Verdad y mentira en psicoanálisis

XVII Encuentro Psicoanalítico Anual. Caracas, 21 de abril 2012. En Tropicos, Revista de la Sociedad Psicoanalítica de Caracas. Ano XXI, 2013, Vol. 1: 19-27.

Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado.

Carlos Ruiz Zafón, El juego del Angel

La verdad y la mentira son hechos de lenguaje, se dice la verdad o se miente al hablar, y por lo tanto el psicoanálisis tiene mucho que ver en este asunto, en tanto es una disciplina que se sostiene esencialmente en el discurso. La primera condición que podemos advertir al considerar el tema es la fractura en el concepto de la verdad enunciada, y más aún, la fractura del enunciante, que introdujo la teoría psicoanalítica. Al distinguir entre el contenido manifiesto y el contenido latente de la comunicación, la noción de una verdad única, y de una consistencia univoca por parte del enunciante de esos contenidos, queda definitivamente cancelada. Lo manifiesto y lo latente del discurso, que podríamos simplificar como lo que se dice y lo que se quiere (y no se quiere) decir, o también lo que las palabras expresan literalmente y lo que contienen en un sentido oculto, ocurren a partir de la ambigüedad del lenguaje en tanto es capaz de decir simultáneamente lo consciente y lo inconsciente. Dicho de otra manera, Freud antepuso la premisa de que las palabras no dicen lo que dicen porque el sujeto no dice lo que dice. Tenemos, pues, un doble canal de lectura si escuchamos el discurso con un oído psicoanalítico: Lo que estamos oyendo literalmente y lo que suponemos se está diciendo. Para mayor complicación no solamente los contenidos pueden ser distintos sino contradictorios. Aquí caben algunas diferencias de acuerdo a la teoría psicoanalítica particular que sostenga el analista. Para algunos todo lo que el analizado dice en la sesión es sintomático y susceptible de ser escuchado como vehiculo del discurso latente (inconsciente); para otros algunos elementos de la comunicación del analizado pueden ser tomados en su valor literal, es decir, como enunciados que provienen de un área libre de conflictos y se reducen a su simple enunciación; no todo significa algo y no hay que buscarle la quinta pata al gato. En el medio caben muchos matices, por supuesto, pero es esencial partir de la premisa de que las palabras tienen la capacidad de decir más de lo que dicen; de otro modo no puede operarse psicoanalíticamente.

Esto plantea un cambio en la dirección de la búsqueda de la verdad. Si nos movemos exclusivamente en el plano de que la verdad es una ecuación entre la proposición y la cosa (que lo que proponemos es consistente con la cosa a la que nos referimos) la búsqueda se orienta hacia el análisis de esa ecuación. ¿Lo que digo de la cosa, se corresponde con ella? Y en segunda instancia hacia la consistencia del enunciante (lo que digo obedece a mi ser pleno ¿o hay una parte de mí que queda escindida?) En tanto no estamos en presencia del discurso científico, que requiere la corroboración de esa ecuación y esa consistencia, puesto que en psicoanálisis se trata de una comunicación subjetiva (de sujeto a sujeto y sobre temas subjetivos) la figura más similar es la confesión.

Distinguimos tres tipos de confesión. La policial, la religiosa y la lírica. La primera responde al interrogatorio en el cual el interlocutor se dirige al enunciante para establecer, corroborar o desmentir ciertos hechos y sus consecuencias. Quien interroga espera encontrar en las respuestas del interrogado circunstancias empíricamente comprobables que contrasta con otras informaciones hasta deducir cuáles son las verdaderas, es decir las que han ocurrido, las que se corresponden con los hechos comprobables. No busca toda la verdad, ni la verdad de todo el sujeto. Está concentrado en un ámbito muy preciso que se circunscribe a un determinado conjunto de hechos. Asume que hay algunos inconvenientes en el proceso: que el interrogado ignore la información, que la oculte o que la desfigure en su propio beneficio, y por lo tanto su pericia consiste en desmontar estos obstáculos. Y por supuesto, la posibilidad de concluir un error porque las contrastaciones entre los hechos referidos pueden ser equivocadas.

