Literatura y país. Reflexiones sobre sus relaciones

Simposium Literatura venezolana hoy. Centro de Estudios Latinomericanos. Universidad Católica de Eichstätt, Alemania. 31/01/96 – 03/02/96

1996, Eichstatt,1 2

Simposium Literatura venezolana hoy. Centro de Estudios Latinomericanos. Universidad Católica de Eichstätt, Alemania. 31/01/96 – 03/02/96

Ha sido en múltiples ocasiones motivo de discusión el fenómeno de que la literatura nacional constituye en Venezuela un objeto de escasa visibilidad, y en general el tratamiento del tema ha estado sometido a la perspectiva de una doble tentación. Por un lado, satanizar a la sociedad vulgar e inculta que rodea al escritor, en la cual éste se sitúa por encima de ella para mirar hacia una mítica tierra literaria, desde luego, intemporal, de la cual se siente nativo y habitante fantasmal, y en cuyo caso extremo la relación literatura-sociedad ni siquiera debe plantearse. Por otro lado, satanizar a la literatura considerando que muchas de sus apreciaciones y lenguaje esteticistas establecen una retórica de alejamiento por parte de aquellos a quienes nada preocupa la realidad que los rodea, y en cuyo caso extremo se remonta a la inquisición de los escritores como ciudadanos desafectos al país. De estas dos tentaciones, estoy convencida, no es fácil salvarse y mi propósito es, precisamente, el intento de deliberadamente dejarlas a un lado para desarrollar unas reflexiones fragmentarias acerca de la relación entre el fenómeno literario y el contexto sociopolítico en el cual surge.

Si bien pienso que la existencia de una vida paralela entre la sociedad y la literatura venezolana no constituye una novedad y que una investigación podría encontrar raíces remotas en su origen, concentraré el tema en el período contemporáneo[1] que a grandes rasgos puede establecerse así:

1) De 1958 a 1968. Derrocada la dictadura perezjimenista, se instaura la democracia representativa caracterizada por un Estado que emite un discurso populista ya que, definiéndose como pluriclasista, defiende los intereses de la clase dominante -consolidada como burguesía unos treinta años atrás-, la cual ejerce el poder a través de la mediación de los partidos políticos legitimados por el voto. Poco después de haberse iniciado la presidencia de Rómulo Betancourt, se produjo la irrupción de una vanguardia político-militar de contenido marxista que intentó la toma de poder mediante la lucha armada, la cual contó con el apoyo de gran parte del movimiento intelectual y artístico. La producción literaria de este momento, calificado como la «década violenta», recibió la designación de «literatura de la violencia».

2) De 1968 a 1983. Derrotado el movimiento revolucionario, el presidente Leoni inicia la llamada «política de pacificación» puesta en práctica por su sucesor Rafael Caldera, la cual tuvo un especial énfasis en la neutralización política del movimiento intelectual. Se crearon las principales editoriales estatales, además de que el Estado destinó fondos muy superiores a lo que había sido el tradicional presupuesto de los organismos culturales. En ello, además de la mencionada política, obviamente incidió el aumento inusitado del ingreso petrolero, que dio origen al despliegue de lo que se llamó «la Gran Venezuela», y al crecimiento de la corrupción administrativa y empresarial a cotas inesperadas.

De este momento calificado como «la década miserable», fue muy representativo un tipo de producción literaria -particularmente la de los setenta- que fue después considerada como «incomunicada» o «imposible»[2].

3) De 1983 hasta el presente. Este tercer momento se inicia con la crisis de la deuda externa contraída en el anterior, que junto a la caída del precio petrolero, produjo en 1989 un cambio de la política económica populista y clientelista hacia un proyecto neo-liberal, impuesto por el FMI y calificado localmente como el «Gran Viraje». En él se produjeron los hitos de conmoción de la vida republicana, señalados en la desobediencia social del 27 de febrero de 1989 y los dos intentos de golpe de Estado en 1992. Se caracteriza por una erosión sostenida de la economía, y otros signos de deterioro tales como el descenso de los niveles de lectura -Venezuela ocupó el penúltimo lugar en un estudio de la Unesco-, el colapso de la salud pública, la pérdida de credibilidad en el sistema político y el auge delictivo en todos los estratos sociales.

