muy cultivada en Venezuela, según la cual un intelectual es, o debe ser, un rebelde crónico, un anarquista establecido que participa de la negación de todo valor consagrado por las instituciones; creyente del descreimiento ante toda empresa humana, pacifista en guerra declarada a todo lo construido en tanto todo es humanamente susceptible de crítica, y que encuentra su fatal desenlace en la utopía. “Aquí, nada funciona; fuera se anuncia el mejor de los mundos”, dice André Glucksmann (2002, 189, 259) para definir esta postura (a veces impostura), que define así: “El nihilista, por el contrario, abraza el tiempo y anticipa su nunca más, se considera radical, abandona todo pudor, compasión y moderación, esas virtudes que los griegos consideran esenciales y políticas. No retrocede ante nada, va hasta el fondo en la revolución (`total´), en la guerra (´absoluta´)”. Ambos polos, la nada y la utopía son, sin duda, fuertes tentaciones del intelectual ya que en tanto se ocupa de ideas, puede montarlas y desmontarlas con mucha mayor facilidad que aquellos infelices que trabajan con la descarnada y plebeya condición de las cosas. El intelectual se muestra inconforme con la resistencia de la humanidad a seguir sus fórmulas de felicidad. Gran parte de los discursos intelectuales arrancan de esta tradición nihilista y residen en argumentos corrosivos dispuestos a arrasar con esas bases que los ingenuos han construido. Pienso en mi generación, por ejemplo, con que furia marcusiana criticamos a la familia como reproductora de la “ideología dominante”, y cuánto hoy en día, muy al contrario, estimo que la solidez de una familia es un recurso fundamental para los seres humanos, desde la infancia a la vejez.

Y sin embargo, la conciencia intelectual no puede expresarse en la conformidad. ¿Cómo distinguir entre el pensamiento crítico, la reflexión que busca la iluminación de las ideas, necesarios acompañantes de cualquier producción intelectual, con el nihilismo violento que comienza por el infantilismo de que comerse una hamburguesa de McDonald es pecado, y termina por proclamar al 11 de septiembre como el glorioso día de la venganza de los pueblos oprimidos contra el imperialismo? Dentro de ese estado de cosas, en un mundo en el que ya no existen ideas inocentes, ni países inocentes, expuestos por el siglo pasado a la intemperie del bien y del mal, a la pérdida de la fe en algún absoluto, alguna certeza y alguna tranquilidad, me conforta la opinión de Edward Said: “Entre los intelectuales, los artistas y los ciudadanos libres, es necesario que siempre haya un lugar para la diferencia de opinión, las ideas alternas, los medios de cuestionar la tiranía de la mayoría y, al mismo tiempo, y lo que es todavía más importante, hacer avanzar la libertad y la ilustración”. Me convence esta frase -cuya referencia lamentablemente he perdido- en la que Said no marca distancia entre el ciudadano libre y el intelectual; en la que subraya el matiz de la opinión contra el dogma; el concepto de avance contra el de destrucción; la valoración del intelectual como alguien que construye y no como un destinado a la furia vindicativa; la defensa de la ilustración como corriente de pensamiento que se propone respetar los valores del progreso, del conocimiento; la posibilidad de aceptar las causas constructivas que podemos emprender sin el griterío de las demoliciones que a veces, con mucha frecuencia, no tienen otro alcance que la demostración vanidosa de cuán importante creemos ser.

El ejercicio de la conciencia ilustrada es, sin embargo, difícil cuando las situaciones políticas se radicalizan –y por tanto simplifican-. Es en ese contexto cuando más intensamente puede sentirse la soledad del juicio ético (y político) ya que las corrientes divididas exigen aún más la precisión de ese juicio y la fidelidad en aras de la pasión romántica de los ideales. Y la fidelidad absoluta, la entrega a quien me pide compartir su pasión, pone en cuestión mi propia conciencia. Me obliga a someterla, me coloca en el trance de perderla. Y la pérdida de la conciencia anula mi humanidad. Disuelve mi derecho a mi propia conciencia. Cuando los regímenes políticos exigen de los gobernados la entrega de su conciencia a los gobernantes, el juego se ha perdido. En su pasión de poder arrastrarán cuanto haya en el camino. Si algún deber le queda todavía al intelectual es resistir. Anteponer su derecho a seguir pensando según su juicio ético, de acuerdo a las circunstancias. Cuando el intelectual renuncia a ese derecho, renuncia más que ningún otro porque su deber con respecto a su propio pensamiento es aún más exigente. Y, al mismo tiempo, esa exigencia le obliga a saber que sus juicios surgen de la verdad de su conciencia, y que ésta no es permanente. Nada más increíble, me parece, que afirmar que siempre hemos pensado lo mismo.