La segunda es la confesión religiosa. En ella el enunciante dice sus pecados, sus faltas y sus debilidades con el ánimo de obtener el perdón por ellas. En la religión católica este proceso se conduce tradicionalmente frente a otro, el sacerdote (es lo que se denomina confesión auricular), pero en otras religiones (e incluso dentro de la fe católica) esto no es un requisito indispensable y el creyente puede dirigirse directamente a la divinidad o a los otros creyentes, y hacerlo pública o privadamente. En este caso la verdad que se busca es moral y el confesante se dirige a obtener el perdón de los otros a través del sacrificio de desnudar su debilidad. Por último queda la confesión lírica, que puede ocurrir en el ámbito privado y con frecuencia es un género literario. En ella el valor fundamental es revelar la intimidad, y lo cierto y lo falso pierden importancia. Un buen ejemplo sería Confesiones de Jean Jacques Rousseau, libro considerado como el inicio del género autobiográfico moderno. En sus primeras líneas dice así: Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la naturaleza y ese hombre seré yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres. El autor se propone como un sujeto pleno que, sin fracturas, puede hablar de sí mismo y de los otros. En el género de la confesión esperamos una verdad, pero no un hombre en toda la verdad; sabemos que puede mentir, e incluso ignorar toda la verdad de la naturaleza. La confesión lírica no tiene como fin ultimo la revelación de esa plenitud sino la de expresar la individualidad, y exaltar la conciencia del individuo. Es un homenaje a esa conciencia, muy propia del momento en que Rousseau escribe esta obra en la Ilustración, corriente que representa la creencia en el poder de la conciencia y el conocimiento como medio de superación de la humanidad. Como puede verse este género se acerca al discurso psicoanalítico, y al mismo tiempo se distancia radicalmente. Freud también cree en el poder del conocimiento como camino a la superación, pero precisamente fractura esa creencia al decir que nadie conoce la verdad de la naturaleza, ni la de sus sentimientos, ni la de los otros. Ese resto de verdad que se desprende de esa fractura es precisamente lo que el psicoanálisis propone como búsqueda.

El psicoanalista también espera una confesión lírica del analizado pero, a diferencia del interrogatorio policial, no tiene instrumentos para contrastar las verdades o mentiras que puedan surgir; y a diferencia de la confesión lírica no puede tomar a pie de letra lo que el confesante diga. Su camino es precisamente dudar de lo dicho como verdad plena, y al mismo tiempo interpretar la verdad latente en la verdad manifiesta. Las dificultades saltan a la vista. Nada de lo dicho puede ser contrastado como haría un científico experimental; no solamente porque el psicoanálisis carece de métodos de contraste sino porque en el discurso psicoanalítico no hay propiamente hablando ni verdades ni mentiras. Que el analizado diga la verdad no es una preocupación para el analista (salvo que se tratara de un analizado que deliberadamente lo engañara y su propósito no fuera analizarse); su búsqueda se orienta a la construcción de una verdad que, en rigor, no existe. Para ello utiliza la técnica de la interpretación que no tiene nada que ver con la técnica de la contrastación. No pretende asegurar la ecuación entre la proposición y la cosa, ni la consistencia del enunciante sino al contrario, comprender la subjetividad fracturada del mismo y las fracturas de sus proposiciones. La particularidad de este método es que la interpretación depende de la subjetividad de quien interpreta. Es un intercambio de subjetividades. No hay nada contra que contrastar, es un ejercicio sin garantías. Debemos entonces preguntarnos qué tipo de verdad puede desprenderse de este diálogo.

El discurso psicoanalítico genera un relato que alguien hace de otro, y que opera un efecto de verdad. Hay solamente, dice Vattimo, una estética de la verdad.

…la noción de verdad como conformidad de la proposición con la cosa debe ser reemplazada con una noción más comprehensiva de Erfahrung (experiencia), es decir, de la experiencia como la modificación que el sujeto atraviesa cuando encuentra algo que verdaderamente es relevante para él [1].