La producción literaria, abundante y variada, no ha sido aún calificada en su conjunto, probablemente por la heterogeneidad que la caracteriza[3]. Por otra parte, la recepción de la misma en los medios de comunicación ha ido sensiblemente disminuyendo, y una contabilización del centimetraje de prensa y de minutos de televisión, arrojaría probablemente cifras muy elocuentes en cuanto a su ausencia social. Sin embargo, es necesario destacar que durante este período han tenido lugar eventos literarios de diverso orden y alcance, así como la inauguración y consecución de la Feria del Libro de Caracas, y una revitalización de la editorial Monte Avila y de otras editoriales del Estado que, aun cuando enfrentan difíciles situaciones financieras, han consagrado esfuerzos para acortar la distancia entre los libros y sus posibles receptores.

Primera aproximación: la travesía del desierto

Con frecuencia pienso en la sociedad venezolana como un desierto. Busco en ella las señales de su pensamiento y de su creación y no las encuentro. Atravieso las calles, leo la prensa, no he dejado por completo de ver televisión, escucho a la gente, cambio de escenarios, y me sobreviene esta desagradable sensación de desierto. Las señales existen pero no son visibles.

Veo a los investigadores, a los creadores, entre ellos los escritores, por supuesto, como solitarios caravaneros que de vez en cuando se encuentran y, defendiéndose del viento y de la arena, comentan en voz baja algún libro, y luego siguen su camino hacia un punto perdido del horizonte. De vez en cuando los caravaneros son convocados a algún encuentro -pocos, ya que diseñados con cierto estilo empresarial resultan muy costosos, pero, al fin, propician diálogos que no dejan de ser interesantes- y de nuevo el sol abrasa sus pasos errantes. Quizás igual ocurra en otras partes y sea mi imaginación la que me hace suponer oasis mejores, pero en todo caso es este lugar el que me concierne.

El asunto es aquí evitar la doble tentación que señalé al principio. No transformar el fenómeno en un problema de ángeles y demonios. Los maravillosos escritores rodeados de lectores salvajes. Los ávidos lectores desasistidos por evadidos escritores. O las explicaciones que pareciendo causas son diferentes lados del mismo fenómeno: «El Estado no desarrolla una política del libro. Los libreros no saben el oficio. Los editores son mezquinos. No hay crítica. No se promueve la lectura. Se enseña mal en la escuela. Alguien, sabiamente, concluirá: es que aquí la gente no lee, en cambio, en Argentina…»

La circunstancia de que la literatura y la sociedad hagan vida paralela no es, como se quejaba un crítico, una falta de «amor» por parte de la sociedad hacia sus escritores. En esos términos también podría preguntarse si los escritores aman a su sociedad o si se aman entre ellos. El problema está en lo que nos envuelve a todos, el desierto. No se trata, por supuesto, de la penetración del mercado ni de la competencia con otros medios de expresión y entretenimiento. Tampoco de reivindicar tiempos mejores en los que el escritor estaba a la vanguardia de las ideas. Y desde luego me aparto de la polémica acerca de si la literatura es para las minorías o las mayorías porque esa distinción ha adquirido múltiples sentidos en la sociedad contemporánea.

El problema puede centrarse a partir de la generación de los discursos culturales. Cualquier sociedad necesita de señales para leerse, no puede leerse a sí misma, y ésas señales son emitidas desde distintos discursos que producen una cierta interpretación. En la posible lectura de la sociedad venezolana, pienso, a riesgo de ser calificada de pesimista, que existiendo el discurso literario en sí, no sale de sí mismo, y, más allá de que el acto de escribir represente una razón de ser para quien lo ejecute, queda, a mi modo de ver, planteada la cuestión. ¿Por qué ocurre? ¿Tiene esto consecuencias? ¿Deja algún vacío? Desde el punto de vista de la escritura, ¿qué efectos produce en ella la ausencia de diálogo?

Es obvio que la falta de lectores es determinante pero dentro del circuito de lenguaje que recorre el discurso social, ni siquiera es necesaria la lectura de un libro por el lector concreto para que ese libro sea leído. Citaré a Rómulo Gallegos y a otro que aún causará más espanto: Andrés Eloy Blanco. Es improbable que todos y cada uno de los ciudadanos de su generación los hayan leído, pero su obra los lee a ellos; nos lee, en un cierto momento de la historia, lo queramos o no. Son, por supuesto, autores cuyo peso político, especialmente en el caso de Gallegos, no puede ser obviado. El discurso político los acompañó, o mejor dicho, ellos lo escribían, eran parte de él. El poder es implacable. Nos acompaña desde antiguo. El hombre de poder, o en el poder, o cercano al poder, tiene una fuerza irresistible para esta sociedad. El discurso del poder invade la escena de modo tal que arrastra consigo todas sus manifestaciones. Hago una conjetura: la literatura venezolana encuentra sus momentos de vigencia social cuando está con el poder o contra el poder.