Un tiempo como el que vivimos, si bien, para el acto material de la escritura, puede ser profundamente perturbador, es también fecundo. No quiero decir que sea un productor de temas -aunque por supuesto podría serlo, pero no se trata aquí del oportunismo de plantearnos las vicisitudes políticas como una fuente de bestsellers-, sino un generador de conciencia de la literatura. Y quisiera hacer aquí un recordatorio de Imre Kertész que para sorpresa de muchos –y probablemente de él mismo- ganó el Premio Nobel en 2003. Kertész escribió durante casi toda su vida una obra literaria totalmente desconocida, no sólo internacionalmente sino dentro de su propio país, en donde vivía un secuestro incomparablemente más empecinado y cruel. Salió por primera vez de Hungría cuando tenía unos sesenta años. En su memoria El otro, crónica de una metamorfosis leemos su resistencia como escritor, para mantener por sobre todas las cosas su identidad de tal, escribiendo en un idioma que difícilmente podía ser leído fuera de sus fronteras, y sin ser leído dentro de ellas. No es desde luego nuestra circunstancia tan trágica ni tan heroica, pero es un ejemplo iluminador de la conciencia de la escritura.

Lo que he encontrado en el caso Kertész es una respuesta, o al menos una referencia por el lado del camino interior que me consuela ante el temor de que la identidad de escritor sea tan frágil que pueda desvanecerse en medio de la atronadora voz del discurso del poder. Los que trabajamos con la palabra no podemos avergonzarnos de una condición que es consecuencia inmediata de nuestra identidad y de nuestro oficio: el hecho evidente de que no podemos, en tanto tales, surgir a la palestra con una solución a cualquiera de los problemas del país, ni tenemos ni tendremos jamás una voz que se eleve en medio de una historia dominada por la pasión de poder, como creo que es la nuestra. El poder no es necesariamente nuestro enemigo, pero con seguridad nunca es nuestro aliado. Los escritores que han sucumbido a la tentación del poder han terminado por dañar su escritura, o lo que es peor, su conciencia. Valga la cita de Pedro Emilio Coll cuando con toda humildad dice: “Dios perdone al general Gómez y el pueblo perdone a los que le servimos”. La escritura es lo contrario del poder. O si se quiere dicho de otro modo, no se puede escribir desde el poder. El poder es ese ciego, certero y sólido monstruo, amo del corazón de los hombres, que solamente es dominable, custodiable, amansable, en aquellas sociedades lo suficientemente inteligentes para reconocer su voracidad, que no es nuestro caso. El poder en Venezuela es ubicuo, crónico, tan presente como el sol que encandila los ojos acostumbrados a un mismo paisaje que apenas si lo vemos salvo cuando algunos momentos de la historia lo quieren así, y me pregunto si la débil presencia de la literatura, y de la cultura en general,  no tendrá que ver con el hecho de que son acciones que generan en nuestra sociedad muy escaso poder. Y probablemente nosotros, me refiero a estos extravagantes personajes que somos los reunidos hoy aquí, lo sabemos y lo hemos sabido siempre. Y eso nos avergüenza, nos debilita, nos arrincona. Quizá también la diferencia entre la cultura y la barbarie sea precisamente el lugar que se le da a lo que no genera poder.

Pero, volviendo a Kertész, me preguntaba cómo este hombre pudo resistir construyendo una obra a contra marcha de la sociedad asfixiante en la que vivía, rechazado por las editoriales, silenciado por el poder totalitario, y continuar escribiendo acerca de lo que había marcado su vida –Auschwitz supurando siempre en sus escritos-; cómo alguien en esas circunstancias a las que hay que añadir la pobreza material, pudo sobrevivir treinta años como escritor, y pienso que solamente porque creyó en sí mismo. Creyó consistentemente en la importancia ineludible para él de ser alguien que escribe. Creyó en la escritura como el soporte indispensable de su supervivencia. Entonces, me digo, la única resistencia posible es la de pelear a muerte contra el peligro de banalizar nuestra propia identidad bajo el argumento de su no importancia. Lo que, bueno es decirlo también, no es del todo cierto. Deberíamos revisar esa muletilla de que en Venezuela no hay lectores porque es una manera de descalificar a los que existen. Si son pocos o muchos, ya eso es un problema extraliterario. La escritura es finalmente un acto de intimidad. Cuando leo, igual que cuando escribo, estoy sola; sola con el otro que escribió el libro que leo; sola con el otro que lee el libro que escribo. Las masas compran los libros, quien lee es siempre un ser íngrimo, como lo es quien escribe.