La verdad es una retórica de los acontecimientos, una cierta forma de ordenarlos, de modo que ofrezcan un sentido. Ese sentido no es cualquier cosa. Es un sentido que debe hacer, valga la redundancia, efecto de sentido, efecto de verdad. Verdad en el sentido de iluminación relevante para el sujeto, verdad en el sentido de encontrarse a sí mismo, o mejor dicho, de restablecer la continuidad del discurso consciente, como apunta Lacan.

Con frecuencia se piensa que el analista o el psicoterapeuta “encuentra” una verdad que estaba en nosotros y no conocíamos. Le damos el carácter de descubridor. Pero eso indicaría que esa verdad “está”, existe en alguna parte y, por decirlo así, se nos había perdido. El asunto es que no “está”, y tampoco es un “invento” en el sentido venezolano de la palabra, es decir, que es falso o imaginativo. Es un invento en tanto es algo nuevo. La “verdad” no estaba antes, surge del diálogo entre dos personas. No es tampoco una “ficción” en el sentido que lo usaría un narrador, es decir, la proposición de un pacto acerca de la verosimilitud o posibilidad imaginaria de una circunstancia. Es un sentido verdadero, en tanto hace sentido para quien lo recibe. Lo verdadero reside en el efecto del lenguaje, en la condición de afectarnos por las palabras por lo que significan, y en el caso de la palabra con fines curativos, lo que significa ese nuevo sentido de sí mismo que otro le otorga mediante el diálogo. Por ello es indispensable que creamos en quien lo dice. Que hayamos aceptado el pacto de creer en la palabra del otro. De otorgarle valor significante; de lo contrario no hay psicoterapia que valga. El analista debe ayudar a producir verdades, pero para que surtan efecto es necesario que el analizado confiera valor de verdad a la palabra del analista.

El primer relato de esta serie es el que ofrece el propio sujeto acerca de sí mismo. Cada uno de nosotros requiere de una historia, de una leyenda, de un mito con que darse un sentido, una nominación, una explicación. El sujeto, así como requiere del Otro para constituirse, de la alienación constitutiva que es pasar por el significante que otro nos da, requiere también mantener esta alienación en forma permanente. Necesita una retórica de sí mismo que le conceda lugar, valor, función, espacio, en último caso, existencia. El ser, sin ninguna cualidad con la cual atribuirse a sí mismo, se desvanece. Es apenas un objeto real, un organismo vivo, pero inexistente.

El sujeto, ya transformado en analizado, se presenta ante el analista, a quien considera, dice Lacan, el “sujeto supuesto saber”. Aquel que sabe de mí la coherencia que he perdido, el sentido que necesito restituir. Paradójicamente, el “sujeto supuesto saber” no sabe nada. Ante el analista se presenta un ser humano totalmente desconocido, y todo lo que el analista pueda saber o llegar a saber es posterior a ese efecto indispensable de transferencia del saber que el otro ha hecho sobre su figura [2].

El analista, pues, no sabe en verdad nada sobre aquel que demanda su saber, a excepción del relato que el analizado ofrece, y a través del cual espera ser amado, reconocido, develado. ¿Qué puede a cambio ofrecer el analista? Otro relato. El intercambio entre ambos es un intercambio de palabras, de narraciones, de interpretaciones. Salvo en casos muy extremos, el analista se preciará de no ofrecer otra cosa que palabras como medio de curación. Espera a que el analizado diga lo que tiene que decir, exponga su teoría de sí mismo, y sobre los capítulos faltantes de esa narración, el analista a su vez introducirá nuevas narraciones. Esto, por supuesto, se dice más rápido de lo que puede hacerse. Esa narración que el analista ofrece no es gratuita, no es un escritor que se enfrenta a una hoja en blanco, aunque dudo de que tal escritor exista. Se enfrenta a un texto de sueños, de recuerdos, de deseos, de malentendidos, de asunciones, ya escrito por otro y que no puede ser borrado, únicamente reeditado. El analista produce con su discurso un nuevo orden, un nuevo sentido, que debe tener la condición de verdad estética, de comunicación relevante para el sujeto, un texto cuyo encuentro instaure una nueva lectura posible.