Segunda aproximación: en la cueva del monstruo llamado compromiso

La producción literaria de los sesenta, además del calificativo de «literatura de la violencia» ya mencionado, fue mayoritariamente contestataria del poder y recibió también el calificativo de «comprometida»; me gustaría revisitar este compromiso en cuanto a sus efectos posteriores. Pasado el tiempo, la interpretación que se hace del período parece apuntar a que los escritores escribían entonces de alguna manera obligados a consignar un determinado ideario político, en este caso, comunista, o al menos que su producción estaba signada por la falta de libertad. No puede olvidarse que durante este momento el discurso social y político vivía una confrontación y la literatura se hizo presente despertando entusiasmo y rechazo. Muchos escritores eran -para utilizar la clasificación de entonces- de izquierda y encontraban una coincidencia entre sus ideas, sus aspiraciones, y la situación del país. Suponer que se escribió entonces bajo un estado de conciencia supeditada es hablar desde el lugar de quien ha adquirido para sí la garantía de una conciencia libre de mediaciones.

La subversión del sistema, el fervor que había inspirado la revolución cubana, eran signos de la época. Los escritores los leyeron -con pasión, porque su contexto, a diferencia del actual, era apasionado-  y en algunos casos, cuando tuvieron participación personal, los testimoniaron. Ejemplo: Eduardo Liendo, Angela Zago. Pasado el momento fueron derivando hacia otros temas. Ejemplos: Rafael Cadenas. Adriano González León. Tanto el poema Derrota como la novela País portátil constituyeron no sólo hitos de transparente valor literario sino emblemas identificatorios de un momento y de un país.

En Venezuela el término de compromiso adquirió proporciones desmesuradas. Los jóvenes escritores heredaron el estigma de que sus antecesores habían estado «comprometidos». ¿Con qué? ¿Contra qué? La sociedad casi que lo había olvidado y la literatura seguía luchando contra un monstruo del que hablaban los antiguos y cuya cueva había que evitar para no ser devorado. Era necesario luchar contra el totalitarismo de las conciencias. La verdad es que no hubo nunca comunismo en Venezuela. La revolución pasó, como todo lo nuestro, fugazmente. La lucha política transcurrió dentro de la democracia representativa, y, reconocida la derrota por sus líderes, el asunto terminó. Pero compromiso fue, y sigue siendo, una palabra que adquirió dimensiones de repudio a toda manifestación literaria que de alguna manera tocase la realidad circundante. Hablar de la realidad se tornó algo «comprometido». Sin embargo, por esos equívocos que juega el lenguaje, la obligatoriedad de escribir sin compromisos de ninguna especie, se convirtió en el mayor de los compromisos: el compromiso de escribir sin compromiso.

La calificación de «literatura de la violencia» es de una connotación negativa tan obvia que parece pueril; pero no lo era en un país que se vio inundado por el canto a la falsa democracia. El discurso político se encargó de enceguecer al ciudadano. De ocultarle que bajo una aparente paz social comenzaba a fraguarse el más violento de los despojos. La condena de la violencia, de la posición antidemocrática de los que habían intentado subvertir el sistema, fue una losa que cayó sobre todo aquel que osara hablar de la realidad. El pensamiento acerca de la realidad social por parte del escritor adquirió la condición de contaminación indeseable, posición que desde luego no se evidencia en otras literaturas latinoamericanas del período. Sin embargo, y es muy interesante acotarlo, durante los setenta se continuaron produciendo obras, particularmente novelas, totalmente contextualizadas en la realidad social, pero quizá la literatura había entrado en una centrífuga que arrastró consigo todo el conjunto.

El repliegue de los intelectuales, la maldición del compromiso, la búsqueda del texto sin referentes, acompañó al discurso político. La literatura no estaba ni con el poder ni contra el poder y perdió vigencia social. El discurso literario no se sostuvo con una vigencia propia.

