Mi paso por la escuela de psicología

I Jornadas de historia de Psicología en la UCAB. 60 años de tradición y compromiso.

Mesa inaugural de conferencias: Espíritu fundacional. Con Tomas Straka y Agustín Moreno.

Ucab, 20 de noviembre, 2017.

La propuesta de los organizadores de este evento no es tarea fácil, me piden remontarme a 1964, 53 años atrás. Aunque no creo que pueda dar un testimonio detallado de lo transcurrido durante mis estudios, que tuvieron lugar entre 1964 y 1968 –la carrera era entonces de cuatro años–, algunas imágenes parecen quedarse en la memoria para siempre y nos apuntalan los hitos de nuestra existencia. Pasado este tiempo, estos 53 años de historia venezolana y de mi vida, en los que nada parece permanecer, sigo viendo con claridad a un grupo de muchachas conociéndose el primer día de clases en un patio del antiguo colegio de los jesuitas, en la esquina de Jesuitas a Tienda Honda, entonces primera sede de la Universidad Católica Andrés Bello. Curiosamente no guardo otras imágenes visuales de ese primer año, todo lo demás me remite al modulo 3 de la sede de Montalbán, adonde nos mudamos al inicio del año académico 1965- 1966. La universidad no contaba entonces con todas las dependencias actuales pero sin duda era ya un recinto universitario en toda regla.

Esas jóvenes cuya imagen recuerdo en nuestro primer encuentro en la esquina de Jesuitas, eran la mayoría muchachas recién salidas del colegio, sorprendidas, un tanto perdidas, desconcertadas, quizás, ante la coyuntura de convertirse en mujeres universitarias, lo que no era entonces tan común. Según la investigación Mujeres latinoamericanas en cifras 1, llevada a cabo en Venezuela por Magaly Huggins y Diana Domínguez, para el período comprendido entre 1960 y 1966 la matrícula universitaria mostraba que solamente 31% a 36% eran mujeres. En eso la carrera de Psicología se diferenciaba netamente del patrón general. A simple vista en aquel salón las chicas superábamos a los chicos por amplia mayoría.

Tanto la aparición de la psicología como carrera universitaria a fines de la década de los 50, como el hecho de que un tercio de los estudiantes de la educación superior fuesen mujeres, no son hechos aislados ni casuales. Por supuesto que no tenía entonces la claridad para entender la relación intrínseca entre democracia y progreso; simplemente veía el mundo con las limitaciones de mi corta experiencia y escasas lecturas, y me parecía que la promesa de modernidad se estaba haciendo verdad ante mis ojos. ¿Qué veía? Pues veía que el número de universidades había crecido notablemente, y que en las aulas de la que yo estudiaba se mezclaban las clases sociales, las procedencias y los géneros. Veía que lo que después supe se llamaba movilidad social era un hecho incontestable; veía que el país se podía cruzar por nuevas vías de comunicación y se inauguraban grandes obras de infraestructura; veía que los jóvenes nos divertíamos sin temor a la inseguridad y que se transformaban los rígidos códigos morales; veía que nacían instituciones culturales y podíamos disfrutar de cine y libros cosmopolitas; veía instituciones de salud y educación dirigidas y atendidas por profesionales insignes, que pretendían políticas públicas importantes e inclusivas; veía dos grandes partidos políticos, a ninguno de los cuales pertenecí, de los que nos burlábamos bastante, pero, al mismo tiempo, nos ofrecían una democracia sólida en un continente que parecía no serlo tanto. La solidez era un concepto muy importante. Una sensación de pisar firme. En fin, mi generación vivía la utopía de la modernidad, y esa vivencia está firmemente asociada a esos años universitarios. Afuera había un país que nos estaba esperando, o por lo menos así nos parecía, y nos acompañaba la certeza de que los conocimientos que íbamos a adquirir conformaban un instrumento para contribuir al alcance de esa modernidad anticipada. La psicología, además, era una novedad; es decir, no formaba parte de las carreras tradicionales, ingeniería, medicina, derecho, asignadas mayoritariamente a los varones. Era un campo nuevo en el que las mujeres nos podíamos mover con más agilidad y suponíamos que menos cortapisas.

Antes de hablar de la experiencia de aquellos años quisiera hacer un comentario acerca de mi escogencia. Inicialmente me inclinaba por estudiar Letras, pero una gran amiga de infancia, algo mayor que yo, Mora Alexandre, que fue luego instructora de prácticas de Psicopatología, había comenzado la carrera y cuando me enseñó el pensum, lo vi como la oferta más atractiva que hubiera podido imaginar. Estas eran las asignaturas:

Primer Año: Psicología general, Introducción a la Filosofía, Biología, Matemáticas, Neurofisiología, Pedagogía general.

