El país como herida

Publicado en Prodavinci por Ana Teresa Torres · Caracas, 25 de julio de 2017

Manifestantes opositores en la marcha del 20 de abril de 2017. Fotografía de Leo Álvarez

 

 

¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan triste?

Virgilio Piñera, La isla en peso

Muchas cosas han cambiado en este tiempo. Sobre todo, la gente, las necesidades, los miedos, las heridas. Quizás también las ideas. Y los liderazgos, los objetivos políticos, la visión de Venezuela. En la ya casi remota era Chávez nos inundaba un imaginario utópico en el que, desde el gasoducto del sur hasta el satélite chino, la revolución nos llevaría más allá del porvenir. En la era Maduro las metas se han minimizado y pareciera que el logro más rotundo sería entregar un Clap mensual a cada familia revolucionaria, es decir, provista de su carnet de la patria. Es como si el país se hubiera redimensionado desde las proporciones gigantes de la imaginación a la miseria mínima del hambre y la escasez. Para aquellos que pusieron su fe y su confianza en la revolución bolivariana el golpe ha debido ser sorprendente y muy duro. Para quienes siempre vimos con pesar lo que estaba ocurriendo hay menos asombro, pero igual duele. El tiempo ha hecho su trabajo y muchos de los que empezaron esta lucha ya no están, o tuvieron que irse lejos, o simplemente fueron relevados por otros, y una, o quizás dos, generaciones de venezolanos nacieron en este trance. Así que nosotros, los que hemos sido agonistas y antagonistas, testigos y víctimas de esta tragedia, tampoco somos los mismos. Vemos un nuevo paisaje. Es lo que tiene el tiempo, coloca las cosas en su lugar.

Inicialmente los opositores nos dedicábamos a combatir la ideología del régimen, ahora es perder el tiempo. Ahora el problema no es ideológico. Es decir, lo es, pero en una medida insignificante, o si se quiere, en un plano diferente al que ocupan las circunstancias. Ni siquiera la banda delictual que rige al país se preocupa ya demasiado por la ideología; su problema es permanecer en el poder. Y para Venezuela el problema, aquí y ahora, es la supervivencia de la nación, de su población, de su Estado. Ya sé que todo pasa por la democracia, pero de momento estamos en la maldita circunstancia que decía Virgilio Piñera: “Un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios… sintiendo como el agua lo rodea por todas partes”.

Y, no sé cómo llamarlo, la gente, las personas, los venezolanos, aunque no estamos rodeados de agua como en la isla de Piñera, sino que más bien el peso de la isla ha caído sobre nosotros, y aunque él escribiera ese poema tantísimos años antes de la maldita circunstancia, ahora no geográfica sino humana, estamos también rodeados
de agua por todas partes, es decir, sintiendo (¿presintiendo?) el naufragio. Por si acaso queda la duda, no es que yo no pueda medir y celebrar el triunfo ciudadano del 16J, e incluso el acuerdo de gobernabilidad del 19J, sino que, por ese mismo triunfo, y por esas mismas razones, siento el peso en la mano del jugador que tira su última
carta. Ah, que en la historia no hay últimas cartas. Aquí vuelve la maldita circunstancia, y es que en la vida sí hay últimas cartas. Estoy pensando en los testimonios del pueblo que se hace y se deshace; en los jóvenes, escuderos o no, que miran su futuro y solo ven agua por todas partes; en los niños a los que les tocó la maldita circunstancia de que no hubiera comida para ellos; en los enfermos que, maldita circunstancia, no tendrán salvación; en tantas familias que creyeron en una revolución traidora y ahora vivirán la circunstancia maldita de tener que separarse, cerrar sus negocios, y hasta abandonar sus perros. En los amigos que se han ido y que tanta falta nos hacen y le hacen al país. En los que cruzan a pie las fronteras. Mientras tanto ya sé que es necesaria la devolución de la democracia (por favor, no es preciso que me lo recuerden), pero mientras tanto, insisto, la vida sigue corriendo, y me quiero detener un instante en su velocidad.

En el paisaje que yo veo, escucho, leo, el signo común es la herida. El grito de los heridos, de los hirientes. Un signo doliente de muchas caras, de distintos ángulos. El grito ahogado del miedo. Creía solo haber vivido guerras de cine y libros, pero esto que veo ahora me hace pensar que quizás las guerras no son todas iguales y que esta, la que ocurre hoy en Venezuela, es una de ellas con sus propias modalidades y matices. Que la clase media se vea acosada por asaltantes que incendian, saquean y disparan contra los edificios residenciales, es como en las guerras ¿no? Que en los barrios populares falte la más elemental alimentación, además del acoso armado, también se parece ¿no? Que en el hospital Vargas de Caracas se acabe el oxígeno, que en el Hospital de Niños J.M. de los Ríos, los niños se mueran por infección hospitalaria, que las cifras de mortalidad neonatal y materna sean impublicables, que en algunos centros de salud hayan sido lanzadas bombas toxicas, que el hospital de la Cruz Roja de Caracas se viera en la necesidad de desplegar su bandera cuando las fuerzas represoras asolaban la parroquia de La Candelaria; que todos los días alguien va preso por traición a la patria y es sometido a tribunales militares sin derecho a defensa; en fin, estos ejemplos, y todos los que el lector quiera añadir, son como para preguntarse ¿en qué guerra estamos? Para abreviar diría que en una en la que en 90 días la represión armada de militares y paramiltares, ha ocasionado 92 muertes, de las cuales 67 fueron asesinatos directos. Bajas por desnutrición e inasistencia médica son por ahora incuantificables.

Así que a la pregunta de dónde estamos, la respuesta es que estamos en el ojo de mira de una banda cívico-militar dispuesta a dejar tierra arrasada con tal de quedarse en el poder; por cierto, este no es un rasgo común a todas las dictaduras, es así en algunas, como en esta que vivimos. Esta es una guerra en la que un bando minoritario, convertido en banda, mantiene el poder de las armas y la renta petrolera, así sea menguada, y perdido todo soporte ideológico y moral, despliega su lucha a muerte contra el bando mayoritario, que es toda la población y que tiene prácticamente nada. Y como ocurre en las guerras, se abre el fantasma de la negociación. Hay opiniones para todos los gustos; desde los pronegociación hasta los que prefieren morir de pie. En este tema, que además me parece propio de expertos porque negociar este tipo de conflicto no es para opinadores, me siento perdida. Hay días en que me digo, al enemigo ni agua; y días en que tengo ganas de sacar una bandera blanca con las manos en alto. Pero estoy segura, quiero asegurarme, de que contamos con personas capaces de presentar alternativas de negociación que sobrepasen la reunidera de viejos zorros, y piensen en el país que vive esta maldita circunstancia.