Tercera aproximación: la nostalgia del Magic Kingdom

El mito de la Gran Venezuela rebasó toda expectativa. Por un momento, los venezolanos deliramos ante nuestra propia realidad, y todos parecíamos vivir en el Magic Kingdom. No duró mucho pero en el momento en que se produjo parecía abarcar toda nuestra realidad, toda nuestra historia, todo nuestro concepto de nosotros mismos. Anoto que una joven escritora, quien era una niña para ese momento, me comentó una vez que la referencia de su infancia era la ausencia de Miami, a donde no pudo ir por falta de recursos. Miami, pues, pasó a ser parte de nuestro pasado insatisfecho. Escribirlo entonces, pienso ahora, hubiera sido imposible. Fue necesario que pasara el obsceno deslumbramiento para que nos despertáramos, restregáramos los ojos, y comprobáramos que Caracas no era la ciudad dorada que parecía ser.

La estética de aquellos años, necesariamente, repugnaba al intelectual. Replegarse de lo que acontecía era casi un gesto de distinción. Y la literatura se hizo distinguida, inaccesible, inconsumible. Ante la exaltación de la riqueza la literatura se negó a ser objeto de consumo. Se negó a ser devorada por aquella máquina de vomitar dólares en que se convirtió la sociedad venezolana, y prefirió profundizar su exilio. Su borradura. El texto incomunicante constituye, en el fondo, un signo de la época, aunque ciertamente de lectura muy retrospectiva. El horror del realismo, del vernaculismo, si se quiere, es no sólo o no tanto un criterio literario. Más vernáculos que Bryce, o Rulfo o Onetti es difícil encontrarlos y han sido muy admirados. Se produjo un horror ante nuestra realidad inmediata, que quizás late detrás de la desconfianza del escritor a presentarse a sí mismo, rasgo que el crítico Juan Carlos Santaella (1991) ha considerado como característico del ensayo y la narrativa del período.

Cuarta aproximación: las señas de identidad

Esta desconfianza a presentarse, la negativa a tratar referencias demasiado inmediatas, a dibujar contextos demasiado reconocibles, han sin duda incidido en la conformación de una de las opiniones más frecuentes por parte de los lectores potenciales, como es la de que la producción nacional ha dejado de ofrecer señas de identidad y que, por consiguiente, transcurre en escenarios alejados y evasivos cuyo interés queda solamente para los especialistas. Al igual que el tema de compromiso, esta opinión merece interrogarse.

Por una parte, el discurso literario actual no puede remitirse a la confrontación de un discurso político de la misma manera en que lo hizo en los cincuenta y los sesenta. No porque el escritor quiera o no «comprometerse» sino porque no vivimos ya en una escena que genere bipolaridades. Por otro, las señas de identidad aparecen consignadas en los textos literarios y han ido adquiriendo transparencia progresivamente. Son visibles en una lectura que por un momento aparte la óptica del tratamiento formal y simplemente lea el contenido del texto en sí. No haré un inventario, que por otra parte sólo se apoyaría en mis gustos personales, pero sirvan de referencias entre los años setenta y los noventa, la primera novela de Carlos Noguera, Historias de la calle Lincoln (1971) y la más reciente de José Balza, Después Caracas (1995).

El tema de las señas de identidad atañe directamente a la polaridad de las representatividades, la representatividad de la realidad y de la ficción. Probablemente el pasado sigue pesando muy fuertemente en esto. Por un lado, el peso de la condenación del «compromiso», que sin duda se ata al realismo, el temor a que la literatura se convierta en crónica. Por otro, el peso de la ficción pura como ideal constituido a partir de ciertos criterios literarios, que en Venezuela, unido al experimentalismo del texto, creó la literatura «incomunicada» ya mencionada, y que produce el temor de ser completamente apartado por los posibles lectores.

La dicotomía realidad/fantasía, verosimilitud/imaginación, está quizá acercándose al límite de una polémica agotada. El camino de discusión entre si la literatura debe reflejar la realidad o producir un mundo diferente, puede no llevar a ninguna parte. Por un lado, la realidad no es reflejable como una totalidad ni el reflejo es otra cosa que la mirada del que la observa. Es decir, la lectura de un signo. Por otro, la posibilidad de producir universos fantásticos a través del lenguaje es de dudoso interés para un mundo en el que la realidad alterna y virtual constituyen fenómenos ya dados. La realidad y la ficción puras -si es que tales cosas existen- son aburridas para el ciudadano de fin de siglo que puede observarlas cotidianamente en la pantalla de su televisor o de su PC. La literatura no puede sino sostenerse sobre aquello que la constituye: la capacidad del lenguaje de decir más de lo que dice.