Segundo: Psicología diferencial, Psicología evolutiva, Antropología, Sociología, Estadística, Didáctica.

Tercero: Psicopatología e Higiene Mental, Psicología social, Psicología de la personalidad, Teoría y Práctica de Tests, Psicología educacional y teoría del aprendizaje.

Cuarto: Sistemas psicológicos, Psicología dinámica, Psicología clínica I (diagnóstico), Psicología clínica II (terapia y prácticas profesionales), Psicología industrial, Orientación profesional, Ética profesional, Tests proyectivos.

La psicología era una disciplina todavía en transición de la filosofía –que fue su origen– a las ciencias sociales, y al mismo tiempo estaba muy determinada por la psiquiatría, es decir, la vía terapéutica. De hecho la escuela fue fundada por psiquiatras, Fernando Rísquez, José Luis Vethencourt, Luis Maggi Calcaño, de los que hablaré después. Tuvimos pocos profesores psicólogos, y menos psicólogos venezolanos, y menos todavía formados en el país, porque la escuela se había establecido recientemente, en 1957.

Hoy aquella formación resultaría completamente insuficiente, pero sus caminos eran precisamente los que me atraían, de hecho los que únicamente me interesaban, porque mi vocación ha oscilado siempre entre las humanidades y la terapéutica. De una vez lo que quería era cursar tercero y cuarto, aunque no dejaban de llamarme la atención materias como neurofisiología, biología, antropología, de las que no tenía la menor noción. La clínica de las enfermedades mentales era lo que verdaderamente buscaba, y las prácticas con pacientes reales, en hospitales psiquiátricos, que a algunos compañeros desagradaban, eran para mí el premio final a cualquier esfuerzo.

Lamento no recordar a todos los profesores que tuvimos, mencionaré los que tengo en la memoria, y que evidentemente fueron los que dejaron huella en mi futura actividad profesional. Comencemos por el principio. Aparece Raphael Bredy. Dos materias con el profesor Bredy en primer año (biología y neurofisiología) y otra en segundo (antropología) no era cualquier cosa. Era un médico humanista, un científico con preocupaciones filosóficas, y sobre todo, lo que más teme un estudiante, muy exigente. Nacido en 1918 en Puerto Príncipe} (Haití) vino a Venezuela en 1947 y murió casi centenario en las islas Canarias en 2016. Su labor docente se vio recompensada con la Orden del Libertador Simón Bolívar, la Orden Francisco de Miranda, la Orden San Gregorio Magno del Vaticano, la Orden Andrés Bello, la Orden Universidad Católica Andrés Bello, Profesor emérito de la UCAB, 2009. Pero en aquel momento, 1964, lo que los alumnos teníamos delante era un profesor de fácil oratoria, de clara expresión, y de mirada aguda para detectar quién no estaba prestando atención o quién había cometido la imprudencia de intentar copiarse en un examen. Uno de sus temas favoritos era la teoría de la evolución. Recuerdo un trabajo que le presenté en el que me atrevía a discutir algunas de sus afirmaciones, basada por supuesto en teóricos como Teilhard de Chardin que él conocía perfectamente, y aunque no estaba de acuerdo con mis conclusiones, me felicitó y me dio una nota alta porque consideró que mi escrito estaba bien razonado. Eso, creo, habla de lo que es un docente. Las clases del profesor Bredy fueron las bases que me permitieron salir adelante en la asignatura de Neurología en el posgrado. A diferencia de mis compañeros yo, por lo menos, sabía de qué estábamos hablando en las clases del profesor Tobías en El Peñón.

En psicología general y diferencial, y creo que en alguna materia más, el profesor Miret. José Miret Monsó, llegado de Barcelona en 1953, aunque no formaba parte de la primera oleada su nombre puede considerarse dentro del aporte del exilio español a la psiquiatría venezolana. Lo recuerdo perfectamente, con su fuerte acento catalán y su pequeña estatura, sentado sobre el escritorio con las piernas cruzadas. Nos dio varias materias, psicología general y psicología diferencial, entre ellas. Sentía una gran admiración por su compatriota el psiquiatra y psicólogo Emilio Mira y López, un autor bastante leído en aquellos años. Miret dejó una obra que no conozco, La autoridad paterna y el entendimiento con los jóvenes, lo que sin duda practicaba; era un hombre afable, que disfrutaba con las clases, o al menos así nos parecía, muy apreciado por los alumnos.