Veamos un ejemplo freudiano. A fines del siglo XIX –antes de haber establecido su nuevo método de curación– Freud es llamado para atender a una joven que sufre de parálisis histérica. De inmediato asume que ocultaba un secreto y que develarlo era como excavar una ciudad enterrada. Es decir, supone que hay una verdad oculta, abandona la electroterapia y se dispone a escuchar a la paciente. Su propósito –dice Roy Schafer– culminó en una gran invención: relatos de acontecimientos humanos, no mediciones o simples registros de procesos y materiales del universo físico. Pero esto ya lo sabemos; el psicoanálisis no avanza por el lado de la medición, lo que nos interesa es el concepto de narrativa que subraya Schafer.

No pudo acercarse a reconocer que sus narrativas eran acerca de las narrativas de Elisabeth, y ellas mismas producto de su interacción con él. Además, el sumario final […] no fue otro que su narrativa final de las otras narrativas (2001: 338).

Freud aparece en la vida de esta joven cuando su lectura de sí misma ha fracasado y ha llegado al punto de “no poder avanzar”, que se expresa en su parálisis. Se ha entregado al cuidado del padre descuidando sus posibilidades matrimoniales, y éste muere; luego se convierte también en enfermera de la madre. Ha tratado de mantener unida y feliz a la familia y he aquí que una hermana muere en su segundo embarazo. El relato sobre esta hermana es de alto interés para Freud; mejor dicho, el relato acerca del marido de la hermana. Está convencido de que la paciente está enamorada de su cuñado, pero naturalmente debe sofocar esos sentimientos, y eso es lo que la ha enfermado. Sin embargo, aunque sentía frecuentes dolores en las piernas no estaba completamente inmóvil. Elisabeth paseaba por los alrededores, y con frecuencia en compañía de su cuñado preferido. Ante las preguntas de Freud acerca de la felicidad de su hermana en contraste con su propia situación, al parecer dio “una respuesta un tanto oscura”, que Freud, sin duda, se dispuso a aclarar. El claroscuro es la metáfora de su interpretación. Volvamos a la narrativa del momento en que Elisabeth y su madre llegan a la casa de la hermana fallecida.

[…] la apresurada marcha a través del jardín hasta la puerta de la pequeña casa, el silencio adentro y la opresiva oscuridad […] En aquel momento de terrible certeza de que su querida hermana estaba muerta […] en ese mismo momento otro pensamiento cruzó la mente de Elisabeth, y entonces, como la centella de un rayo en la oscuridad, se impuso de modo irresistible sobre ella una vez más: “Ahora él es de nuevo libre y puedo ser su esposa” (2: 156) [énfasis nuestro].

Según Freud el rayo que cruzó aquella oscuridad fue el pensamiento de que la muerte de la hermana la hacía libre para casarse con su cuñado, y que la parálisis expresaba que estaba detenida porque no podía avanzar en sus sentimientos hacia él.  ¿Era correcta su hipótesis acerca del amor por el cuñado? Por la entrevista de la hija, citada por Peter Gay, sabemos que Elisabeth había comentado: “era sólo un joven  barbudo especialista de los nervios al que me mandaron. Trató de persuadirme de que estaba enamorada de mi cuñado pero eso no era así”. Gay no puede decidir por las versiones, tampoco nosotros. Por supuesto, podríamos preguntarnos, si la interpretación de la idea incompatible fue incorrecta, y Freud confundió un enamoramiento con la demanda de afecto y compañía de una joven solitaria y frustrada, ¿por qué se curó?