La escritura como espejo de la realidad o de la ficción choca hoy con medios más eficaces de construcción; no encuentro otro signo que el del espejo invertido. El del escritor como lector, como aquel que produce un discurso que tiene por efecto la lectura de otro, más allá de los referentes que utilice para construir el texto.

Como he repetido, esa lectura de signos está presente en buena parte de la producción contemporánea, aun cuando su visibilidad haya sido oscurecida por lo que consideraré a continuación, el desierto literario venezolano, que es muy particular. No bien los caravaneros salen de los pequeños oasis en que se observan las señales de la creación, éstas se desvanecen como si fuesen efecto del espejismo; el discurso social no las registra. Es un discurso opaco a las señas literarias.

Cuarta aproximación: la escena del poder

Ciertamente, durante la década de los setenta el Estado comenzó a repartir una pequeña cuota de sus inmensos ingresos en favor de la cultura y esto operó un efecto paradójico. Por un lado, es evidente que si no fuese por el apoyo estatal, la producción intelectual -incluida la universitaria- sería casi inexistente, de modo que no comparto la crítica ultraradical de considerar que los intelectuales fueron comprados y amordazados. Por otra parte es indispensable recordar que la mayoría de nosotros debe su existencia literaria al Estado. Lógicamente se creó una burocracia cultural, dentro de la política clientelista que ha caracterizado a todos los gobiernos, pero desde luego no será éste el peor de los males. El efecto que podríamos llamar perverso, lo encuentro más bien del lado de la definición de un coto privado que envolvió y aisló a la producción literaria. Puesto que el Estado era y sigue siendo el gran editor, ¿qué importaba que los libros se vendieran? Se exaltó no solamente la libertad de creación -que, repito, no estuvo nunca negada- sino la escritura como una actividad que el Estado estaba dispuesto a pagar para el consumo de los interesados.

A través de lo que López Ortega (1995) denominó la «estatización de la clase intelectual», se construyó una reserva donde la literatura pudiera existir sin mezclarse con su contexto y esto ha obstaculizado la posibilidad de que sus protagonistas encuentren espacios alternos de comunicación no sólo con el mundo exterior sino entre sí. El Estado paga la literatura, y también la reparte, la organiza, la convoca. La estatización, además, ha terminado por moldear una matriz de opinión según la cual el escritor, el intelectual en general, es un parásito, lo que es permanentemente refrendado por los medios de comunicación que destacan como su problemática única la solicitud de subsidios y los errores o aciertos de las políticas de distribución. Esto, sin duda, conforma la conciencia del intelectual como alguien que tiene por función primera luchar por esos subsidios, y segundo, lo descalifica como uno más de los clientes del Estado. Nótese además que la palabra «intelectual» ha sido borrada del discurso y cambiada por «sector cultural», de donde se desprende un efecto connotativo porque de alguna manera «sindicaliza» a los creadores y los coloca desfavorablemente ante la opinión pública.

En todo caso no hay que confundir el apoyo estatal -apoyo interrogado en la misma medida en que lo esté el porvenir económico del país- con la legitimación de la creación literaria por parte del poder, en cuyo ejercicio hay que incluir no sólo a los gobiernos sino también a la clase que lo ejerce. Ha habido dinero para la literatura, y todavía lo hay, pero eso no significa que la creación literaria nacional forme parte del discurso valorativo y allí reside una de las claves para entender su desencuentro. En esto, la clase dominante, que por definición domina, ha jugado un papel decisivo, no sólo al excluirla del medio más importante, la televisión, sino al conformar a través suyo una sensibilidad rebajada ante toda apreciación estética o informativa. Por otra parte, la influencia ejercida sobre las capas medias con poder adquisitivo ha sido también significativa. A excepción de algunas actividades artísticas y musicales que han recibido ayuda y son consideradas signos de prestigio, el discurso dominante no incluye la literatura nacional salvo por el traslado del otrora valor singular y emblemático de Gallegos a Uslar Pietri.