En evolutiva la profesora Margarita Dobles, costarricense. Era una psicóloga muy bien formada, creo que en Estados Unidos, y los conocimientos que impartía estaban absolutamente al día. Ignoro por qué estaba en Venezuela, y qué fue de ella después, pero tengo la seguridad de que todo lo que sé de Piaget me lo enseñó ella. La teoría del desarrollo infantil piagetiana tiene la virtud de que no ha sido rebasada por el tiempo, he podido comprobarlo en vivo con mis nietos.

Y por último, con respecto a los dos primeros años, el profesor Zaera. No recuerdo su primer nombre, solo que era español y estaba casado con una alumna de mi curso. La otra razón para recordarlo es que me raspó en matemáticas, que logré reparar con un modesto 12. Volvimos a vernos en estadística, en la que me desenvolvía mejor, y hasta cierto punto me gustaba.

Y así llegué a lo que verdaderamente estaba esperando, la psicopatología. Es una materia que me fascinó desde el primer momento y me continuó apasionando en el posgrado. Le debo mucho al doctor Luis Maggi Calcaño, profesor de larga y reconocida trayectoria docente, y particularmente en esta universidad. Su orientación teórica era la que entonces calificábamos de “organicista”, es decir, sostenida en el predominio de los factores biológicos en la etiología de las enfermedades mentales, y por consiguiente en su terapéutica. En ese sentido el profesor Maggi no era el ejemplo que yo quería seguir, pero era un clínico en todo el sentido de la palabra. Era un docente claro y puntual. Era alguien capaz de transmitir con sencillez y precisión las diferencias semiológicas entre una fabulación y un delirio; o entre una alucinación psicótica o toxica; y a saber reconocer en poco tiempo una esquizofrenia paranoide de una neurosis obsesiva. La psicopatología es la ciencia de distinguir con claridad un rasgo, un síntoma, un síndrome, un episodio agudo, un cuadro crónico. No es una disciplina estática, ninguna lo es, y con el tiempo los síntomas y cuadros psiquiátricos han conocido otras fronteras, pero siempre me pareció fundamental para un psicoterapeuta saber quién es clínicamente la persona a la que se pretende ayudar. Las primeras prácticas hospitalarias tuvieron lugar en tercer año, me resulta inolvidable la experiencia. Nos sentábamos en pequeños grupos en rueda mientras el doctor Maggi entrevistaba a un paciente del Hospital Psiquiátrico de Lidice, en el barrio Manicomio, llamado así porque ese era el nombre de las antiguas instituciones psiquiátricas. La subida hasta el hospital era escarpada, las dependencias no estaban en demasiado buen estado, y la enfermedad mental convivía con la pobreza, y como es habitual con la marginación. Aquella sala en la que Maggi interrogaba al paciente, escarbando los síntomas mientras esperaba su respuesta, y luego se volteaba hacia nosotros y nos señalaba los puntos en los que debíamos poner atención, me parece hoy como si hubiéramos estado con el maestro Charcot en La Salpetriere. A los completamente neófitos nos sorprendía, y en cierta forma incomodaba, y a veces asustaba, la manera directa y serena en que conducía el examen mental, que así se llama, y como se desplegaba ante nosotros la crudeza de la enfermedad. Psiquiatra y paciente se entendían y hablaban delante de su público; en algunos casos, dependiendo de la patología nos acompañaban unos fornidos enfermeros, por si las moscas. Supongo que con la tecnología habrá otras estrategias didácticas, pero aquella vivencia al desnudo me parece irremplazable. En 1967 Maggi junto con algunos colegas fundó la conocida clínica Casablanca y me invitó a trabajar allí como pasante; también fui su instructora de prácticas de la cátedra de psicopatología, aunque por poco tiempo.

Complementario con estos conocimientos era el aprendizaje de la teoría y práctica de test psicológicos. En la primera fase, es decir, en tercer año, se enseñaban las pruebas cuantitativas, tests de inteligencia, edad mental, etc., a cargo del profesor Luis Atencio Reyes, venezolano formado en Chile. Después, en cuarto año, las técnicas proyectivas, fundamentales para el diagnóstico clínico. Aquí aparecía Ascensión De Arruche, nacida en España y egresada de la primera promoción de psicólogos ucabistas; una profesora no necesariamente querida por todos, más dispuesta a ver las fallas que los aciertos, pero sin ninguna duda la psicóloga que en aquel momento sabía más del Test de Rorschach, una técnica diseñada en 1921 que sigue viva y en uso, hoy popularizada en las películas y series detectivescas. Arruche era capaz de pasar una tarde de sábado enseñando a un alumno a corregir un Rorschach –doy fe de ello–, tal era la pasión que ella misma sentía por el procedimiento y por la docencia. Mis segundas prácticas hospitalarias tuvieron lugar en el Hospital Militar, a cuyo departamento de psiquiatría ella pertenecía. En ese caso se trataba de un nivel superior al de la observación del examen mental conducido por Maggi. Ahora se le confiaba al alumno llevar a cabo el estudio psicológico (entrevistas, administración de pruebas, elaboración de informe) de algún paciente, por supuesto bajo la cuidadosa supervisión de Arruche. Creo que en esta descripción que estoy haciendo puede verse que el pensum obedecía a una excelente estrategia de prioridades y secuencias.