Y si he insistido en el tema de la resistencia, no está desvinculado del hecho de que esta Academia pervive desde 1883 en un país no precisamente afecto al espíritu de continuidad. Y la escritura no se produce sin ella. En realidad ninguna obra humana, como es obvio, pero me refiero a una continuidad más sigilosa, invisible, como exige el tejido del lenguaje. Quien se dispone a escribir, en suma, no cuenta con nada sino con la construcción que de sí va haciendo a lo largo de su vida y que decide poner en palabras a fin de comunicarla, o porque no sabría hacerlo por algún otro medio expositivo.

Ese tejido no está compuesto exclusivamente por las fibras con las que cada escritor se escribe a sí mismo; es también una continuación en el tiempo interior de esa “comunidad imaginada” a la que pertenecemos, y va quedando escrita en la literatura que nos expresa, en la prolongación interior de la que creo se nutre la escritura con sus tradiciones, rupturas, diálogos, inauguraciones y paralelismos. Es esa lectura consecuente la que tiene la posibilidad de insertar en su lugar, o en todo caso en algún lugar, las escrituras que se construyen en el tiempo discontinuo y efímero de cada cual. Compone un gran fresco en el cual los hilos de un texto conducen a otro en una suerte de lectura inagotable y multiforme que nunca podrá pensarse en su totalidad. Estoy convencida de que en las páginas de la literatura venezolana está escrita la historia de nuestras sensibilidades, de los complejos y diversos sentimientos  que en el tiempo han ido formando nuestro imaginario, porque la literatura es un lugar de refugio para lo humano, y en ella se guarda toda la expresividad que no cabe en la historia épica.

Vuelvo, pues, y para finalizar, al tema de la civilidad. A celebrar nuestra tradición civilista, un tanto opacada por las gestas de nuestros guerreros. A pensar en nuestra historia siempre relatada en clave de poder, en la que poca cabida ha tenido la vida cotidiana de los ciudadanos anónimos y sus modestos oficios. Sin embargo, basta una breve mirada a los discursos de incorporación a esta Academia para saber que esa Venezuela ilustrada y civil ha estado desde siempre presente, sobreviviendo en las más variadas dificultades y aceptando en su seno individuos de diversas opiniones y corrientes políticas. Leerlos ha sido una lección de cultura venezolana invalorable. Me referiré en especial a uno de ellos, a Don Tomás Polanco Alcántara, cuyo lugar tengo el privilegio de ocupar, y en cuya extensísima obra he sido introducida por la mano siempre generosa de Roberto Lovera De Sola.

La bibliografía de Polanco Alcántara, tres veces académico, es tan dilatada y variada que sería una tarea absolutamente fuera de mi alcance comentarla con la debida valoración. Puede dividirse en temas jurídicos, históricos y biográficos. De la primera materia son más de veinte trabajos, dedicados principalmente al estudio del derecho administrativo, el ordenamiento jurídico de la propiedad en Venezuela, los derechos y deberes económicos de los Estados. En el terreno de la historia encontramos la primera publicación del joven Polanco, en 1948, con un trabajo titulado “Las Audiencias y Chancillerías Reales de Indias”, tema sobre el que volverá más adelante, pero, sobre todo, me gustaría destacar que sus investigaciones históricas señalan no sólo la erudición y rigor con que fueron realizadas, sino la mirada sobre Venezuela que puede desprenderse de ellas. Dedica un principalísimo interés a la diplomacia venezolana, habiendo sido él mismo importante representante de nuestro país en diversas circunstancias. En su libro La negociación diplomática del reconocimiento de Venezuela por España, más allá del conocimiento y documentación que supone el estudio de una negociación que duró más de diez años, Polanco insiste en la prudencia de los presidentes –Páez, Vargas y Soublette- a quienes tocó tan delicada tarea, cuyo fracaso hubiese puesto en riesgo la soberanía de la naciente república; destaca que siempre consultaron al Consejo de Gobierno, así como las opiniones de las otras repúblicas independizadas de España. El concepto de negociación, de acuerdo, de búsqueda de intereses comunes para el bien de la Nación, es un valor netamente civilista que destaca el investigador. Igual pudiéramos decir de sus estudios sobre Bolívar. Basta con citar los títulos (“El pensamiento universitario de Simón Bolívar”; “La política diplomática de Simón Bolívar”; “Presencia de Simón Bolívar en Chile” y “Los proyectos constitucionales del Libertador”, con don Pedro Grases) para comprender que el historiador no quiere ocuparse del guerrero sino del estadista y hombre ilustrado. Me gustaría detenerme en Bolívar, la justicia primera necesidad del Estado, obra publicada en 1983, en la que analiza las principales disposiciones de Bolívar sobre la justicia y distingue entre los conceptos de libertad e independencia. La independencia, nos dice Polanco, correspondía a la ruptura con España, pero la libertad atañe a las personas en la paz. Inspirado en Montesquieu, insistía el Libertador en la institucionalización de la justicia y en la imprescindible separación de poderes. Dice así: “la administración de justicia es el instrumento fundamental de la libertad ciudadana, y la más importante de la teoría política bolivariana”. El pleno goce de independencia del poder judicial es, para este Bolívar del que nos habla Polanco, el sostén de la libertad que asegura “la honra, la vida y la fortuna de los ciudadanos”.