Desde el punto de vista económico, el sector empresarial de gran capital no ha invertido un céntimo en ningún ramo relacionado con la industria editorial. Nunca, a pesar del discurso repetitivo acerca de la necesidad de la educación, alguien habrá visto un comercial en que un personaje lea un libro. Nunca algún representante conspicuo de Fedecámaras legitimó la literatura nacional mediante la ayuda a la creación literaria. Sólo últimamente ha comenzado el apoyo privado a la investigación científica e histórica, pero en términos generales, el poder, definitivamente, no ha encontrado ninguna necesidad de establecer las señales de la creación intelectual, y literaria, en la escala de su discurso; en parte porque históricamente las clases dominantes no las consideraron nunca entre sus emblemas; en parte porque el período de los sesenta -como ya comenté- las dejó calificadas como peligrosas, y en parte, y sobre todo, por la propia base económica de la sociedad. Una burguesía enriquecida sobre la renta petrolera, sin esfuerzo propio, convertida en una clase importadora-ensambladora, impuso como valor fundamental la voluptuosidad de la sustitución incesante del objeto.

Última aproximación: el desierto al fin

Es de suponer que una democracia, a diferencia de un régimen totalitario, permite un discurso múltiple. En el régimen totalitario, el discurso que se aparta del unívoco es considerado disidente. No sé si la palabra disidente estaría del todo bien aplicada para designar a aquellos que en el conjunto social venezolano encuentran una referencia en la literatura, pero no sería del todo abusiva. El discurso de la democracia representativa lo encuentro bastante unívoco. La libertad de expresar su pensamiento y sus creaciones, no hay duda, los creadores la han tenido. El obstáculo es dónde. Porque el espacio para que el creador, el escritor en este caso, exponga su creación no es otro que el espacio social y ese espacio está copado por el poder. En él ha ocurrido algo que podría llamarse erosión de la palabra, y que afecta, al menos, tres campos que se constituyen en el lenguaje: la memoria, la identidad y la ley.

Le erosión de la ley. En forma sistemática la ley se ha venido violando durante al menos dos generaciones. La violación ha sido impune y sustentada por el poder, legitimada por el poder. La ley no es otra cosa que un contrato social, y un contrato no es otra cosa que lenguaje: palabras, simples palabras, las mismas que utilizamos para escribir una novela o un poema. La ley violada como parte de la vida cotidiana, como forma de ser, como constitución del discurso social, va destruyendo el poder significante del lenguaje. Lo que se dice, lo que se escribe -lo sabe muy bien el ciudadano común- no significa nada. El signo escrito es una trampa más, el signo hablado una mentira. No hay nada detrás de las palabras. Hay un vacío significante. Una impostura.

Creer en la literatura pasa por el trámite de creer en el valor del lenguaje como mediación entre los sujetos. Leer un texto literario supone, al menos, la creencia de que en sus palabras otro intenta comunicar una verdad en el sentido subjetivo del término. Leer supone que al otro lado del texto el lenguaje convoca a un lugar fuera del vacío y la impostura.

La erosión de la memoria. En lo que al lenguaje se refiere, el populismo ha tenido un efecto erosionante sobre la memoria cultural. La memoria de la cultura de un país no es por supuesto enseñar a los niños interminables y abominadas listas de escritores. Consiste en sostener como hecho de valor legitimado el proceso cultural de una sociedad a lo largo del tiempo. Pero esto no era posible por diversas razones. No sólo porque la permanente renovación de espacios materiales y proyectos institucionales fue una fuente de extraordinarias corruptelas, el discurso populista, para sustentar su legitimación, necesitaba convencer al ciudadano de que vivía en el mejor de los mundos posibles y de que cualquier recuerdo lo llevaría a escenarios de oprobio, violencia y atraso. Nada había detrás, más que dictaduras y opresiones. Se confundió el signo de los gobiernos con la sociedad misma. La ideología de los gobernantes con la producción cultural de su época. Se fragmentó la memoria cultural colectiva, se borraron nombres y se destacaron los que convenían. Se procedió a la erosión del vestigio. La vergüenza del pasado. La reducción al inmediatísimo presente. Lo pasado siempre olía mal, era lo caduco, lo decadente, lo despreciable. Se ha dicho muchas veces que el venezolano es amnésico; más bien, enseñado a no querer recordar, conducido al desgarramiento simbólico de la memoria, que ha terminado por arrojarlo solo, en medio de una realidad que le resulta incomprensible, brutal, y en la que debe caminar a ciegas. Las señales culturales requieren, inexorablemente, de la memoria; el instrumento para trazar cadenas simbólicas, para permitir la coherencia, para iluminar ese campo tan precario de la identidad.