En cuarto año conocí a dos de las figuras fundamentales de la psiquiatría venezolana de aquellos tiempos, que ya mencioné, Fernando Rísquez, profesor de Sistemas psicológicos, y José Luis Vethencourt, cuya materia creo que era Psicología clínica I. Dos personalidades opuestas y ambas sorprendentes. Vethencourt, al llegar al salón daba un breve saludo, se sentaba, se ponía los lentes y comenzaba a leer en una voz casi inaudible de unas fichas escritas con una caligrafía incomprensible. Lo sé porque se las pedimos para copiar los apuntes y no lográbamos descifrarlas. Creo recordar que le pedimos permiso para grabar y de ese modo intentar transcribir y multicopiar las clases. Lo peor era que el contenido versaba principalmente sobre uno de los temas psicoanalíticos más enredados, las teorías de Melanie Klein, de modo que cuando llegué al posgrado el tema me era al menos familiar. Al doctor Vethencourt no le gustaba mucho que le preguntaran, prefería seguir leyendo sus clases, que eran un reto y al
mismo tiempo un privilegio; estábamos en presencia de lo que comúnmente se llama un sabio, pero que en la práctica quería decir un psiquiatra que inauguró la psicología criminal en Venezuela, y el primero en deslindar el concepto de sociedad matricentrada, que otros han desarrollado posteriormente, y que resulta una de las claves fundamentales para comprender el imaginario venezolano. Fernando Rísquez era lo contrario. Un hombre jovial, comunicativo, que
enseñaba con humor, con ironía, con teatralidad, y que había que seguir de cerca porque en ningún texto se encontraba lo que venía explicando, ni tampoco era fácil tomarle apuntes. Sus clases eran la suma de su experiencia clínica y docente y de sus variadas y desordenadas lecturas. Los psicólogos clínicos le debemos mucho, fue en el Hospital Militar, cuyo posgrado de psiquiatría y psicología, que no recuerdo si fundó pero en todo caso dirigió muchos años, donde comenzaron a borrarse los prejuicios y subestimaciones que muchos médicos tenían acerca de
esa nueva profesión.

La psicología industrial no era una materia que despertara mi interés en términos de su consecuencia profesional. No hubiese servido para esa especialidad, pero eso no impide mi reconocimiento a Jorge Foyta, psicólogo de origen húngaro que se arraigó en este país. Para mi sorpresa finalicé el curso con una buena nota, digo sorpresa porque no me parecía que le había dedicado demasiado tiempo a la asignatura, y resultó que sin darme cuenta era una materia
de la que aprendí, y que llegó a interesarme porque abría un campo totalmente nuevo, la presencia del psicólogo en el mundo laboral, que ahora es un área altamente especializada y de mucha demanda, y se conoce como especialistas en recursos humanos. Es precisamente el camino que tomó mi hija.

He dejado para el final una figura omnipresente, el padre Luis Azagra. Director de la Escuela, profesor de varias materias, y una persona siempre abierta a escuchar y orientar con sabiduría y con humor. Nos dio varias asignaturas de las que recuerdo especialmente Ética profesional, una materia fundamental, a la que se debe dar la máxima importancia. El lo sabía hacer sin grandilocuencia, con sencillez, pero clavando en el alma la honestidad para quien quisiera recibirla. Fue nuestro padrino de promoción. Según los datos recabados por el profesor José Miguel Salazar en 1968 egresamos 93 estudiantes de psicología por la Ucab. Diría que aproximadamente la mitad de los que ingresamos en 1964, cuando había dos turnos, diurno y nocturno, para los dos primeros años.

Hoy la Escuela de Psicología de la Ucab tiene un prestigio bien ganado. Es el fruto de haber empezado con buen pie y de haber sabido moverse con los tiempos y los cambios en las expectativas y necesidades de los estudiantes, de los futuros profesionales, y de la sociedad venezolana. Me siento orgullosa de formar parte de esta historia. Muchas gracias a todos.