Estos estudios preliminares componen una colección de obras breves, iniciadas en 1970, que culminan en Simón Bolívar: Ensayo de interpretación biográfica a través de sus documentos (1994), la biografía más documentada sobre el Libertador que hasta el momento tenemos. Es muy notorio el espíritu de continuidad con que trabaja Polanco, y cómo con perseverancia y profundización va construyendo sus biografías que comienzan a veces por breves artículos y terminan en obras exhaustivas. Así ocurre también con los libros dedicados a Miranda que se inician en 1973 y finalizan en la biografía de 1996. O con Paéz, en 1982, que llevará a una de sus últimas producciones, José Antonio Paéz, fundador de la República, de 2000. Su obra es la de un lento arquitecto que, paso a paso, eleva desde las bases monumentales edificios.

Entre varios títulos breves y artículos de difusión destaca Historia de Caracas, cuya intención, dice el propio autor, es que “el lector, rápidamente y sin mayor esfuerzo, se dé cuenta de cómo ha sido Caracas a través del tiempo… Procuramos insistir en la esencia de la conducta de la gente, manifestados en sus expresiones mejores y sinceras, como lo son, la forma de vivir, lo que dicen los periódicos, los edificios que se construyen y las maneras de actuar de los gobernantes y viceversa”. Inició así un proyecto de historiar lo cotidiano, el progreso urbano, las maneras de convivencia, las relaciones entre representantes y representados, tan necesario para la comprensión de la vida civil venezolana.

En el género biográfico Polanco se sitúa, sin duda, en un lugar incuestionable. Sus biografías responden a la iluminación del personaje, sin “querella criminal contra el biografiado ni tampoco un panegírico del mismo”, al decir del autor. Los primeros títulos, Un pentágono de luz, Once maneras de ser venezolano y Un libro de cristal”, recogidos entre 1982 y 1989, reunen siluetas que ya anuncian al biográfo en densidad que veremos en Gil Fortoul: una luz entre sombras; El general de tres soles, acerca de Eleazar López Contreras, y sobre todo en Juan Vicente Gómez: aproximación a una biografía, así como en las obras de sus últimos años ya citadas, a las que hay que agregar la dedicada a Antonio Guzmán Blanco. Quisiera insistir en la particularidad de Polanco en la elección de personajes y temas que reiteran su visión civilista de la historia. En el primer trabajo sobre Miranda, por ejemplo, estudia su biblioteca; en Paéz, su conexión con lo venezolano; en Mariano Montilla y Pedro Gual, las vicisitudes de la administración de la diplomacia. Si bien los estudios más densos se refieren a los más importantes hombres de poder de nuestra historia, y recoge también breves apuntes sobre un buen número de presidentes, como de hecho ha sido usual entre nuestros biógrafos, es fundamental destacar su interés en resaltar a venezolanos de figuración civil e ilustrada, tales como pensadores, historiadores, filosófos, educadores, religiosos, diplomáticos, e incluso empresarios. Construye así los perfiles de Briceño Iragorry, Augusto Mijares, Carlos Felice Cardot, Caracciolo Parra Pérez, Monseñor Sánchez Espejo, Caracciolo Parra León, Eugenio Mendoza, profundizando en dos escritores, Pedro Emilio Coll y Arturo Uslar Pietri, con cuya biografía literaria de 2002 concluyen su vida y sus libros.

De Tomás Polanco Alcántara podemos decir las mismas palabras que él usó para referirse a Augusto Mijares: “Toda la obra está consagrada a demostrar la existencia de esa tradición civil, de ese ideal republicano, de esa convivencia pacífica y constructiva”.

En esta tradición quiero sentirme unida y en ese espíritu ofrezco mi mejor empeño para las responsabilidades que esta Academia quiera delegarme.

Referencias

Finkielkraut, Alan y Sloterdijk, Peter (2003). Les battements du monde. Paris: Pauvert/Arthéme Fayard.

Glucksmann, André (2002). Dostoievski en Manhattan. Madrid: Taurus.

Lovera De Sola, Roberto (1991). Tomás Polanco y sus libros. Caracas: Publicación del Escritorio Polanco, Asuaje y Mármol. Con Bibliografía de Tomás Polanco Alcántara (1948-1990) preparada por Inés Regalado.

_____________________. Actualización de la bibliografía de Tomás Polanco Alcántara. Inédita.

Torres, Ana Teresa  (2004). “Las tentaciones de la conciencia”. En Revista El Puente. No. 2. Caracas, agosto 2004. pp 45-46.