El tiempo se concretó en un presente que no bien aparecía ya era pasado. Lo que llamé más arriba la voluptuosidad del cambio incesante medió entre el sujeto y sus deseos. En otros términos, el pensamiento, reducido a la instantaneidad, olvidó no solamente el origen sino también el destino.

Leer un texto literario supone la posibilidad de entrar en un mundo con sus propias leyes, su propio tiempo, su propia causalidad, y en el que todo aquello que ocurra lo hace dentro de una temporalidad interior. Leer un texto literario no exige recordar pero sí solicita del sujeto una dimensión en la que el tiempo no esté circunscrito al momento inmediato.

La erosión de la identidad. El sujeto no se nombra a sí mismo sino desde el Otro. En el lenguaje, el discurso social sitúa y define la posición del sujeto. Le da nombre, valoración, motivaciones, deseos. Si la identidad es revertida por el discurso social como construcción simbólica, es decir, como consecución de aquello que yo soy o quiero ser, como constitución de una subjetividad, ese sujeto en cuestión puede vincularse al hecho de cultura, que es, fundamentalmente, simbólico, y particularmente el literario. Pero he aquí que se planteó una violenta y masiva sustitución del símbolo por la cosa en sí. Se presentó la identidad como construcción imaginaria de un sujeto que es-lo-que-la-cosa-es. Hemos llegado a su última consecuencia: se puede matar a los doce años para tener los zapatos de marca porque tenerlos es en sí ser el objeto valorado. Como ejemplo de cosificación es difícil ir más allá. Esto ocurre en los niveles de extrema pobreza, pero en las capas medias, ésas de donde puede salir el potencial lector, se han producido situaciones del mismo signo.

La valoración típica de la clase media en cuanto a aspiraciones de progreso a través de la educación y el conocimiento, que si bien en sí mismos no garantizan un acercamiento al discurso literario, sí son en todo caso elementos indispensables, se fue minando porque se presentó el enriquecimiento inmediato y corrupto como la mejor forma de ascenso social. Las señales de la cultura que para la clase media de los años cuarenta y cincuenta representaron elementos de prestigio, de valoración social, de utilidad, fueron borradas, y transformadas en espectacularidad engañosa, en parada y parodia de la cultura. La misma educación académica ha sido planteada no como un medio de superación del individuo sino como la obtención de una patente que le permitirá acceder a ciertas prerrogativas. Lo particular del caso fue que esta erosión ocurrió violentamente, masivamente, sobre una clase media que había desarrollado una escasa tradición y no tenía recursos suficientes que oponer. Entre el proceso de alfabetización que llevó a cabo el primer gobierno de Acción Democrática y la Gran Venezuela no llegaron a transcurrir ni quince años; ni siquiera el tiempo de una generación etárea.

Leer un texto literario requiere del sujeto una mirada que lo aparte de la cosa-en-sí, de una cierta distancia entre él y el mundo inmediato. De una cierta proposición del orden simbólico como terreno para los deseos, las aspiraciones, las identificaciones, la construcción de sí mismo, en fin.

La literatura encuentra hoy un terreno erosionado para revertirse pero el hecho mismo de que exista y de que la creación no se haya paralizado, a la vez que se diversifica, indica su presencia firme. En la incertidumbre del presente estamos todos. En ella cada escritor podrá situarse de la manera que juzgue mejor.

BIBLIOGRAFIA

Carvallo,Gastón. 1991. Una visión de coyuntura del sistema político venezolano. Cuadernos del Cendes 17/18. Caracas, Abril/Diciembre 1991. Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela: 269-292.

Folios. Revista de Monte Avila Editores: Caracas. Diciembre 1993.

Jaffé, Verónica. 1991. El relato imposible. Caracas: Monte Ávila/Celarg.

López Ortega, Antonio. 1995. La sociedad no tiene quien la piense. El Nacional. Papel Literario. Caracas, 5 de Noviembre de 1995.

Santaella, Juan Carlos. 1991. La literatura y el miedo y otros ensayos. Caracas: Fundarte.

Notas:

[1] Una visión global de los procesos políticos y la producción literaria, puede verse respectivamente en Carvallo, Gastón (1991) y Folios, Revista de Monte Avila (1993).

[2] Véase entre otros a Rodríguez Ortiz citado en Santaella (1991); y Jaffé (1991).

[3] El crítico Juan Carlos Santaella intentó unificar a la narrativa bajo el título de «neo-románticos» pero él mismo parece haber desistido de su designación.