Correcta o incorrecta esta interpretación produjo para ella una iluminación que le permitió visualizar la libertad. Ve a visitar la tumba de tu hermana –le sugiere– o lo que es lo mismo, constata que es ella la muerta y no tú, y que nada te obliga a permanecer mirándola en la oscuridad junto a tu madre como aquella tarde. Freud estaba afirmando, en otro sentido, que la muerte además de dolorosa puede ser liberadora, y que la muerte del padre la había liberado de la endogamia. Freud con su interpretación abre para ella un nuevo sentido, introduce una nueva retórica: debes (puedes) avanzar y abandonar tu identidad de enferma. Debes (puedes) dejar el  “silencio adentro y la opresiva oscuridad”. La oscuridad de una existencia endogámica, sin proyectos; la oscuridad de la habitación de su madre recuperándose de la operación del ojo; la oscuridad que oculta sus talentos y su futuro. Podía dar por terminado el romance edípico. Si bien ese sentido oculto quizá no era el amor por su cuñado, Elizabeth se sentía culpable de abandonar a su familia después de tantos duelos, y ése era el sentido profundo de la interpretación. Detrás de la joven sacrificial se ocultaba una mujer que deseaba vivir. Aunque la interpretación de esta indefensión se refería a no poder avanzar más en los sentimientos hacia su cuñado, el efecto iluminador se extendió hacia otros ámbitos. Estaba “parada” en la vida. Detenida en sus propósitos, tanto como quedaron detenidas las vidas de su padre y de su hermana.

Si el discurso psicoanalítico es una forma de narrativa, un relato que alguien hace de alguien, a través del cual se opera un efecto de verdad, ésta se presenta como retórica de los acontecimientos, como una cierta forma de ordenarlos, de modo que ofrezcan un sentido. Un sentido que debe hacer, valga la redundancia, efecto de sentido, efecto de verdad. Verdad en el sentido de iluminación relevante para el sujeto, verdad en el sentido de encontrarse a sí mismo o, mejor dicho, de restablecer la continuidad del discurso consciente, como apunta Lacan.

De la misma manera en que el analista construye sentidos a partir de las asociaciones del analizado, que pueden coincidir o no con su “verdad” inconsciente, también el analizado deriva nuevos sentidos de la narrativa que el analista le ofrece en su relato; sentidos que pueden coincidir o no con los que pretende el analista, pero que son capaces de producir a su vez nuevos relatos. Una vez que el sujeto aprende a pensar en sí mismo, que se sabe pensable, estalla una iluminación interior que escapa del control de ambos. Freud le dio a Elisabeth la oportunidad de pensar en sí misma y, al hacerlo, la invitó a tener una vida propia. No importa si fue sólo un joven barbudo especialista de los nervios empeñado en que amaba a su cuñado, o más bien un novelista sentimental que daba así desenlace a su narración. Fue alguien que le propuso una nueva verdad. Lo demás es anecdótico.

Finalmente tanto lo que dice el analizado como lo que dice el analista son construcciones discursivas, referencias que se van haciendo muy privadas hasta el punto que un tercero pudiera no entenderlas porque aluden a las verdades parciales que se han ido tejiendo en el diálogo. Por eso el análisis puede ser muy diferente según quien lo conduzca, y ello no solamente por diferencias de capacidad profesional sino porque al mezclar otros elementos en el texto común el resultado es diferente. Cabe aquí la pregunta de si es que entonces no hay una verdad que pueda considerarse irrebatible en el trabajo analítico. Lo relevante, a mi entender, es que las verdades construidas sean útiles. Que produzcan una mejor iluminación en la subjetividad del analizado. Que produzcan efectos de sentido que eventualmente conlleven efectos prácticos tales como la curación sintomática o la mejor estructuración psíquica. Que produzcan una mayor coherencia que la que el analizado tenía antes de comenzar el análisis, y que las fracturas iniciales alcancen zonas comunes entre ambos lados del discurso para restituir el sentido de encontrarse a sí mismo o, mejor dicho, de restablecer la continuidad del discurso consciente.

Notas:

[1] Vattimo, G. Op.Cit. p 123.

[2] Para ampliar este concepto véase Lacan, Jacques (1964). “Du sujet supposé savoir, de la dyade premiere, et du bien » en Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse. Paris : Editions du Seuil, 1973.